Silencio oscuro

 

La vida tuvo color antes de fundirse a negro. Durante algunos años el amanecer era un episodio de luz y no sólo el cambio de compás en el diapasón que marcaba los latidos de aquella ciudad de grises. Las tardes no eran entonces una sensación de que se agudiza el frío o se evapora de a poco el calor. La noche no fue siempre una obligación. Cerrar los ojos significaba algo. Nunca fue un chico alegre, eso era cierto, pero la persiana de la vida le había caído demasiado pronto y no encontró después ningún motivo para cambiar, porque nada puede corregir quien está condenado siempre a escribir en renglones torcidos. Lo peor de todo, sin embargo, era la certeza de que la soledad nada tenía que ver con lo oscuro, ya estaba solo antes de que todo se volviera negro. La ceguera fue, más que un motivo, una coartada, una razón para volverle la espalda a un mundo que mucho antes ya le había cerrado la puerta sin abrir siquiera una ventana. Cuando alguno de sus nervios oculares estalló por la presión y el gris fue entonces blanco, y luego un negro intenso, hacía años que andaba a tientas. Solo que a partir de entonces, y por primera vez, la gente se apartaba.

 

 

Ella ponía cada noche el disco de Miles Davis y dejaba caer la aguja, y se le iban los minutos viendo aquel disco girar. Al principio sentía curiosidad por saber cómo sonaba una trompeta, qué salía de las entrañas de un piano cuando alguien se sentaba a tocar. Durante un tiempo, esa curiosidad se convirtió en una ansiedad tan fuerte que dolía, físicamente quemaba, pero no dejaba de poner ese disco, una noche y otra también, para quedarse viéndolo girar mientras por dentro ardía. No le importaba el arenoso amargor que le quedaba en la garganta al tragar una vida que digería en silencio. Sorda y muda desde la cuna, había aprendido a subtitular a su antojo una vida que ni ahora, con el disco girando y la noche en un silencio que no era solo suyo, había podido escuchar. Por eso, por la calle observaba a la gente que la rodeaba y le ponía un subtítulo a cada rostro, un letrero a cada mirada, y en muchos tenía sentido la soledad.

 

 

Y así iba él, caminando mientras a su paso se apartaba el mundo cuando chocó con ella, que se había quedado fija en un rostro que no sabía cómo subtitular. Y en el segundo después del choque se cogieron, él a ella por los codos y ella a él por las solapas, para evitar que el otro cayera, y sin saberlo cayeron juntos y a gran velocidad. Y él le habló, pero ella no leyó sus labios porque miraba directamente a sus ojos, y comprendió que no había nada detrás. Y a pesar de que era ella la que veía, fue él quien se dejó tocar. El mundo no se detuvo, pero allí parados, en medio de la acera, parecía que hubieran chocado de frente con una nueva oportunidad.

 

 

Y era tarde mientras el sol se filtraba apagado por las rendijas de las persianas, se les hizo de noche desnudos sobre la cama, sentados el uno frente a la otra, las piernas rodeando la cintura ajena y las manos subiendo y bajando, sin dejar un rincón por explorar.

Y él se calló para que no fuera suyo todo el silencio.

Y ella cerró los ojos para que no cargara él solo con todo el peso de la oscuridad.

 

*Imágenes tomadas del blog greeneyes55.tumblr.com
Etiquetado en
, , ,
Escrito por
Para seguir disfrutando de Nacho Ballestero
La balada del puerto viejo
Hay noches en que la costa se deja envolver por el vestido...
Leer más
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *