“Cimone e Ifigenia”: la fuente de la hedonía

Evocar un cuadro

No recuerdo como apareció el cuadro. Quizá estaba navegando por Google Arts o surgió buscando información sobre Mariano Fortuny del que estaba escribiendo un artículo que se me resistía. Pero de pronto el cuadro apareció y me llamó la atención. Por supuesto reparé en la belleza de la joven dormida, en ese naranja de su túnica que refulgía y parecía iluminar todo el cuadro. Pero enseguida me fijé en el hombre joven que permanece en la penumbra y en silencio observa, ensimismado, a la mujer que duerme. Miré el título, “Cymón and Ifigenia”, y perseguí el origen de la historia hasta llegar al Decameron de Bocaccio (novela primera de la quinta jornada). 

Lo llamaron Galeso y era hijo de Aristipo, un hombre riquísimo de Chipre.  Pero, aunque con el tiempo tuvo estatura y belleza, fue incapaz de aprender nada útil a pesar de los mejores maestros, ni siquiera a hablar ni a moverse como un ser humano. Por eso comenzaron a llamarlo Cimone (“asno” o “bestia”) y su padre lleno de dolor terminó por mandarlo al campo. Allí estaba cuando un día de Mayo, “pasado ya el mediodía”, penetró en un bosquecillo y llegó a un claro donde había una fresca fuente junto a la que dormía una bella joven con sus criados, dos mujeres y un hombre. Cimone se apoyó en su bastón y, como hipnotizado,  no podía dejar de mirarla. Una leve túnica transparentaba su cuerpo que comenzó a contemplar minuciosamente, como si estuviera conociendo un mundo nuevo. Por fin deseó ver sus ojos pero no quería despertarla por si era una diosa. Después de mucho tiempo ella despertó y lo reconoció (porque él era un personaje muy conocido en la comarca): “Cimone ¿qué vas buscando a estas horas por este bosque?” Pero él no podía dejar de mirar sus ojos “pareciéndole que de ellos salía una suavidad que le llenaba de un placer nunca por él probado“.  “Yo voy contigo” le dijo, cuando ella se levantó para marcharse. 

“Autorretrato” Frederic Leighton, 1880

Es ese momento de ensimismamiento el que refleja el cuadro de Frederick Leighton. Lo representa idealizado, con el sol desapareciendo en el mar que baña de naranja la túnica de inspiración griega de Ifigenia, que está tumbada en un lujoso lecho a pesar de estar en medio de un bosque. Su postura, con los brazos desmayados, en alto, sobre la almohada, concuerda con la dulzura relajada de su cara, abandonada libremente al sueño. Cimene, con una túnica roja la mira y ya es consciente de que esa visión libera algo precioso que desconocía tener dentro de sí hasta ese momento: la hedonía que dará sentido a su vida y lo motivará para aprender y para perseguir con vigor estar cerca de la persona que le ha propiciado, con su belleza, esa nueva visión de sí mismo. Los desconocidos que tenemos dentro, los que podríamos llegar a ser en un contexto adecuado, con los estímulos azarosos que siempre pueden no aparecer pero que si lo hacen nos transforman y pueden cambiar nuestra vida y nuestras posibilidades. El poder siempre presente del erotismo y la belleza, pero también de la amistad, como catalizadores inmediatos de la hedonía que de pronto vuelve a iluminar el mundo como el sol a la túnica de Ifigenia. 

“Cimone e Ifigenia” Peter Paul Rubens, 1617

Leo que Leighton estuvo seis meses buscando una modelo y la encontró en un teatro de Londres donde actuaba una joven actriz, Doroty Lane, que luego fue modelo de otros cuadros suyos, entre ellos el famoso Flaming June. Tenía ya 54 años y al parecer tardó ocho meses en pintarlo tras 58 bocetos conocidos hasta exponerlo en 1884 en la Royal Academy of Arts de Londres de la que ya era su presidente desde 1878 (lo fue hasta su muerte en 1896) Era, por tanto, un pintor reconocido dentro de la época victoriana que le tocó vivir. Su abuelo había sido médico de dos zares lo que le propició una holgada fortuna que heredo su padre y de la que él se benefició pero que, como Cimene, podría no haber tenido la capacidad de aprovechar. Su formación como su vida fue cosmopolita. Comenzó estudiando en Londres, pero pronto también en Frankfurt (1846-1849) donde tuvo como profesor a Edward von Steinle un pintor nazareno que fue influyente para él y donde con 17 años dibujó un retrato de Shopenhauer. Luego viajó a Paris (1852-1855) donde estudió en el taller de Thomas Couture y conoció a Ingres, Millet o Delacroix.  Por fin a Roma y Florencia donde acudió a la Academia de Belle Arti. Durante esta estancia en Italia (1853-1855) pintó la “Procesión a través de las calles de Florencia de la madonna de Cimabue”  que presentó en 1855, con 24 años, en la Royal Academy of Arts donde llamó la atención de la reina Victoria que la compró para su colección. A partir de ese momento se convirtió en un pintor consagrado y su fama no hizo más que crecer. Hacia 1860 se sintió cercano a la “Hermandad prerrafaelita” a la vez que se incorporaba  al 38º Cuerpo de Voluntarios de Rifles de Middlesex (rifles de artistas) donde al parecer sobresalió por sus dotes de mando y llegó, con los años a teniente coronel. Pero su vida estuvo dedicada sobre todo al arte y a viajar incansablemente por todo el mundo, también a Oriente donde se inspiró para algunas de sus obras cuya temática estaba entonces de moda entre los coleccionistas. Su escultura Un atleta que lucha con una pitón” se consideró como el inicio de la “Nueva escultura” británica y sus pinturas representaron a Gran Bretaña en la “Exposición de París de 1900”. Murió de una angina de pecho un día después de ser nombrado barón de Leighton de Stretton. El primer pintor al que se le otorgó un título de nobleza hereditaria pero que se extinguió en un día porque murió sin hijos y nunca se casó.

“Cimone e Ifigenia” Benjamin West, 1773

Miro su autorretrato y algunas de sus pinturas y es difícil imaginarlo como un hombre que compartiera los ideales de la moral victoriana, ese cambio de costumbres sociales que se generó entre 1780 y 1850, dramáticamente diferente al periodo anterior y liderado sobre todo por las clases medias a través de las ideas religiosas del evangelismo. El énfasis por la decencia y la respetabilidad, la religiosidad puritana, la ética del trabajo, la represión sexual, el control social a través de la jerarquía de clase y sexo, la inevitable hipocresía o doble moral, pero también la abolición de la esclavitud, el progresivo control sobre el trabajo infantil, el intento de abolir la crueldad contra los animales. El esfuerzo por mantener las apariencias y su precio. Lo que denunció  Litton Strachey en “Victorianos eminentes” donde intentó demolerla mostrando el lado oculto de algunas de sus figuras más eminentes de esa época. Una manera comportarse y una estética que detestó el Grupo de Bloomsbury (muy influido por las ideas de G.E. Moore: autenticidad, apreciación del arte y la belleza, importancia del amor y la amistad) y comenzó a derrumbarse a principios del siglo XX con el auge de las vanguardias artísticas y de los movimientos sociales que cuestionaban el orden social existente. De pronto el academicismo y sus temas cayeron en desgracia ante las nuevas tendencias artísticas y pintores como Leigthon fueron denostados y cayeron en el olvido. Después de la fotografía el artista tenia que captar y reflejar otras cosas de la realidad social e individual. Lo que se intensificó tras la Segunda Guerra Mundial con el alza del expresionismo abstracto que curiosamente fue auspiciado por USA, como un arma en la guerra fría, frente al Realismo socialista. Lo que hizo que Flaming June“, actualmente una de las pinturas más cotizadas de Leigthon, pudiera ser adquirida por el Museo de Arte de Ponce en Puerto Rico (donde se expone actualmente) por menos de 1000 dólares en 1963. Sin embargo, por eso de la ley del péndulo, y porque el arte moderno se ha metido en múltiples callejones sin salida, la pintura del XIX está siendo de nuevo reivindicada y apreciada. Parte de sus obras pueden contemplarse en el Leighton House Museum.

“Cimone e Ifigenia” John Everett Millais, 1848

“Decamerón” Giovanni Boccaccio

Quinta jornada-Narración primera

Cimone, por amor, se hace sabio y a Ifigenia su señora rapta en el mar, es hecho prisionero en Rodas, de donde Lisímaco le libera y, de acuerdo con él, rapta a Ifigenia y a Casandra en sus bodas, huyendo con ellas a Creta; y allí, haciéndolas sus mujeres, con ellas a sus casas son llamados. 

-Muchas historias, amables señoras, para dar principio a tan alegre jornada como será ésta se me ponen delante para ser contadas; de las cuales una más agrada a mi ánimo porque por ella podréis entender no solamente el feliz final según el cual comenzamos a razonar, sino cuán santas sean, cuán poderosas y cuán benéficas las fuerzas del Amor, las cuales muchos, sin saber lo que dicen, condenan y vituperan con gran error; lo que, si no me equivoco (porque creo que estáis enamoradas) mucho deberá agradaros.

Pues así como hemos leído en las antiguas historias de los chipriotas, en la isla de Chipre hubo un hombre nobilísimo que tuvo por nombre Aristippo, más que sus otros paisanos riquísimo en todos los bienes temporales, y si con una cosa no le hubiese herido la fortuna, más que nadie hubiera podido sentirse contento. Y era ésta que entre sus otros hijos tenía uno que en estatura y belleza de cuerpo a todos los demás jóvenes sobrepasaba, pero que era estúpido sin esperanza, cuyo verdadero nombre era Caleso; pero porque ni con trabajo de ningún maestro ni por lisonja o golpes del padre ni por ingenio de ningún otro había podido metérsele en la cabeza ni letra ni educación alguna, así como por su voz gruesa y deforme y por sus maneras más propias de animal que de hombre, por burla era de todos llamado Cimone, lo que en su lengua sonaba como en la nuestra «asno». Cuya malgastada vida el padre soportaba con grandísimo dolor; y habiendo perdido ya toda esperanza, para no tener siempre delante la causa de su dolor, le mandó que se fuese al campo y que allí viviera con sus labradores; la cual cosa agradó muchísimo a Cimone porque las costumbres y las maneras de los hombres rústicos eran más de su gusto que las ciudadanas.

Yéndose, pues, Cimone al campo, y haciendo allí las cosas que correspondían a aquel lugar, sucedió que un día, pasado ya mediodía, yendo él de una posesión a otra con un bastón echado al cuello, entró en un bosquecillo que había hermosísimo en aquella comarca, y que, porque el mes de mayo era, estaba todo frondoso; andando por el cual llegó, según le guió su fortuna, a un pradecillo rodeado de altísimos árboles, en uno de los rincones del cual había una bellísima y fresca fuente junto a la que vio, sobre el verde prado, dormir a una hermosísima joven cubierta por un vestido tan sutil que casi nada de las cándidas carnes escondía, y de la cintura para arriba estaba solamente cubierta por un paño blanquísimo y sutil; y junto a ella semejantemente dormían dos mujeres y un hombre, siervos de esta joven. A la cual, como Cimone vio, no de otra manera que si nunca hubiera visto forma de mujer, apoyándose sobre su bastón, sin decir cosa alguna, con admiración grandísima comenzó intensísimamente a contemplar; y en el rudo pecho, donde con mil enseñanzas no se había podido hacer entrar impresión alguna de ciudadano placer, sintió despertar un pensamiento que le decía a su material y gruesa mente que aquélla era la más hermosa cosa que nunca había sido vista por ningún viviente.

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