La enfermedad y los médicos
La enfermedad ha acompañado a la humanidad desde siempre aunque los humanos tendemos a experimentar el sentirnos sanos como nuestro estado natural. En el mundo primitivo cuando la enfermedad irrumpe (sobre todo si no se sabe su causa) siempre se vive como algo extraño, como algo que viene de fuera e inunda por sorpresa en el individuo. Esto, inevitablemente tiende a suscitar preguntas sobre todo relacionadas con los porqués: ¿por qué a mí? ¿quién la ha mandado?, ¿se quedará?, ¿se retirará?, ¿qué puedo hacer? Genera miedo, desesperación, esperanza, maldiciones… Se la trata de buscar un sentido. Lleva, generalmente, a imaginar y a invocar a poderes sobrenaturales o a preguntarse si se ha tenido alguna culpa en su aparición. La enfermedad va ligada en los comienzos al sentimiento religioso. Pero ¿cómo llegar a los dioses para rogarles la curación? Es ahí cuando aparece la figura del mediador, del sacerdote. La medicina comienza como teología, como culto, como rituales, como ceremonias mágicas que se hacen sobre la persona concreta a la que se le pide colaboración en forma de expiaciones, sacrificios o promesas.
Al principio la figura del médico y el sacerdote estaban unidas. Con el tiempo las dos figuras comenzaron a separarse y aparece la figura del médico que, a través de un largo proceso histórico, devuelve la enfermedad al mundo de los fenómenos naturales y a busca remedios en este mundo para tratar de curarla. El fenómeno anímico general llamado enfermedad se fragmenta en múltiples enfermedades particulares perfectamente clasificadas. La enfermedad ya no afecta a la persona en su integridad sino solo a sus órganos o a sus células. Así se llega a la medicina moderna que históricamente ha estado basada en tratar de curar la enfermedad cuando aparece o en intentar prevenirla y que ha tenido grandes éxitos en los últimos dos siglos. En este caso el paciente como persona generalmente adopta una postura pasiva, no sabe muy bien qué hacer, salvo seguir las órdenes y consejos de los médicos para curarse. Lo que quizá genera un vacío que intentan ocupar las medicinas alternativas, en general ineficaces, pero que involucran a la persona y sus “energías naturales” en la curación evocando antiguas actitudes. Quizá solo el médico de familia intenta mantener a duras penas una visión integradora del enfermo incluyendo sus contextos biográficos, psicológicos y sociales.
Los sistemas sanitarios, históricamente, han estado basados en la enfermedad porque hasta hace muy poco la mayoría de las terapias no eran eficaces y la enfermedad formaba parte ineludible del destino de cada persona, incluso en edades muy jóvenes. La enfermedades infecciosas todavía muy presentes en muchos países eran muy frecuentes y, a menudo, mortales. Con los antibióticos y el desarrollo de la medicina moderna todo esto cambió y poco a poco, en las sociedades prósperas, se ha ido creando la expectativa de que un buen sistema sanitario puede prevenir o curar casi todo. Y la muerte casi no quiere mirarse…
La salud como expectativa y como paradoja
Según la definición de salud de la OMS de 1946 la salud sería “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades“. Algo que podría plantearse como un derecho humano que deberían garantizar los estados a través de sus sistemas sanitarios. El modelo de factores de riesgo utilizado en epidemiología tiene también virtualidades políticas y personales. Todo podría ser prevenible y el tópico “más vale prevenir que curar” parece de una evidencia irrebatible. La declaración de Alma-Ata de 1978 y la campaña “Salud para todos en el año 2000” sería muy influyente en el diseño de algunos sistemas sanitarios públicos como el español, a través de la Ley General de Sanidad de 1986. Teóricamente un sistema nacional “de salud” no solo de lucha contra la enfermedad.
Es evidente que, a nivel de salud pública, las condiciones socioeconómicas y lo que conllevan de condiciones de saneamiento, alimentación y trabajo, influyen mucho: por ejemplo, la esperanza de vida entre países más o menos de desarrollados es más de 30 años actualmente entre el primero y el último. Igualmente en España la esperanza de vida es menor en las zonas más desfavorecidas tanto en hombres (3,8 años) como en mujeres (3,2 años). Otra cosa son los intentos de prevención a nivel individual en países desarrollados donde la palabra salud ha sido asumida como un sinónimo de felicidad y juventud, lo que ha permitido que se convierta en un referente positivo indiscutible para legitimar hábitos y conductas. Cualquier alimento trata de venderse como “saludable”, el ejercicio se ha convertido en una actividad casi obligatoria y los libros de autoyuda aconsejando formas de vivir que aseguren la “salud mental” inundan las librerías. Pero a pesar de ello la obesidad se ha convertido en una epidemia en occidente, a la vez que la industria alimentaria promete vender productos saludables y que los medicamentos de moda son los GLP1 que pretenden tratarla con éxito. Por otro lado la salud mental parece cada vez más amenazada y el consumo de psicofármacos se dispara a la vez que todo el mundo va al psicólogo.
Y es que esa definición de salud tan utópica puede dar lugar a riesgos inesperados que, de hecho, parecen estar produciéndose. Una excesiva medicalización de la vida, con controles “de salud” desde el nacimiento y, a veces, etiquetas de enfermedad que podrían ser cuestionables (“sobre diagnóstico”: por ejemplo un factor de riesgo no es una enfermedad), intervenciones diagnósticas o terapéuticas que podrían suponer iatrogenia sin ser necesarias. Por ejemplo, medicaciones “preventivas” en sujetos todavía sanos sin la suficiente evidencia a largo plazo, donde pueden surgir efectos secundarios que no justifiquen su uso. Igualmente el concepto de “educación sanitaria” y de “estilo de vida saludable” pueden encubrir intentos de manipulación o de negocio y de limitación de la libertad humana. Hay muchas maneras de vivir bien, muchos factores, (la mayoría desconocidos) que están implicados en la salud de los individuos y la vida es limitada y esencialmente frágil y azarosa, aunque podamos beneficiarnos del conocimiento acumulado históricamente para intentar vivir más y mejor. El resultado de todo esto también ha sido un aumento imparable de la demanda de servicios sanitarios (y por tanto del gasto sanitario) y quizá paradójicamente un aumento del miedo a enfermar y de la insatisfacción por los resultados cuando se enferma, sobre todo de enfermedades crónicas que van apareciendo con la edad y limitan ineludiblemente la vida que nos gustaría llevar.
Y es que a pesar de los avances de la medicina y las expectativas de salud (que evidentemente han aumentado en el mundo desarrollado) la existencia de los seres humanos sigue siendo esencialmente conflictiva. Es difícil obviar ese análisis de Freud en “El malestar en la cultura” donde recuerda que aparecemos en un mundo hostil, con conciencia del dolor y de la muerte y muchos problemas de relaciones con los otros en cualquier grupo o sociedad a la que pertenezcamos. Eso plantea en una biografía, sobre todo si es larga, retos existenciales que no se pueden abordar solo desde la medicina pero que llaman cada día a la puerta de los médicos. Vivir es siempre un proceso proceloso donde cada persona en su contexto cultural tiene que conquistar recursos para sobrevivir a los acontecimientos que le vayan sucediendo, siempre en una realidad incierta en la que hay que atreverse a caminar, aunque a veces nos desborde. Porque, por otro lado “Una vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir”, según dejó dicho Jung.
Los médicos y la realidad de su práctica
“Lo esencial de la medicina sigue siendo la observación inteligente de la enfermedad y de la historia natural del ser humano” decía Gregorio Marañón. Pero con la medicina moderna, tan tecnificada la “capacidad de curar” (algo que precisa la creencia en un paradigma desde el que se cura, una legitimación del grupo social y la confianza del enfermo concreto que pida ser curado) parece haber pasado del médico a las máquinas. Observar y ver evolucionar después de una correcta historia clínica y exploración física, cosa que sigue siendo en muchos casos la actitud clínica más correcta, es cada vez más difícil de aplicar en la práctica frente a la demanda social de pruebas diagnósticas y la tentación de la medicina defensiva. La utilización de los magníficos recursos diagnósticos actuales son sumamente útiles cuando están justificados por la clínica del paciente pero no siempre su utilización máxima es lo optimo, sobre todo para procesos que se saben autolimitados o cuyo abordaje no va a cambiar significativamente por los resultados. Sin embargo es frecuente utilizarlos sistemáticamente atendiendo a protocolos que están hechos para ser personalizados. Como la población anciana con polipatologías ha aumentado mucho, la capacidad de autocuidados parece haber disminuido y un porcentaje de la población acude al médico por cuestiones cada vez más leves (porque el coste directo es cero) el resultado es un aumento exponencial de las listas de espera que perjudica sobre todo a los enfermos más graves y también genera un riesgo de iatrogenia, sobre todo si los procedimientos son invasivos. Eso hace que la gestión diaria de una consulta médica incluya frecuentes dilemas éticos sobre la utilización de estos recursos en un contexto, a menudo masificado de la medicina extrahospitalaria, que limita el tiempo necesario para la atención adecuada, en medio de una gran incertidumbre y de presiones de todo tipo que hay que resolver sobre la marcha.
En el medio hospitalario, sobre todo en algunas especialidades, también la presión es máxima. En las guardias de madrugada con todo el mundo muy cansado, en un quirófano donde se juntan cirujanos de varias especialidades, tienen que tomar decisiones con profundas implicaciones éticas en muy poco tiempo con enfermos muy graves. Igual en las UCIs, en los servicios de oncología o en cualquier servicio hospitalario. Se pueden salvar muchas vidas pero también late el riesgo de encarnizamiento terapéutico y la reflexión sobre ética médica en las sesiones clínicas de los servicios hospitalarios o en los médicos en formación no creo (es una opinión personal) que sea algo frecuente y prioritario a pesar de los retos monumentales que se plantean cada día. Es muy interesante leer el libro de memorias del neurocirujano Henry Marsh, “Ante todo no hagas daño” para reflexionar sobre la complejidad del ejercicio de la medicina moderna y los problemas éticos que puede plantear. Lo que también pone de manifiesto la importancia de formación humanística en la medicina y el que haya recursos humanos suficientes para atender adecuadamente a los pacientes, cosa cada vez mas comprometida en la medicina pública española. Este artículo de Rafael Matesanz reflexiona sobre algunos cambios que podrían ser, necesarios para reactivar el sistema sanitario.
Con relativa frecuencia esta sobrecarga afecta a la salud mental del médico y le produce el llamado “Síndrome de Burnout” que, en principio, tiene las características de un trastorno adaptativo con agotamiento emocional, despersonalización y sensación de baja realización personal en el trabajo. Se han hecho muchos estudios que dan resultados significativos sobre todo en algunas especialidades y en algunos puestos de trabajo en concreto aunque también hay muchos factores personales y formativos implicados. Aunque también tiene que ver la especificidad del trabajo de médico siempre muy cerca del dolor y de la muerte y con la necesidad de manejar todo eso cotidianamente y en entornos muy estresantes que, a veces no responden a sus expectativas profesionales. También paradójicamente los que curan no tiene fácil, por diversos motivos, buscar ayuda y en los lugares de trabajo no suele haber foros para elaborar las emociones que se producen, integrarlas psicológica y culturalmente y darles un sentido que mejore la practica clínica. Y un médico sereno y lúcido es esencial para abordar los dilemas que se le presentan cada día.
La evolución de la relación médico y sus dificultades
La expresión paciente viene del latín (patĭens, -entis, part. act. de pati, padecer, sufrir) y en su acepción médica (según el DRAE) se refiere a la persona que padece física y corporalmente, y especialmente quien se halla bajo atención médica. Otra acepción se refiere a la persona que es o va a ser reconocida médicamente Es decir un paciente es quien sufre por una enfermedad y es atendido por un médico. Paciente y médico son dos palabras ligadas por una relación que ha ido transformándose históricamente y que ha sufrido cambios muy importantes en el mundo occidental en los últimos tiempos. A lo largo de la historia se ha considerado, en general, que el paciente estaba incapacitado desde el punto de vista biológico y moral, porque la enfermedad le ponía en una situación de sufrimiento e invalidez, de dependencia y en definitiva de infantilización que le afectaban a su voluntad y juicio moral. Así como el niño tiene que confiar en su padre el paciente había de confiar en el médico que podría decidir en su lugar lo que considera mejor para su salud basándose en las premisas de benevolencia, beneficencia y confidencia. El paciente por su parte tenía que comportarse como un buen enfermo, sumiso, confiado y respetuoso.
Desde el siglo XVIII comienza a producirse la rebelión de sujeto, que tendrá importantes repercusiones sociales y clínicas. En lo social, el movimiento obrero lucha por superar las diferencias entre ricos y pobres surgidas de la revolución industrial y logra forzar que los trabajadores tengan acceso a sistemas colectivos de asistencia sanitaria de carácter público. En lo clínico, lentamente a lo largo de un siglo el paciente va ganado reconocimiento como sujeto personal que quiere ser escuchado y comprendido en su condición de sujeto biográfico. En este aspecto clínico la patología positivista que pretendía reducir al enfermo a puro “objeto natural” se vio invadida por la práctica diaria que evidenciaba los múltiples elementos subjetivos y personales que influían e incluso determinaban la aparición y las características de cada caso clínico.
El año 1973 puede tomarse como símbolo de la “rebelión de los pacientes”. La Asociación Americana de Hospitales aprobó en ese año la Carta de Derechos del Paciente que supone el reconocimiento oficial del derecho del enfermo a recibir una completa información sobre su situación clínica y a decidir entre las opciones posibles, como adulto autónomo y libre que es. La aparición de este documento coincidió con avances en las técnicas sanitarias (trasplantes, diálisis, UCIs, etc.) destinadas a pacientes muy graves y de las cuales dependía su supervivencia a menudo en condiciones muy precarias. La necesidad de articular la toma de decisiones en estos casos hizo perentorio incluir a los interesados de forma activa. Así el enfermo deja de ser un paciente pasivo para convertirse en un agente activo. Deja de ser un niño dependiente y asume su condición de adulto responsable que salvo en casos excepcionales tiene que tomar decisiones que afectan a su propio cuerpo. Como consecuencia de esto se ha estandarizado la firma de un “Consentimiento informado” antes de la realización de algunas intervenciones diagnósticas o terapéuticas y también el “Testamento vital” donde cualquier ciudadano puede poner por escrito anticipadamente cual es su voluntad en el supuesto que no pueda intervenir en la gestión de sus cuidados en el futuro.
Sin embargo la realidad es a menudo muy compleja y no es tan fácil para los médicos establecer una relación horizontal en enfermedades graves donde el paciente se encuentra muy mermado en sus facultades y, a menudo, con su emocionalidad muy perturbada. ¿Qué hay que explicarle si pregunta sobre la enfermedad que tiene y su pronóstico?, ¿hasta donde puede comprender el riesgo-beneficio de los tratamientos?, ¿cómo asesorarle sobre cual es el que parece preferible? Hay que tener en cuenta que hasta no hace mucho tiempo no se le decía al paciente la verdad sobre la gravedad de su estado (“La enfermedad y sus metáforas” de Susan Sontag contribuyó a abrir el debate). Pero lo contrario quizá tampoco es la actitud mas adecuada (como dar simplemente un “consentimiento” para firmar sin que pueda comprenderlo bien) porque mucha gente no puede soportarlo. Actualmente se maneja el concepto de “verdad soportable” y de tratar de que el paciente se implique lo más que pueda en función de su estado y también de sus preferencias aunque, a veces, algunos pacientes prefieren no intervenir en las decisiones. Como puede suponerse intervenir cada día en situaciones como éstas requiere que los profesionales desarrollen una sabiduría a partir de una base ética e intentar ponerla en práctica a través del establecimiento de un buena relación medico paciente, algo que sigue siendo esencial en el arte de la medicina.
De los finales y los principios
Directamente relacionado con lo anterior es la situación a la que se enfrentan las personas al final de sus vidas. No solo la conciencia de la inevitabilidad de la muerte sino el proceso de deterioro hasta que eso se produce. Los avances de la medicina han posibilitado también que, a veces, la existencia se alargue demasiado y en muy malas condiciones. La visita a cualquier residencia de ancianos hace recordar la descripción de las miserias de la vejez que describe George Steiner en el pequeño ensayo “Amiga muerte” contenido en su libro “Fragmentos”:
“La vista y el oído se debilitan. La orina chorrea. Las extremidades se vuelven rígidas y duelen. Las dentaduras se tambalean en bocas malolientes y salivantes. Incluso con la lamentable seguridad de un bastón o de un andador, las escaleras se convierten en el enemigo. Las noches se vuelven huecas por la incontinencia y por las vejigas estériles. Pero las debilidades del cuerpo no son nada comparadas con la devastación de la mente. No solo bajo la lenta abrasión de la demencia o el alzhéimer; también en la normalidad la mente se tambalea. La fecha precisa, el nombre o la referencia se desliza del exasperado alcance. La palabra o el número preciso se desvanece en la neblina. El lapso, el foco de atención, el vigor de la concentración se vuelve débil, enfermizo, ineficaz. Los viejos se repiten sin darse cuenta. Sus horas se vuelven cada vez más rancias. Es como si el olor a orines, a excremento, a sudor bajo el sobaco, a las encías que se pudren, infectara la conciencia misma. Los animales parecen percibir ese olor rancio.
(…) “No elegimos nuestro nacimiento. Pero podemos reclamar la autonomía de nuestro ser, de nuestra «autoposesión» —un término definitivo— al elegir la manera y el momento de nuestra muerte. ”
La atención a los ancianos ha hecho nacer una especialidad médica (la geriatría) dentro de los hospitales pero los retos son, a menudo, monumentales y desalentadores los resultados respecto a la calidad de vida de los pacientes. Esto hace que la reivindicación de la Eutanasia sea una opción cada vez más mayoritaria en las sociedades desarrolladas en pugna con otros grupos sociales con sistemas de creencias que la impugnan de forma radical. Una tensión en la que se ven implicados los médicos como personas concretas (con sus propios sistemas de creencias) y como profesionales que tienen que poner en marcha el proceso.
Igualmente la despenalización o no del aborto sigue siendo una continua fuente de fricción en las sociedades modernas aunque cada vez con mas tolerancia en sociedades secularizadas donde el peso de la religión es menor. Donde es mayor se convierte en motivo de fricción política y también es algo que concierte y puede afectar mucho a los médicos. Aunque en un futuro, quizá no muy lejano, la ingeniería genética en los embriones, no para eliminar enfermedades sino para mejorar cualidades concretas ( como especula Harari en “Homo Deus“) puede generar nuevos desafíos éticos que no serán fáciles de afrontar para los medicos implicados.
La medicina del futuro y el retorno de los charlatanes
Es asombroso lo que ha avanzado la medicina científica en poco más de un siglo y es fascinante lo que puede avanzar en los próximos años. No nos damos cuenta lo que cambia la vida de la gente cuando se encuentra un tratamiento eficaz para una enfermedad que antes era mortal. Incluso se olvida la gravedad que, alguna vez, tuvo. Lo hemos vivido últimamente con el SIDA que ya no es lo que fue en los años ochenta o con la úlcera de estómago que era tan prevalente y, a veces grave, hace tan solo unas décadas. Quizá en un futuro no tan lejano la mayoría de las formas de cáncer puedan ser curadas sin pasar por el martirio de la quimioterapia o puedan limitarse o mejorarse los terribles malestares de la vejez.
A la vez la figura del médico quizá sufra una transformación o sea directamente sustituido por la inteligencia artificial en algunas ocasiones. No solo en la interpretación de imágenes sino también en la atención a los pacientes. Sobre esto también se especula en “Homo Deus” y es muy interesante imaginarlo no solo en su visión distópica. Cada vez más dispositivos pueden controlar un mayor número nuestras constantes biológicas y, a la vez, la red puede contener nuestro historial clínico más pormenorizado, así como multitud de datos relacionados con nuestro estilo de vida y nuestras emociones. Con todo eso la IA puede ofrecer una atención continua y personalizada con todos los requerimientos que puedan aumentar nuestra satisfacción como pacientes.
Hay muchos mundos en este mundo y a la vez cada uno de ellos, contienen de alguna manera, todos los que han existido en la historia. En estos momentos en cualquier gran urbe pueden convivir personas que se benefician de la modernidad mas sofisticada con otras que comparten las condiciones de vida de países del tercer mundo. Pero también dentro cada una de ellas conviven un pensamiento racional y científico con las supersticiones más antiguas siempre alentadas por el miedo a la incertidumbre de la vida, al dolor y a la muerte. Vivimos actualmente un momento en el que la ciencia (ligada a la búsqueda de la verdad y a la existencia de hechos) está muy cuestionada tanto por la filosofía postmoderna como por los nuevos populismos que impugnan la ciencia institucional y apelan a confiar solo en lo que ven los propios ojos o reclaman la confianza acrítica en viejas creencias basadas en la revelación divina o el misticismo. El resultado son movimientos, como los que hemos visto en epidemia de COVID, contra la vacunas o apelando a delirantes remedios incluso desde posiciones de poder. La historia de la medicina contiene todos estos tránsitos también con sus muchos errores de los que debemos aprender para intentar no repetirlos. Por eso conviene recordar la importancia de valorar el “método científico” y lo que supone comprender el experimento “doble ciego” que tanto ha aportado a la medicina. Richards Dawkins piensa que también mejoraría las herramientas cognitivas de todos los humanos y nuestra capacidad para no caer en supersticiones peligrosas y ser manipulados por los nuevos charlatanes que a veces venden sus productos utilizando todo tipo de argumentos pseudocientificos. También a tener la actitud realista hacia lo que la medicina puede ofrecer. Quizá esa pedagogía también entre dentro de la ética médica, tradicionalmente recogida en el Juramento Hipocrático y en España en el Código de deontología médica.
Este texto ha sido escrito a partir de la conferencia impartida en el seminario de “Éticas aplicadas”organizado por NIAIA (Formación e investigación de Problemas morales)