Se había quedado solo al final de la tarde. Su mujer se había ido con su hija y sus nietos que habían estado antes a verlo, metiendo mucho ruido, ensimismados en pantallas parpadeantes, en caprichos inútiles y atiborrándose de chucherias peligrosas que no los llevarían a ninguna parte. Pensó en su infancia, en la emoción de aquellos partidos de futbol en la plazuela, con una pelota verde del “gorila”, entre dos bancos de madera y el olor de los calamares del bar de Cosme. Evocó la emoción intensa de marcar un gol, el tiempo que entonces pasaba tan lento, el guarda que llegaba por sorpresa y tenían que salir corriendo para luego volver, como después de un triunfo, a seguir jugando entre las hileras de rosales, que seguían deshojándose, hasta bien entrada la noche. También las carreras agónicas de esos juegos que se llamaban “el rescate” o “el pañuelo”, aquella goma que había que saltar y que subía cada vez más, la sorpresa de la aparición del deseo tras la mirada a un cuerpo que había transformado sutilmente sus proporciones aquel verano y causaba ya sensaciones desconocidas y perturbadoras al mirarlo.
Pensó con melancolía que ahora todo era virtual, falso. Esos niños, que casi no reconocía como sus nietos, se pasaban el día jugando a estúpidos videojuegos violentos o chapoteando tristemente en un parque de bolas de colores. No jugaban ya en la calles descubriendo la vida con otros chicos, se pasaban el día solos, cuidados por adultos ausentes, sin amigos auténticos a su alrededor, ni siquiera la familia más cercana. Ahora nadie jugaba en serio con ellos, nadie les leía buenos cuentos antes de dormir, quizá porque ya nadie leía de verdad, es decir en papel, subrayando con un lápiz rojo, como debía leerse, como siempre habían hecho los mejores, a los que realmente había que intentar imitar y no a los youtubers o a los instagramers, esa panda de gilipollas tan peligrosos, de nuevo confabulados para regenerar un sistema que nos oprimía a todos, siempre dispuesto a devorar las cabezas de la gente y a seguir convirtiendo a los pobres en perpetuos alienados, en gente sin conciencia, sin vida verdadera, sin futuro.

Se incorporó para mirar su librería y acarició algunos libros llenos de polvo que sin embargo olían a papel antiguo, a misterio, a lucha, y a una esperanza que venía de muy lejos y que, para él, no había perdido su esplendor, su anhelo de progreso y de alegría para toda la humanidad. Era consciente que olvidaba lo que leía, incluso lo que le había gustado mucho, así que había organizado los libros de una forma que dieran pistas inmediatas para poder encontrarlos, como quien guarda a buen seguro una llave de su memoria dejando huellas reconocibles, como migas de pan, solo para el que sabe descubrirlas. Ahora volvía a menudo a “Hacia la estación de Finlandia” o a Dickens, como buscando el fuego primordial que descubrió en su infancia y que seguía dando sentido a todo lo que había intentado hacer en la vida.
Sin embargo cada vez olvidaba mas palabras o, con frecuencia, recordaba ideas vagas que, en un primer momento, no sabía de quien venían ni, por supuesto, donde las había leído. Le había gustado hablar con propiedad (“aunque ya no tenía casi con quien”, pensó con tristeza), tener referencias claras, nutrirse siempre de los mejores y saber que podía volver a ellos porque estaban siempre ahí, en los estantes de madera, esperándolo, aunque sintiera que en algunos momentos le faltaba fuerza para argumentar la cosas que oía decir por ahí, porque no recordaba el nombre de un filósofo al que le estaba viendo la cara o el de un escritor del que sabía cualquier extraño avatar de su vida. Le ocurría lo mismo con el cine. Podía recordar una secuencia entera pero haber olvidado el nombre de la película, saber el momento de un beso memorable pero no recordar el nombre de la actriz que persistía en permanecer en “la punta de su lengua”. Sus hijos habían querido comprarle uno de esos teléfonos inteligentes que ahora llevaba todo el mundo pero él se había negado en redondo porque detestaba la tecnología, otra de las grandes argucias del capitalismo para perpetuarse y tener controlados y desinformados a todo el mundo, expropiándolos de la posibilidad de una vida sencilla y auténtica. Mantenía orgulloso el teléfono de siempre con las teclas grandes, sin pantalla, con el sonido clásico de timbre. Siguió recorriendo la librería y enredándose en unos pensamientos cada vez mas oscuros mientras comenzaba a notar una leve flojedad en todo el cuerpo, cierta sensación de calor que se convirtió pronto en un sudor muy profuso con una progresiva inestabilidad que le hizo intentar agarrarse a una marioneta que compró en Praga en aquella tienda tan bonita cerca del puente Carlos cuando fueron de viaje de novios. Después ya no escuchó su propio ruido al caer al suelo y el chasquido que brotó de su pecho y que, luego, se repitió dos veces más.

Cuando se despertó estaba tumbado en el suelo y la casa bullía llena de gente. Miró su pecho desnudo lleno de cables y giró la cabeza a un lado y a otro como para intentar espabilarse y saber donde estaba, pero su mirada solo encontró un bosque de piernas con franjas amarillas que se movían, por todos lados, a su alrededor. Su sillón estaba ocupado por una maleta roja abierta y la mesa camilla la habían retirado al fondo del salón para poner encima los aparatos clínicos. Escuchaba murmullos lejanos que se fueron acercando poco a poco, haciéndose las voces más nítidas. “Satura a noventa y seis y la tensión y el pulso están estables“. Cerró los ojos y de pronto alguien le dio dos bofetadas y lo sacudió con energía: “Vamos, despierte …” Abrió los ojos con mucha dificultad como si le costará emerger de un mar muy profundo y encontró el rostro de una chica muy joven que le sonreía y volvía a zarandearlo con fuerza.
-“Ha tenido suerte, menos mal que llevaba usted un DAI. Lo ha salvado la tecnología … y también que su nieto volviera a casa y nos llamara tan rápido por teléfono”.
Entonces se dio cuenta de que alguien le estrechaba su mano derecha y vio al chico mirándole, muy fijamente, con los ojos llenos de lágrimas. Su teléfono móvil estaba en el suelo, a su lado, y de vez en cuando parpadeaba emitiendo pequeños sonidos que, le parecieron dulces. Como música celestial.
Sigue así chaval. Los cuentos clínicos de un médico son emociones universales…