El mono despierto

"Extracción de la piedra de la locura", El Bosco

En etología humana, cuando un mismo comportamiento se encuentra en todas las sociedades del mundo y épocas de la historia, se sospecha que se trata de un universal, es decir, de un rasgo que, si no depende de la cultura, tiene que ser parte del bagaje filogenético de nuestra especie. Impulsos, instintos, comportamientos programados por la naturaleza. Y esta naturaleza se llama evolución, el resultado de una selección (que por ello se etiqueta de «natural») que aumenta la frecuencia de los caracteres que favorecen el éxito reproductivo de un individuo o de un grupo, y disminuye la frecuencia de los que, por el contrario, lo reducen. El algoritmo selectivo es ciego, no tiene objetivo ni dirección, y su criterio es sencillo: lo que incrementa el número de hijos se aprueba, lo que lo disminuye se descarta, y lo que no afecta, sencillamente, no se valora. Un algoritmo ciego que, de todas formas, tiene sus vínculos, porque estos rasgos, ya sean genéticos, bioquímicos, anatómicos o comportamentales, no van sueltos, sino que se asocian, se correlacionan y se influyen entre sí, impulsando un proceso de criba que al final no es muy lineal o predecible, y a menudo conlleva sorpresas y efectos secundarios. 

Si consideramos las cualidades más destacables de nuestra especie, hay al menos dos que llaman la atención: que somos monos inteligentes y tristes. El primer aspecto se refiere a una cualidad escurridiza y algo borrosa, porque no tenemos definiciones ciertas acerca de esta supuesta inteligencia. La psicometría la reduce a la habilidad general para resolver problemas, dado que, con una circularidad manifiesta, sus únicas herramientas para medirla son tests que consisten en resolver problemas. Pero esta interpretación general es controvertida, deja fuera muchos elementos importantes como la creatividad o la sabiduría, y nos coloca en una posición peligrosa como competidores de nuestras máquinas, excelentes fuentes de respuestas, pero que todavía no han entendido el porqué ni el cómo los humanos nos planteamos las preguntas. Además, y sobre todo, la inteligencia no garantiza lo que es más importante para el individuo: la felicidad, el bienestar. Y de ahí nuestra segunda característica: esa cierta tristeza que parece constituir una esencia profunda de nuestra especie. 

Budistas, estoicos, existencialistas… todas las culturas han descrito este sufrimiento ontológico de Homo sapiens: insatisfacción, deseos, miedo, rencor, expectativas, inquietud, malestar, desazón, afán, una sed y un desasosiego que nunca se pueden llegar a saciar. Tenemos una capacidad de proyección mental brutal, que es la base de nuestro poderoso éxito evolutivo. Manejamos imágenes y palabras offline, es decir, en un ambiente virtual donde los sentidos y la relación con lo físico y lo real no importan. Nos podemos ensimismar en pensamientos y emociones, y perdernos en rumiaciones interminables y en un vagabundeo mental imposible de parar. Somos tan buenos generando mundos que no existen o viajando entre el pasado que recordamos y el futuro que imaginamos que el superpoder, como suele ocurrir en toda epopeya que se respete, se nos escapa de las manos. Primero, este mundo virtual se hace tan enorme, tan bola, tan avalancha, que acaba achatando y aplastando la vida real, la que está de verdad ocurriendo en un dado momento. Segundo, la avalancha es imparable. Imágenes y palabras no piden permiso: entran a saco, cuando les da la gana, sin ningún tipo de control. En algunos casos, la avalancha pasa un umbral clínico, se precisa un diagnóstico, y hay que intervenir, porque la merma de la calidad de vida ya no es tolerable. Pero, en la mayoría de los casos, esta intrusión dañina y constante es aguantable. Nefasta, pero aguantable. Y eso genera dos problemas. El primero, el peor: no saber que tenemos un problema. Pensamos que esta es la condición «normal», en el sentido de la norma, además de «natural», y por ende nos resignamos, y nos dejamos batuquear por una tormenta de emociones y pensamientos que nos manipulan en función de reacciones automáticas, instintos naturales, heridas psicológicas, o expectativas sociales. Quien más y quien menos, todos padecemos esta merma en nuestra calidad de vida, esta condición de esclavos de un ego que, como protagonista ficticio de nuestra película, nos complica más o menos la existencia. El segundo problema es, precisamente, que en la mayoría de los casos todo eso se puede tolerar, se puede aguantar. Y entonces, uno aguanta. Hasta que un día, tarde o temprano, su vida se acaba, a veces con la deprimente sensación de no haberla aprovechado. O incluso, más bien, de haberla sufrido.

Y claro, si todo esto lo comparten cazadores-recolectores y pastores nómadas, faraones y empleados de oficina, huele a que tal vez el programa de sufrimiento tenga raíces profundas. Huele a selección natural. Puede que no sea sino un efecto secundario: la evolución prima el éxito reproductivo y no el bienestar del individuo. La máquina pensante tiene como inconveniente que siempre está encendida, lo que va quemando poco a poco el motor. O puede que se trate de algo más grave: tal vez ser simios emocionales, pasionales, obsesivos, insatisfechos y descontrolados también aumente nuestro potencial de reproducción, en cuyo caso la desazón existencial, la insatisfacción crónica, habrían sido desconsideradamente moldeadas por la mismísima evolución.

Sea como fuere, al reconocer que nuestra cabeza se mete continuamente donde no debe y cuando no la llaman, nos queda el dilema de decidir qué hacer con ello. La evolución no te va a echar una mano, todo lo contrario, y la sociedad puede aportar probablemente poco, y en plazos muy lentos. Es decir, si uno quiere rebajar la carga del programa natural, solamente puede hacerlo implicándose personalmente. Voluntad. Desarrollo personal. Comprometerse con una gimnasia de la mente que permita desarrollar la habilidad atencional, la capacidad de encender, apagar o modular la radio de la cabeza, remodelar sus prioridades, hackear, al menos en parte, el programa evolutivo. Para ver más allá del mundo virtual creado por este ego acaparador, hay que desarrollar habilidades que ni la evolución ni la sociedad han priorizado. Y hay que hurgar en conceptos y en principios que la evolución y la sociedad han procurado ocultar. Todas aquellas culturas que han desentrañado esta situación tan desequilibrada han llamado a esta práctica de higiene mental «meditación». Con nombres distintos, ejercicios complementarios y filosofías más o menos compatibles, todas han generado un corpus de teorías y métodos que, además, en los últimos cincuenta años han encontrado en la ciencia occidental un excelente interlocutor. Neurobiología y ciencias cognitivas se han sentado en el cojín de meditación, asesorados por las grandes tradiciones meditativas, y han empezado a medir funciones cerebrales, hormonas, parámetros fisiológicos, alteraciones génicas, efectos psicológicos, y una larga serie de correlatos que nos ayudan a entender los mecanismos de este entrenamiento cognitivo. Estamos acostumbrados a cuidar (o a defender la importancia de cuidar) la dieta, el ejercicio físico o la higiene corporal, pero dejamos el equilibrio mental al azar, al contexto, a los límites implícitos de nuestra naturaleza o en las despiadadas manos de nuestro sistema económico. Y quien siembra recoge. Una vida que se tambalea entre deseos y rechazos, miedos y anhelos, incertidumbres y obsesiones, esclavos de emociones y de pensamientos que no podemos controlar, ni entender. Agobiados entre las dudas y el apremio de tener que satisfacer los impulsos naturales (la dependencia del grupo social), las necesidades individuales (una misteriosa función emergente llamada consciencia) y los requerimientos de una desestructurada horda anónima (esa colectividad global que la evolución no había previsto, que nos está llevando a morir de éxito en un mundo superpoblado donde vivimos con millones de personas que no conocemos). El ego encierra a nuestro yo en una torre y, en lugar de ser su portavoz, se vuelve su amo.

En el libro La maldición del hombre mono (Editorial Crítica) intento considerar este sufrimiento tan característico del género humano en una clave evolutiva y evolucionista, buscando aquellos conceptos y aquellos factores que pueden están limitando la realización individual. Para superar los límites, primero hay que identificarlos. Es un libro donde se habla de homínidos, de antropología, de ecología humana, de atención y de imaginación, de cerebro y de cuerpo, de cómo la mente se extiende en la tecnología, de primates y de sus sociedades emocionales, de Darwin y de Buda, de mindfulness y de crecimiento personal, de la necesidad de aprender a observar, y de aprender a observarse. Desde el Cantar de Mio Cid hasta la Bhagavad Gita, la vida se relata como una batalla. Para el ser humano, la guerra parece ser analogía de la existencia misma. Cantar de gestas, cantar épico, honra y deshonra, estrategia para un ataque o para una defensa, búsqueda de equilibrio, incoherencia, lucha, las terribles expectativas de una sociedad cruelmente reactiva, a pesar de (o precisamente por) estar totalmente dormida. En el cantar del Cid, el héroe habla en un sueño con el arcángel San Gabriel. En el cantar del Señor (la Gita), Arjuna habla con Krishna. Guerreros en busca de consejos. La vida normal y cotidiana o, como la define Jon Kabat-Zinn, la catástrofe completa. ¿La alternativa? En la medida de lo posible, ser conscientes de ello y, tal como pretendemos hacer con la dieta, con la actividad física y con la higiene corporal, dedicarnos a cuidar, diariamente, también nuestro sistema cognitivo. Puede que a la evolución esta afrenta no le haga ninguna gracia, pero no creo que tampoco le moleste mucho: sabe de sobra que, al final, siempre gana ella. Tiene todo el tiempo del mundo, cosa que a los individuos, sin embargo, nos falta. Sería muy arrogante pensar que el destino de toda una especie dependiera de nosotros, que la nuestra fuera la única especie que nunca se extinguiría, o creer que podemos hacerlo mejor… ¡que las mucho más exitosas cucarachas! No hay prisa por extinguirnos antes de tiempo pero, mientras tanto, lo suyo sería anteponer una vida plena, satisfactoria y feliz. Lo cual es, a su vez, la clave para luego poder aportar a los demás, al grupo social, y a esta horda colectiva de ocho mil millones de desconocidos con los que tenemos la responsabilidad y el honor de compartir la nave espacial Tierra.

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