El síntoma más definitorio de la vejez es la toma de conciencia de la destrucción de la relación de deseo con el mundo. Puede llegar un momento en que a alguien todo comience a darle ya igual y, por otro lado, que todos los que le rodean comiencen a considerarlo ya a él fuera del presente, del espacio público, como mucho un ser sin opinión ni actividad respetable que solo induzca a una vaga piedad, cualquiera que haya sido su pasado, mientras se espera a que desaparezca silenciosamente. La catarata biográfica siempre amenaza con invadir el tiempo indiferente y es fácil que el recuerdo se tiña con la oscuridad de esa perspectiva de devastación que se encarna en la evidencia de un cuerpo que aúlla, que se siente degradar lentamente en la torpeza de los movimientos, con el aturdimiento de los sentidos, de la memoria y sobre todo con una aguda conciencia de la soledad. Los contemporáneos pueden haber desaparecido ya de muchas maneras, estar en el otro barrio o haberse distanciado hasta hacerse irreconocibles o unos extraños cuando parecieron compartir cuestiones esenciales o fueron amados mucho tiempo. El horizonte de sombra parece ya muy cercano y se presiente un campo de minas bajo los pies ante el que es muy fácil paralizarse o querer desaparecer de una vez.
Indiana Jones se siente viejo en 1969, cuando el hombre llegó a la luna. Está dormido, frente a un televisor, en un sillón marrón desvencijado de un piso desapacible, lleno de cachivaches y con alguna ropa deslustrada tendida en la terraza. Hay libros llenos de polvo y alguna figura clásica en las estanterías como recuerdos arqueológicos de otra época. De pronto una música a gran volumen (Magical Mystery Tour de los Beatles) de unos vecinos jóvenes lo despierta, lo descompone un poco, lo hace consciente de nuevo de que está a punto de jubilarse, de que es viejo y de que está solo en un mundo hostil que ya no soporta. Un rato después, el aburrimiento de sus alumnos que ya no tienen nada que ver con él, se lo confirma: todos dormitan, ninguna bella chica parpadea extasiada, ni nadie contesta a sus preguntas salvo una desconocida allá a lo lejos. La fiesta sorpresa por su jubilación, donde adivina la alegría de sus compañeros por perderle de vista, y el tétrico reloj que le regalan, y que se apresura a tirar a la basura, cierra el círculo de la sensación de fracaso en que se encuentra sumido. Él ha sido un hombre de acción, con los pies en el suelo de este mundo donde tenía, por tanto, que conseguir alguna forma de triunfo al que pudiera agarrarse al final de su vida. Pero no tiene clavos a los que agarrarse y el tiempo se acaba. Ha perdido todo lo que ama y se siente definitivamente un fracasado.
Como un hombre de su época acude a un bar a ahogar sus penas en whisky y allí está ella, Helena (esplendida Phoebe Waller-Bridge) la hija de su viejo amigo Basil Shaw (Toby Jones) con el que vivió una gran aventura en la guerra contra los nazis en la que nos enteramos que participó directamente. De pronto se abre una conexión generacional y un puente con el pasado, cuando era fuerte y tenía esperanza. Aparece algo que buscar lleno de significados y de peligro: el mecanismo de Anticitera que pudo inventar Arquímedes y que él arrebató a los nazis, en concreto a Jürgen Voller (Mads Mikkelsen) que ahora, habiendo aprovechado la Operación Paperclip, es el que ha diseñado el cohete Saturno V que han llevado al Apolo a la luna (una clara referencia a Von Braun). Y la aventura comienza de nuevo en su sentido más puro. Los malos (los nazis simbolizando al totalitarismo que siempre está al acecho) han vuelto, no fueron vencidos definitivamente en aquel tren (que se recrea con una magnífica IA en lo que respecta al personaje de Indy) en 1945. Buscan ese objeto que creen mágico y capaz de encontrar brechas en el espacio-tiempo que darían la posibilidad de volver al pasado y corregirlo e incluso han convencido al FBI para que los ayude. La obsesión que volvió loco al padre de Helene estaba justificada y alguien quiere juntar los tres fragmentos que reposan en distintos sitios y que además valen mucho dinero para mucha gente.
Los hijos no son como los padres. Pueden haber heredado muchas cosas, su inteligencia, su fuerza, su afán de aventura pero no sus dioses. Helena es del partido de sí misma, es superdotada y culta, pero sobre todo quiere sobrevivir, ganar dinero (tiene deudas de juego), no atormentarse con causas perdidas. Eso la conecta con Teddy Kumar, el adolescente pícaro de esta película, émulo de Tapón en Indiana Jones y el templo maldito. La vida que continúa impulsada por la fuerza de la supervivencia, por la picaresca que es capaz de superar todos los obstáculos, de transgredir todos los límites. La frescura y la audacia que también habita en los viejos amigos que de nuevo están dispuestos a ayudar. Sallah (John Rhys-Davies), el amigo del Cairo que cogió aquel dátil en el aire; Renaldo, el viejo buzo (magnífico Antonio Banderas) capaz de bajar todavía al fondo del mar. Las conexiones en el tiempo ahora abiertas y disponibles, la soledad rota, los motivos por los que luchar y jugarse una vida que ya parecía sin sentido.
Una aventura de Indiana Jones otra vez, deseada como los niños desean repetir todo lo que les gusta. Peleas multitudinarias en las que no falta el mítico látigo; traiciones y reconciliaciones; persecuciones desenfrenadas en tuk tuk por Tánger o a caballo por el Metro y la Quinta Avenida de Nueva York en medio de un desfile con confetis; inmersiones en el Egeo al borde de un abismo y el descubrimiento de la tumba de Arquímedes en Siracusa entre mecanismos secretos y telas de araña. Y al final el puñetazo de Helena que devuelve al presente al héroe redimido donde le espera una Marion envejecida pero dispuesta a dejarse besar en los sitios donde, a pesar de todo, no le duele y donde la soledad parece haberse esfumado para propiciar unos días todavía habitables. La dirección en este caso no es de Steven Spielberg (que participa con George Lucas como productor ejecutivo) sino de James Mangold, que también colabora en la escritura del guión junto a David Koepp, Jez Butterworth y John-Henry Butterwortha. En mi opinión consigue no desentonar demasiado con las anteriores películas dándole un buen final a la saga. La música de John Willians (que tiene 91 años y debe comprender bien el crepúsculo del personaje) subraya con el ritmo conocido la nueva aventura y además le crea con el Helena´s Theme una delicada y emotiva despedida. La que merece también a Harrison Ford que ha encarnado al menos tres héroes que alimentarán a muchas generaciones y que está estupendo en la película haciendo todavía verosímil su personaje, lo que no parecía fácil. El aplauso que le dieron en Cannes simboliza ese agradecimiento que se tiene a los que han interpretado alguno de esos sueños que precisamos para seguir viviendo.
Yo los preciso, sí… Gracias, Ramón.