John Mayall y la Travesía del Atlántico

Nietzsche escribió aquello, desde luego acertado a mi juicio, de que “la vida sin música sería un error”. Me temo que hoy, cuando la música va siendo transformada en pornografía y algoritmo, diríamos lo mismo, pero con respecto al dispositivo móvil. No obstante hubo un tiempo en si eras un pobre desgraciado que había nacido en el Delta del Misisipi, a la manera de los trágicos personajes de Faulkner, lo más a lo que podías aspirar es a poseer dos mulas o una guitarra muy rudimentaria con la que lamentarte contigo mismo -y no sin cierta ironía- de lo dura que es la vida. Entonces, casi todos los temas de blues empezaban con un I wake up this morning / my baby was gone, y hay que imaginarse esa situación de abandono amoroso y de toda índole con el tipo tocando en un pobre jergón bajo un calor del demonio (eso, hoy, no nos hace falta imaginarlo). Pues bien, esas tonadas de ex-esclavos, esos lamentos irónicos, terminaron por constituir el origen de todos los estilos característicos del sonido del s. XX, o dicho con otras palabras: lo que llamamos, impropiamente, música clásica, un auténtico Goliat de la cultura europea, fue derrotada por el David del blues, esa rueda de rasgueos cuatro por cuatro en escala pentatónica que a Stravinsky le hubieran parecido juegos melódicos muy básicos propios de gente sin verdadera formación musical.

Sin embargo, creo que es por eso precisamente que el impacto del blues y todas sus variantes posteriores ha sido tan brutal. Eso sonaba completamente distinto, incluso para compositores norteamericanos contemporáneos al blues como Charles Ives o Aaron Copland. Ayer murió John Mayall, que fue el primero de los británicos a los que conquistó el blues, tan tarde, relativamente hablando, como en los primeros sesenta. Y así, tomándose tan en serio el blues como para terminar emigrando a California (eso que los filósofos de los noventa denominaron “la Travesía del Atlántico”; Henry James es el único genio que yo conozca que hizo el camino en el sentido contrario), ha elaborado toda una carrera musical sin apearse del burro, puesto que todavía hoy, más de un siglo después, el blues tiene numerosísimos adeptos y es reconocido como la madre del cordero de la música popular. ¿Qué otra cosa son, si no, los Rolling Stones, sino otros británicos que, siguiendo la estela de John Mayall, construyeron su trayectoria sobre el blues rock y el rthyhm and blues del Sur usamericano? Pero es que el fenómeno sigue perfectamente vivo, si bien ya no es tanto la masa madre de las cosas que se hacen hoy para arrullar al personal. Cuando yo estaba en la facultad, en esos citados años noventa, amigos procedentes del norte estaban obsesionados, no sólo con el propio Mayall -nos hartábamos a escuchar Room to move, entre muchas otras-, sino también otros grupos bluseros de antaño como Ten years after o Canned heat. Y os puedo jurar que los escuchábamos como si los discos se hubieran grabado anteayer, en tal medida que todos los martes acudíamos a sótano enladrillado de la Coquette Blues Bar en el centro de Madrid para tomar una copa, fumar como Michel Houllebeq y seguir las serpientes vertiginosas de armónica del último chalado blusero (y no me queda otra que recordar ahora a los Blues Traveller, que siguen en activo pariendo blues originalísimos y con un uso de la armónica que roza la sublimidad) que el garito había contratado -hasta a mi propio padre, que era más de Neil Diamond, probó una noche allí…

Con no poca mala baba, Jorge Martínez de Los Ilegales cantaba aquí en España ya a fines de los ochenta aquello de “Suena en los clubs un blues secreto / deja de joder la música a los negros”. Pues bien, a eso se dedicó Mayall toda su vida, a apropiarse genialmente de la música que genialmente habían inventado los negros. Como en el más allá no tengan clubes de blues yo me paso al nórdico Valhalla, que he oído que corre la cerveza como ríos de miel y leche…

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