Coautor: Carlos Álvarez San Miguel. Psicólogo Clínico. Centro de Salud Mental Majadahonda. Hospital Universitario Puerta de Hierro, Madrid
Iremos repasando la evolución de la galantería y la seducción en distintas épocas y países para ver sus diferencias y el aumento de su complejidad. En China la autoridad despótica del padre sobre sus hijos y su casamiento hacía imposible cualquier tipo de gesto galante, sobre todo porque mantenían a las hijas eran recluidas en la casa y solo salían de ella para irse a casar, tras el pago del precio convenido por parte del novio, que luego se veía obligado a cargar con ella porque si se volvía atrás perdía lo pagado. En Japón, a pesar del gran refinamiento que cultivaban en la esfera sexual, la mujer era jurídica y socialmente un ser sin derechos y estaba sometida a una tutela absoluta por parte del varón. La autoridad del padre era tal, que le permitía decidir incluso sobre la vida o la muerte de la mujer y de los hijos. Por ello el japonés no se esfuerza en ser galante con la esposa, porque en definitiva las esposas son esclavas de su marido y señor, siempre devotas, sumisas y dispuestas a complacer en todo a su dueño. Estos señores solamente se mostraban galantes en su trato con las geishas, que eran las que de verdad les satisfacían, y lo hacían más en sus necesidades psíquicas que en las sexuales, entreteniéndoles a base de bailes, juegos, declamación de poesía, utilización de instrumentos musicales, interpretación de canciones y conversaciones cargadas de ingenio, mientras comían y bebían en las casas de té.
En la India las mujeres eran equiparadas a los animales de carga y su subordinación al varón era absoluta, prolongándose ésta después de la muerte de su marido a través de la ceremonia de la cremación de las viudas en la pira funeraria; si la viuda se negaba a incinerarse con el cadáver de su marido, perdía el respeto y el apoyo de la comunidad viéndose relegada y aislada; este sencillo sistema de a cremación de las viudas, tenía la ventaja de evitar los envenenamientos de los maridos. En la antigua Babilonia la galantería también era desconocida, la mujer era realmente propiedad del Estado y ningún proletario era dueño de sus hijas; cuando llegaban las niñas a la edad de la pubertad eran reunidas en la plaza del pueblo y vendidas como si se tratara de un rebaño en una feria de ganado, variando su precio según sus atractivos y cualidades. Según el relato de Heródoto de Halicarnaso (484 aC-425 aC), historiador y geógrafo griego, las cosas ocurrían de la siguiente forma: “Una vez por año, se citaba a todas las doncellas solteras en una plaza, y alrededor se situaba a un grupo de hombres. Un pregonero las subastaba por orden de belleza, con el único fin de casarlas. Los hombres pujaban y el más adinerado se quedaba con la más hermosa. Una vez vendidas todas las bonitas, se convocaba a las feas y deformes para realizar el proceso inverso: los hombres pobres aceptaban casarse con ellas a cambio de una suma de dinero y eran adjudicadas a aquel que quisiera tomarlas por esposa por el precio más bajo. De esta forma, las feas y las lisiadas se casaban gracias al dinero obtenido por la venta de las guapas.”
De la misma manera que en el lejano oriente, en África, tanto los egipcios como los hebreos consideraban a la mujer como una propiedad útil en los trabajos domésticos y en la procreación pero sin concederle ningún tipo de libertad y por ello tampoco usaban la galantería. Solamente hacían gala de ella en las bodas y en los escritos poéticos, como por ejemplo “El cantar de los cantares”, en el que, a pesar de que muchos piensan que lo que describe es la relación del alma con Dios aunque en ningún momento del poema se le nombra, podemos atisbar hasta qué punto eran capaces de plasmar todo su sentimiento hacia una mujer; pero también es verdad que esta obra de Salomón está hecho exclusivamente para su propio deleite y no para cortejar a ninguna mujer. Describe realmente las relaciones amorosas de dos corazones que se aman y se buscan, enfatizando un primitivo carácter literario erótico-oriental. “¡Qué hermosa eres, amada mía!, son palomas tus ojos a través de tu velo…” y “Tus dos pechos son como dos mellizos de gacela que triscan entre azucenas…” (Cantar de los Cantares 4, 1 y 5), a lo que responde la esposa: “Que su mano izquierda se deslice bajo mi cabeza y que su diestra me enlace…”, “Ya me he quitado la túnica, ¿Cómo volver a vestirme?… Mi amado metió su mano por el agujero y mis entrañas se estremecieron por él” (Cantar de los Cantares 5, 3-4). (En el texto de la Biblia de Nácar y Colunga se puntualiza entre paréntesis que se refiere al agujero de la llave…).
Ya en la antigua Grecia vemos como los hombres mostraban una total indiferencia ante la esposa y, entre los intelectuales, como se relata en “El banquete” de Platón, lo verdaderamente atractivo eran los efebos y las héteras o hetairas, como eran llamadas las prostitutas, que eran las que llenaban los ocios de los políticos, los patricios y de los hombres de letras. Tal era el número y presencia de estas hetairas en la vida de la ciudad, que obligaron a Solón a elaborar un reglamento con la pretensión de controlar sus actividades para evitar problemas de convivencia entre unos hombres que permanentemente competían por ellas ya que los griegos sólo se mostraron galantes en algunas ocasiones: en la elaboración de las leyendas de sus diosas y en su relación con los muchachos tiernos y las cortesanas famosas. La unión homosexual era la quintaesencia de lo deseable y, aunque se toleraba la cópula heterosexual como concesión indispensable para la transmisión de la vida, se propugnaba otra fecundidad superior, la fecundidad del espíritu, simbolizada en el trato homosexual. En cuanto a las mujeres, Aristóteles no tenía muy buena opinión de las mujeres afirmando que “por ley natural, la mujer debe estar totalmente supeditada al hombre”, llegando más adelante a decir que “la mujer es un macho frustrado”. Platón sin embargo, más amable con el sexo femenino, aseguraba que la mujer estaba destinada exclusivamente a hacerle la vida agradable al hombre y a cuidar del hogar. Para conseguir la atención y el amor de sus maridos, las mujeres honradas griegas imitaban en sus vestidos y actitudes a las cortesanas y esto hizo decir al gran Pericles: “La mejor reputación de la mujer consiste en no dar que hablar a los hombres, ni para bien, ni para mal”. (20) Muchos filósofos griegos amaron y fueron amados por prostitutas famosas, algunas de ellas de gran cultura como por ejemplo los casos de Aspasia de Mileto tuvo amores con Pericles, Lais de Corinto con Diógenes y Leoncia con Epicuro; como contrapunto de estos amores y buenas relaciones, está el caso de Sócrates con legítima esposa Xantipa que le insultaba y agredía continuamente incluso en público, (es famosa, por haber sido plasmada en el lienzo por pintores como Luca Giordano y Otho Vaenius, la ocasión en que Xantipa le tira a Sócrates por encima el contenido de un orinal mientras éste, distraído, estaba leyendo), por ayudar a sus discípulos a ser mejores y no dedicarse con interés a ganar más dinero para poder llevar una vida más acomodada. Sócrates lo soportaba con gran entereza. Por otro lado, los lacedemonios (espartanos), que constituían una sociedad más radical que la de los atenienses y presentaban unas conductas homosexuales mucho más institucionalizadas, sentían una gran aversión por la galantería y una de las maldiciones más retorcidas y malignas que podían lanzar contra algún conciudadano era “¡Ojalá que tu mujer tenga un galán!”.
Los romanos heredan una gran parte de las costumbres e ideas de los griegos y luego las van modificando y adaptando progresivamente a su idiosincrasia, tendiendo más a la orgía y a la depravación institucionalizada y buscando mezclar todos los placeres: los del paladar, los de la música y los del sexo. Marcial, escritor nacido en Bilbilis, la actual Calatayud, cita a Hispania, concretamente a Gades, actualmente Cádiz, como lugar del que provenían unas mujeres muy solicitadas en Roma para las fiestas orgiásticas, que eran conocidas como “Puellae gaditanae”, y describía sus habilidades en los siguientes términos: “Muchachas llegadas de la impúdica Gades… con insaciable ansia de amor, moverán sus caderas lascivas con hábiles contorsiones”. (15) Trataban a la esposa con cortesía y respeto, reservando para ellas el afecto, pero el placer estaba destinado a las esclavas y las prostitutas. Si la mujer era una patricia, llegaba a ser una “mater familiae” y a gozar de unos derechos casi iguales a los de su marido, siendo posible, en caso de fallecimiento de éste, que incluso heredase sus bienes, pero si era una plebeya, no era considerada más que como una sierva que había sido comprada por su esposo y no tenía ningún derecho.
Con la abundancia de lupanares, templos repletos de mujeres que practicaban una prostitución más o menos sacralizada y jovencitos complacientes, los hombres, en general con sus necesidades sexuales bien cubiertas, se mostraban bastante remolones a la hora de casarse y fue necesario que los gobernantes de Roma promulgasen una ley que obligaba a los hombres a casarse antes de cumplir los treinta años con la intención de fomentar la natalidad, que era una cosa muy necesaria para poder mantener las campañas de expansión y conquista de territorios a los que eran tan aficionados los romanos. Esta obligación de casarse hizo que el censor y cónsul romano Quinto Cecilio Metelo Numidiaco o el Numídico en el año 80 aC, respetuoso con quienes no querían perder su soltería, pero respetando aún más las leyes, dijera en el Senado: “Romanos: si nos fuese posible vivir sin mujeres, todos nos ahorraríamos el mayor de los engorros. Pero una vez que la naturaleza ha dispuesto las cosas de manera que no podemos sobrevivir sin ellas, ni vivir alegremente con ellas, la razón exige que antepongamos el interés público a nuestra felicidad”. Este discurso deja traslucir a las claras la actitud de los romanos hacia la mujer, siendo reservadas las escasas muestras galantes para algunas prostitutas famosas, que eran el objetivo de todos los que se podían permitir el pago exigido por éstas, teniendo además que competir entre ellos para conseguir conquistarlas.
Como en el caso de sus predecesores los griegos, también los romanos, fueron derivando hacia una creciente depravación de las costumbres, a una aumento de la promiscuidad, y de todo tipo de desenfrenos, tanto en el vestir como en el vivir, rindiendo culto en todos los aspectos a la sensualidad más descontrolada, y este ambiente de degradación y lujo ostentoso, hizo decir al duro censor Catón el Viejo en el año 180 aC, tras poner un elevado impuesto sobre vestidos y adornos personales que: “el adorno de la mujer no es el oro ni las alhajas, ni las telas bordadas o la púrpura, sino el pudor, el amor a su esposo y a los hijos, la modestia y la sumisión”, refiriéndose, lógicamente, al grupo de las esposas que imitaban a las prostitutas en su forma de vestir intentando atraer a los maridos. Incluso los poetas que como Virgilio y Horacio escribieron encendidos poemas de amor, no amaron nada más que a cortesanas y a ellas se referían en todos sus poemas, haciéndoles pasar a la historia, convirtiéndolas así en inmortales.
Ovidio (43 aC-17 dC), poeta romano, aprovechando este panorama desolador para muchas esposas bastante abandonadas y solas, escribe su “Ars Amandi” o “El arte de amar” en el que explica pormenorizadamente la forma de conquistar y cazar a la mujer del prójimo y lo expone como si fuera un deporte sin ningún tipo de regla, en el que lo único importante es conseguir el trofeo. Sus premisas serían la paciencia: “Mucho amor germina en la casualidad; tened siempre dispuesto el anzuelo y en el sitio que menos esperáis encontrareis pesca”, la claridad de miras y la decisión: “en el amor no basta con atacar, hay que tomar la plaza”, la disposición: “todo amante es un soldado en guerra”, y todo ello es necesario debido a la actitud femenina que describe como sigue: “Tal es el sexo débil: jamás toma la iniciativa, pero cuando se le obliga, se regocija en el padecimiento del pecado”. Da instrucciones detalladas sobre el modo de conducirse ante una dama durante las reuniones mundanas o los banquetes, sobre la obligada y prudente discreción en los encuentros, sobre la dulzura que conviene usar en los acercamientos, sobre la necesaria insistencia en los halagos, atenciones y detalles para con su adorada, sobre la búsqueda del contacto con sus manos, sobre los sobornos que es necesario hacer para facilitar encuentros en la intimidad, etc. El perseguidor no debe cesar nunca en los halagos a su presa, quitará del vestido de su amada todas las motas de polvo, ya sean reales o imaginarias, si ella ríe, reirá él, si llora, mezclará sus lágrimas con las suyas aunque tenga que mojar sus ojos con los dedos, etc.
De la misma manera que en este manual lleno de cinismo, gracia y originalidad, da consejos a los hombres para tener más fácilmente éxito en esta empresa, sobre su aseo personal, peinado y atuendo, también se ocupa en esta obra Ovidio de las mujeres y de la necesaria actitud de seducción que deben mantener, haciendo las recomendaciones necesarias para ocultar o disimular sus defectos, como por ejemplo, cuando aconseja no ver a sus amantes en ayunas si tiene el aliento fétido, depilarse las pantorrillas y las axilas con detenimiento: “una pantorrilla velluda no seducirá a tu perseguidor y -¿es necesario que te ponga en guardia?- nada de barbas de chivo bajo tu brazo”. También las instruye sobre la necesidad de ponerse un corsé si tienen mucho pecho, adecuar a su cara los tintes y formas de peinado, “si tienes la cara alargada lo mejor es una raya al medio, si es redonda lo mejor es un pequeño moño alto que deje al aire las orejas, a unas les va bien la melena sobre los hombros, a otras el cabello ahuecado, o liso...”, cuenta muchos trucos para esconder los aspectos negativos que toda mujer pueda tener: “si sois muy bajitas no os pongáis de pie porque se nota más, permaneced sentadas o mejor tumbadas con una mantita en los pies para evitar que puedan calcular vuestra longitud, si sois demasiado delgadas usad vestiduras de telas muy gruesas y con muchos pliegues, si tenéis los pies feos escondedlos en primorosos zapatitos blancos, si tenéis poco pecho, no olvidéis usar esa tira que ata fuertemente bajo vuestro busto para alzarlo, etc.”. Añadiendo con respecto a su comportamiento en sociedad: “que vuestra risa no suene como un rebuzno, ni se confunda por su sonido con un sollozo. El llanto puede ser muy atractivo; fingidlo cuando sea conveniente” Instruye a las mujeres también sobre el uso de sirvientas como portadoras de mensajes, previniendo sobre el empleo de mensajeras demasiado agraciadas, por las que el pretendiente podría sentirse atraído; a ellos les recomienda que en principio eviten seducir a tales mensajeras, para hacerlo cuando ya hayan conseguido a la dueña, ya que con la frecuentación de la casa siempre se presentarán ocasiones para hacerlo con más facilidad, etc.
Un manual, como vemos, de lo más completo que incluye todo tipo de detalles prácticos sobre el caminar, el pintarse, vestirse seductoramente, como por ejemplo la recomendación a las mujeres de enseñar siempre que sea posible un hombro desnudo por el poder provocador que ejerce sobre los hombres, y de cómo comportarse en su relación con los pretendientes, poniéndolas en guardia sobre algunos de ellos: “mucho cuidado con los que prometen regalos en vez de darlos y juran por los dioses, ya que esto no cuesta nada; a éstos debéis pagarles con la misma moneda prometiéndoles favores que nunca cumpliréis. Pero al que de veras os regale, sí le debéis corresponder ofreciéndole, a cambio, placer”. Teniendo en cuenta lo que ocurre habitualmente con los esposos, advierte “tened en cuenta que los maridos nunca siguen enamorados de sus mujeres por mucho tiempo precisamente por eso: porque las tienen siempre que lo desean; vosotras debéis, por tanto, haceros desear”. Como regla general aconseja que “en la cama, preocuparos de disimular vuestros defectos, pero no olvidéis pensar cuán importante es para el hombre creer que la mujer goza con él…” etc. Para los hombres da consejos con el mismo lujo de detalles para recorrer todo el camino necesario para tener éxito en la empresa de la conquista de la mujer y les recomienda prometer lo que sea necesario, porque esto es gratis, hasta conseguir el objetivo y luego olvidarse.17 (El Refranero Español refleja la actualidad de este consejo de Ovidio: “Prometer hasta meter y después de haber metido, nada de lo prometido”.
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