“…and what is the use of a book without pictures or conversations?”

Lewis Carrol, Alice’s Adventures in Wonderland

No hace muchos años se publicó en Alemania un libro con un título llamativo: “Las mujeres que leen son peligrosas”. Se trata de un amplio recorrido por la historia de la pintura desde el siglo XIII hasta la actualidad y muestra en los más diversos estilos un personaje femenino que está leyendo. O bien ha interrumpido la lectura y descansa con la mirada perdida de quien medita sobre lo que ha leído. A veces la lectora duerme con el libro en la mano. Otras, mira al artista que la retrata con expresión desafiante: podría estar urdiendo una venganza. Los personajes van desde monjas y santas medievales hasta aristócratas rodeadas por el lujo, pasando por modestas burguesas como las que aparecen en los cuadros del holandés Vermeer. El título del libro es suficientemente expresivo de su mensaje y los autores, Stefan Bollmann y Elke Heidenreich, explican ampliamente en la introducción la tesis que sugiere tan deslumbrante despliegue. A lo largo de la historia, mantienen, son sobre todo las mujeres quienes han leído, mientras los hombres se dedicaban a otros menesteres. E incluso cuando no han leído, han sido ellas quienes han conservado en la memoria y transmitido oralmente la sabiduría práctica y los cuentos de hadas que forman la tradición de su pueblo. ¿Cómo explicar si no que la Santa Inquisición quemara tantos libros y tantas mujeres, muchas más que hombres? Las mujeres que leen son peligrosas porque leyendo pueden adquirir ideas y con ellas es de temer que quieran tener una vida propia, evadirse de sus labores y, al final, independizarse de la autoridad competente. Y no sólo leen sino que  son capaces de conservar  el saber colectivo para transmitirlo a la posteridad incluso cuando cuando el Poder decide quemar todos los libros. Así ha sucedido no pocas veces en la historia, como ilustró la novela de Ray Bradbury Farenheit 451 (y la película de Truffaut de 1966). Y lo peor de todo: como muestran los cuadros, las mujeres suelen leer a solas, buscando para ello un lugar de aislamiento e independencia del que la sociedad recela, con razón.

 

Vittorio Mateo Corcos. “Sueños. 1896

 

Precisamente, el tema de la soledad en la lectura fue abordado por Marcel Proust en su prólogo a un libro de John Ruskin, que fue publicado separadamente bajo el título Sur la lecture. En él, Proust polemiza con la tesis del autor inglés según la cual el lector entra en una especie de aristocrática relación con la mente del autor, según la idea de Descartes: la lectura de buenos libros es, en esencia, “una conversación con las personas más honradas de los siglos pasados que han sido sus autores”. El maestro francés opone a esta idea la relevancia de la soledad del lector. De hecho, comienza su ensayo con una larga y divagatoria descripción de las lecturas veraniegas de su infancia, en las que con un libro en la mano pasaba los momentos más plenamente vividos, esos que a uno le parece que “los había dejado pasar sin vivirlos”. Interrumpido por las actividades normales, por las conversaciones de su tía, las largas comidas y las visitas, el joven Proust se impacientaba por volver a su lectura solitaria, temiendo que el libro se le acabara sin poder preguntar al autor sobre lo que pasaba después. No hay verdadera conversación con el autor sino sólo una comunicación  que el lector recibe en la soledad. La lectura, concluye, nos deja en el umbral de la vida espiritual “pero no la constituye”, se limita a incitarnos a entrar en un santuario donde podremos encontrar toda clase de personas y hechos a los que no tenemos acceso en la realidad. Nos invita a seguir solos, formando nuestro propio mundo de ideas, mientras el autor, una vez que ha entregado su texto, desaparece y queda a merced del lector. La lectura nos da poder: por ejemplo, el de ser nosotros quienes convocamos a los reyes y a otros poderosos sin esperar a que ellos nos den audiencia. Pero también tiene riesgos, sobre todo el de la erudición, el riesgo de que lo leído sustituya nuestra propia capacidad de pensar.

 

Jacques-Émile Blanche: Proust a los 21 años, 1892

 

La lectura en soledad, sin embargo, no existió siempre. Al principio había pocos lectores y sin duda las primeras inscripciones descubiertas en Mesopotamia tenían una finalidad puramente práctica. Eran difíciles de descifrar y ello daba a sus intérpretes un gran predominio social. Ellos, además, procuraban envolver su función en un halo de magia y misterio, ya que leer no es una operación natural, pues el ser humano no nació con esa capacidad para descifrar símbolos y hacer conexiones de sentido entre ellos. San Agustín de Hipona fué el primero en contar cómo le sorprendió su primera experiencia de la lectura individual, silenciosa. Visitaba en el año 383 a Ambrosio, obispo de Milán, y observó que éste leía y “sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas”. ¿Cómo se explica tanta sorpresa? Simplemente, porque la lectura hasta entonces y todavía mucho después no era una actividad solitaria, sino que casi siempre se leía en alta voz, para los demás. Al principio, probablemente, por razones rituales en el ámbito de la religión, más tarde para transmitir la tradición poética de juglares y trovadores o las epopeyas históricas a las personas que no sabían leer, que eran la gran mayoría. Más recientemente, se mantuvo viva la lectura de poemas u obras de ficción, a veces con un componente dramático que quería insuflar vida a la letra escrita. Sabemos de algunos escritores, como Charles Dickens, que leían sus obras con entusiasmo teatral, escenificándolas como un actor. Kafka, más tímido, leía sus historias a grupos reducidos de iniciados, y a menudo las dejaba abiertas, dejando al lector la libertad de completar la trama en su propia imaginación. A su amigo Gustav Janouk le advertía que no se fiara de los libros, que la vida está fuera de ellos y no es bueno intentar aprisionarla como un pájaro en la jaula. Pero la lectura en alta voz podía tener también usos prácticos. Alberto Manguel cuenta cómo en 1865 Saturnino Martínez, poeta y propietario cubano de una fábrica tabaquera, creó La Aurora, una revista con textos literarios que se leían a los trabajadores para facilitar su concentración en la monótona labor de liar cigarros. El preferido era la historia del conde de Montecristo, al que debe su nombre una conocida marca de puros habanos.

 

 

Anselm Feuerbach: Paolo y Francesca, 1864

 

 

La industrialización y la democratización de Europa en el siglo XIX consiguieron la alfabetización masiva y, con ella, la extensión de la lectura a amplias capas de la sociedad. De este modo se generalizó la lectura individual silenciosa y privada. Se empezó a leer por el puro placer y no sólo, como antes, por razones de piedad o de utilidad práctica. Era una novedad social algo escandalosa e inquietante, como hemos visto. Daba acceso a los “tesoros” que ocultan los libros, con los que la persona que lee se enriquece penetrando en vidas ajenas, en culturas y épocas lejanas a la suya, experimentando a veces emociones prohibidas por la moral en la vida diaria. Los cimientos del orden público se estremecieron con esta invasión imparable de lecturas ociosas y es lógico que la sociedad y las religiones organizadas trataran de contenerla, vanamente por fortuna. Quemaban los libros, los censuraban suprimiendo frases inconvenientes o tergiversando su sentido, o bien decretaban que con su lectura se cometía pecado, como hizo la Iglesia católica al crear en 1599 su Indice de libros prohibidos, que mantuvo hasta 1966.

 

Anselm Feuerbach: Paolo y Francesca, 1864

 

Y es que escribir podía ser también peligroso para el autor, que a veces acompañaba a sus libros a la hoguera. Todo aquél que escribe quiere, comprensiblemente, ser leído, está en su derecho. Pero se expone a otra serie de serie de peligros, quizá menos graves. El riesgo de que no le lean es el más evidente y frustrante para el autor: con frecuencia será debido a que él no escribe bien, sino que es confuso, farragoso o excesivamente pedante. Pero hay más, pues puede pasar también que los lectores no entendamos lo que le ofrece el libro que leemos. A veces será simplemente porque no captamos el sentido correcto de lo que el escritor nos propone y debemos descifrar, ya que lo escrito revela solamente una parte de lo pensado y es posible que no sepamos adivinar lo que queda oculto o implícito. Otras será por razones más trascendentes, como ocurre cuando el lector decide por su cuenta no darse por satisfecho con el sentido literal y hacer en cambio una lectura alegórica de lo que lee. Así sucedió frecuentemente con los textos, tan decisivos, de las “religiones del libro”, cristiana, judía o musulmana. Filón de Alejandría aplicó a los primeros libros de la Biblia este tipo de lectura metafórica, interpretando los extraordinarios acontecimientos concretos que aquellos narran como meras representaciones del devenir del alma humana. Leía, por ejemplo, la cruda historia de Caín y Abel como un mero símbolo de la división del yo en facetas contradictorias, entre el amor de sí mismo y el amor de Dios. La lectura es, pues, un acto de libertad y por lo tanto, como escribió Roland Barthes, el lector es siempre “im-pertinente”, ya que no existe una regla fija de “pertinencia” en la interpretación de un texto. Como tampoco la hay para la elección de lo que se lee, donde reina, más aún, la anarquía y el azar. Cada lector desarrollará su mente e incluso su vida en una u otra dirección según qué libros llegaron a sus manos y cuáles decidió leer.

 

Jacques E Blanche. “Mujer leyendo”

 

¿Existe tal cosa como “demasiados libros”? He visto no hace mucho que una librería conocida hacía publicidad con esta pregunta retórica para vender su mercancía. Pues bien, algunos autores creen que así es. Ortega y Gasset, dirigiéndose al gremio de los bibliotecarios, declaraba categóricamente (¡hace ochenta años!): “hay ya demasiados libros”. Y añadía algunas ideas de interés sobre el arte de leer. Según él, se lee demasiado por la facilidad de acceso y la incesante producción de libros de todas clases, no siempre afortunados. La lectura es una actividad utópica, pues el significado que se da a lo leído depende, típicamente, de las “circunstancias” del lector y también de las del escritor. El escribir añade a lo que se dice una permanencia que resta a la lectura parte de su esencial subjetivismo. Por eso hay que tener cuidado con lo que se lee. Otros escritores concuerdan, y aconsejan rechazar la lectura de libros que no sean de primera calidad. Henry D. Thoreau recomendó leer sólo aquellos que puedan causar un cambio de rumbo en la vida. Italo Calvino aconseja dar preferencia a los clásicos, los libros que, dice, nos enseñan a relegar las preocupaciones inmediatas y a saber quiénes somos y dónde estamos. Graham Greene, en fin, decía que los libros decisivos son los que leemos en la infancia. Según opinan otros, esos libros conviene re-leerlos en la madurez para comprenderlos mejor a la luz de la experiencia, o bien para tener mayor capacidad de disfrutarlos.

 

Berthe Morisot: La madre de la artista leyendo, 1870

 

Existen, pues, diferentes niveles en el placer de leer. Así lo atestigua la variada representación de las mujeres lectoras que aparecen en el libro que da pie a estas líneas. Muchas de ellas están en la cama y no son pocos los autores que encuentran que es éste el lugar que procura la lectura más placentera. Colette, como es sabido, tenía organizado todo un dispositivo que le permitía no sólo leer sino también recibir a sus visitas, comer y escribir en la cama. Es verdad que el gozo de leer no es común a todos los mortales, y es perfectamente legítimo no entregarse a la lectura o leer sólo por razones utilitarias. Pero no hay duda de que, cuando existe, ese placer puede ser intenso. He conocido personas que cuando abren un libro por primera vez hunden la cara entre sus páginas para olerlo, como si fueran a comérselo. Y es frecuente relacionar el alimento espiritual que se obtiene de la lectura con el alimento material, no menos necesario, que da la comida. Decimos que “saboreamos” un libro bien escrito, que “devoramos” el que se lee con facilidad e intriga, que tenemos que “digerir” el contenido de un libro enjundioso o complicado. Por encima de todo, el placer de la lectura proviene de ese extraño estado de olvido de la propia identidad en que a veces se sume el lector, que se pierde, se anula a sí mismo penetrando en la mente del autor, en su mundo ajeno, convirtiéndose en “otro”. Walt Whitman expresó de modo extremo la íntima relación del escritor con su lector: “camarada, esto no es un libro, quien lo toca, toca a un hombre…Yo salto de sus páginas a tus brazos…”. Otros autores prefieren no ser tan directos, incluso es frecuente que se oculten tras un seudónimo o una identidad imaginaria, como hicieron Pessoa y tantos otros, seguramente para dejar al lector la libertad de creer o no lo que le cuentan.

 

 

(PROUST, Marcel: Sur la lecture; Librio, Angoulème, 2000.–MANGUEL, Alberto: A History of Reading; Penguin Books, 1997.–ORTEGA Y GASSET, José: Misión del Bibliotecario, en Obras completas V, Madrid 2006.–BARTHES, Roland: Le degré zéro de l’écriture; Ed. du Seuil, 1953.–BOLLMANN, Stefan y HEIDENREICH, Elke: Frauen, die lesen, sind gefährlich. Sandmann, Munich, 2005.–GILBAR, Steven: Reading in Bed,con textos de John Ruskin, R.W.Emerson, H.D. Thoreau, Henry Miller, Graham Greene, Robertson Davies, Italo Calvino, Hermann Hesse y otros)

 

evolterra

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