El retrato de Inocencio X: Troppo vero!

Retrato del Papa Inocencio X. Diego Velazquez

Solo nos quedaba un día completo de estar en Roma y habíamos acordado tomárnoslo con calma. Nada de obligaciones de ir a determinados sitios que había que ver o no habíamos visto, ni de andar demasiado porque, después de seis días recorriendo la ciudad, estábamos ya con los pies un poco doloridos. Habíamos recorrido la zona del Coliseo y del Foro Romano, los Jardines de villa Borghese, la Plaza Navona y la de España, la Fontana de Trevi, las calles del Trastevere y el mercadillo de la Plaza di Fuori, incluso habíamos ido al Tivoli para visitar la villa Adriana.  Éste tenía que ser más bien un día de relax. Así que desayunamos en D´Angelo, ese café estupendo con camareros tan amables donde ya habíamos recalado otras veces, y pensamos en deslizarnos por el centro, paseando sus calles sin buscar nada especial, contemplando cosas ya vistas, husmeando algunos regalos en tiendas donde no habíamos reparado, pasando de nuevo por algunos de los magníficos monumentos del  centro como para despedirnos de ellos, con esa melancolía del final de los viajes en los que nunca se está seguro de si se va a volver. El Panteón de Agripa estaba atestado de turistas, iluminado por un sol tibio que acababa de colarse entre las nubes y la lluvia, sólido y bello a pesar de sus 2000 años de antigüedad y de todo lo que había ocurrido en ese tiempo en esta ciudad. Recordé entonces el retrato de Inocencio X de Velazquez un cuadro que quería ver antes de irme y pregunté si el Palacio Doria quedaba muy lejos. Por suerte la Vía Corso estaba bastante cerca y llegar hasta allí no perturbaba demasiado el plan del día.

Estancia del Palacio Doria-Pamphili

El Palacio Doria-Pamphili data del siglo XV y pertenece a la misma familia (que incluye al almirante Andrea Doria y al papa Inocencio X) desde entonces, lo que significa que el retrato que realizó Velazquez en 1650 nunca ha salido de allí, salvo para una exposición en el Museo del Prado entre enero y febrero de  1996. Por suerte había entradas y poca gente aunque tuvimos que esperar un poco, cosa muy agradable porque en la entrada hay un claustro con un amplio jardín en el centro y un bar muy cómodo en una de sus galerías, perfecto para conversar y para leer, por ejemplo, lo que Stendhal escribió en sus “Paseos por Roma” de su visita a este lugar el 24 de Agosto de 1827:

“A los cinco minutos, estábamos en el Palacio Doria, en el Corso, donde vimos el Claudio de Lorena más hermoso que existe en el continente (es el Molino); un cuadro de Garofalo, el Puente Lucano en el camino de Tívoli, y otros muchos paisajes de Gaspar Duguet Poussin, llamado el Guaspre; el retrato de Maquiavelo por Andrea de Sarto; seis paisajes semicirculares de Aníbal Carracci, que ha representado en ellos las épocas más importantes de la vida de la Virgen: la Huida a Egipto, la Visitación, el Nacimiento de Jesús, la Asunción, etc.; el retrato de Inocencio X, de Velázquez, que parece singular entre tan bellas cosas, y una gran Madonna de Sassoferrato. Estábamos cansados de admirar. […]”

El palacio, de estilo barroco, es realmente grandioso con una galería de espejos que recuerda a Versalles y múltiples estancias con techos muy altos pintados con frescos magníficos y las paredes atestadas de cuadros, no demasiado bien iluminados, en los que era difícil distinguir el nombre de los autores y , por tanto, muy fácil no reconocer algunas obras maestras si no se tenía muy bien preparada la visita. Por suerte eso no ocurre con el  “Retrato doble de Andrea Navagero y Agostino Beazzano” de Rafael ni con el “Retrato de Inocencio X” que está milagrosamente expuesto en una estancia muy pequeña, casi íntima,  al lado de la escultura que también le hizo Bernini.

Lo primero sus ojos penetrantes que te siguen al moverte, como si desconfiaran en ti, como si trataran de interrogarte o mantenerte a distancia. Luego la mueca de sus labios fruncidos que tratan de mostrar autoridad pero denotan inquietud, la del que no se sabe seguro, quizá porque ha vislumbrado que detrás de ese  trono que ocupa ningún poder verdadero le inspira o le protege del todo y siente los golpes, las presiones, la incertidumbre, el peso de una púrpura que, a esas alturas, ya debe estar agobiándole demasiado.  Quizá por eso el rostro que quiere aparentar seguridad se adivina descompuesto, a la defensiva, sin parar de mirarnos pero a la vez perdido en otros sitios probablemente nada tranquilizadores.

El hombre que había nacido en la buena cuna de la familia Pamphili en 1554, tataranieto de Juan Borgia y que ya tenia 76 años en el verano de 1650 (le quedaban cinco para morir) cuando lo pintó Velazquez había pasado la mayoría de su vida adulta involucrado con los Habsburgo en la guerra de los treinta años y luego, ya Papa, combatiendo los resultados de la Paz de Wesfalia y a su enemigo Mazarino al que arrebató el papado para suceder a Urbano VIII en el cónclave de 1648. Es muy interesante mirar su rostro lleno de las cicatrices de muchas decisiones e imaginarlo elucubrar sobre el libre albedrío en la visión de los Jansenistas a los que condenó en 1653 con la bula Cum Ocasione. ¿Era o no libre en las decisiones que tomaba? ¿sería verdad que como afirmaba Jansenio solo los que tuvieran la gracia eficaz, otorgada directamente por Dios, podían hacer el bien y, por tanto, estaban predestinados a salvarse porque no podían pecar? ¿se salvaría él tras esa muerte que cada vez veía más próxima? ¿se creía su propia doctrina después de haber vivido tanto y vislumbrado lo que se esconde tras los muros del Vaticano? Quizá tenía conversaciones sobre esto con su cuñada Olimpia Maidalchini que parece que se convirtió en su consejera hasta su muerte.

“Estudio del retrato de Inocencio X de Velazquez” de Francis Bacon

“¿Tropoo vero!” le dijo a Velazquez al ver el retrato, asustado de verse ante el espejo en que lo contemplaría la historia. Parece que el Papa posó para él en agosto de 1650, en varias ocasiones, pero no he localizado en cuantas ni durante cuanto tiempo. Pero no había fotografía y es asombrosa la capacidad que tuvo de captar las emociones que creía que traslucía su semblante. Todo sobre un fondo de rojos y de diagonales, desde el perfil derecho, dejando que el personaje se aproxime un poco hacia nosotros, como si en cualquier momento se fuera a levantar. Quizá fue esa tensión del hombre atrapado en la silla de su personaje la que inspiró a Francis Bacon su “Estudio del retrato de Inocencio X de Velazquez“. El sillón que contiene a una fiera que enseña sus colmillos y es un peligro para la libertad humana a la que la religión ha causado tantos desmanes pero también la desesperación de toda existencia ante la realidad del mundo hostil y la conciencia del dolor y de la muerte. Lo que quizá no atempera del todo la religión pero tampoco la cultura, el éxito o el dinero, como le ocurrió a Bacon o a Lucien Freud. Quizá por eso lo pintó tantas veces tratando de encontrar un venganza o un secreto.

El bar de la terraza del monumento a Victor Manuel II era un buen lugar para despedirse de Roma. La vista era magnífica iluminada por un Gin Tonic y una conversación interesante. Mirando la cúpula del Vaticano volví a recordar a Inocencio X y a las ansiedades que trasmitía su rostro. La vejez en aquellas estancias que fácilmente multiplicarían la soledad y el eco de los abismos que intuía que lo acechaban. Lo amable que, sin embargo, parecía la vida desde allí arriba, justo en ese instante, un poco lejos de todo.

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