Primera observación.
Cuando los políticos se convierten en el centro de la política, dejan de ser políticos en el recto sentido de la palabra.
En efecto, cuando el propósito del trabajo de los políticos es ellos mismos, lo que hacen, lo que dicen, lo que piensan, y no lo que legislan, gestionan, construyen o destruyen en favor del pueblo, entonces se convierten en actores o cómicos, divos o titiriteros de la farándula política, llegando a veces a tal grado de artefactación en sus representaciones que caen en la ficción o la farsa.
Esa actitud tiende a incrementarse en los momentos álgidos de la agenda política, como las campañas electorales, o incluso en las precampañas en las que los partidos parecen estar siempre.
Cuando eso sucede los Hemiciclos simbólicos de la Gran Política se convierten en teatros dramáticos o tragicómicos, y los actos públicos de los partidos en circos insolentes que concitan, sobre todo los fines de semana, cuando más audiencia hay, una inusitada presencia y una gran resonancia en los medios de comunicación, hurtando a la verdadera política el sitio que debería ocupar -dicho sea todo ello con el máximo respeto por los profesionales de las artes escénicas.
En esos trances, la partitocracia, el maquiavelismo y las intrigas palaciegas se enseñorean por las plazas públicas y resuenan en los altavoces y pantallas del poder político y sus secuaces mediáticos, y siempre lo hacen con tonalidades estridentes, altisonantes y apasionadas, nunca con la mesura ni la decencia que se debería esperar de las personas que ostentan el poder en representación nuestra.
Todo eso es especialmente importante cuando las situaciones políticas se complican, porque, aunque la política siempre está cargada de afectividad, cuando se ejerce de esa manera y en momentos críticos, nos impele a sentir con vehemencia y a actuar con impulsividad.
Segunda observación.
La afectividad es el conjunto de sentimientos, emociones y pasiones de una persona. Estos tres estados afectivos son claramente diferentes en intensidad y se manifiestan con corolarios conductuales peculiares.
En efecto, los sentimientos son estados afectivos suaves e íntimos, positivos o negativos que nos agradan o disgustan, nos complacen o duelen, como el amor.
Las emociones son estados afectivos más intensos que nos conmueven por dentro y nos remueven por fuera, es difícil contenerlas e imposible ocultarlas, como el enamoramiento.
Pero las pasiones son emociones tan intensas que, cuando nos inundan, es imposible comportarse con raciocinio, nos hacen perder el control de la conducta, nos entusiasman o enajenan, como el fútbol o los celos.
Todo lo anterior es igualmente válido para una persona y para un grupo. Es más, cuando sentimos y actuamos en grupo es más probable que el gradiente afectivo tienda a incrementarse desde lo sentimental a lo pasional.
Tercera observación.
Dado lo anterior, se comprende que cuando los políticos se convierten en protagonistas mediáticos, como si fueran divos o futbolistas, los ciudadanos, que no podemos permanecer aislados de la comunicación ni imperturbables ante los afectos, pasemos de las emociones a las pasiones políticas, lo que conlleva que las personas pierdan el control de la conducta, convirtiéndose en bárbaros, y los grupos promuevan la algarabía y la barahúnda, convirtiéndose en hordas salvajes.
Moraleja.
Si sumamos los términos anteriores, es decir, cuando en materia política se mezclan lo afectivo con lo efectivo, la gobernanza con lo emotivo, es fácil que de los sentimientos se pase a las emociones, y que estás muten en pasiones que activan los mayores desvaríos de la conducta humana individual y colectiva.
Luego si queremos que la cosa pública, la política en su recto sentido, mejore en efectividad y merme en afectividad, debemos exigir a los políticos que se ocupen de la política, no de su propio protagonismo.
Y nosotros, los ciudadanos gobernados, que no podemos evitar sentirnos afectados, e incluso emocionados, deberíamos intentar al menos no perder nuestro propio gobierno por culpa de las pasiones políticas.
¡Qué difícil!, ¿verdad?
Totalmente de acuerdo, recomiendo al respecto la teoría de los partidos de Schumpeter.