¡¡Quiero ser primera dama!!

 “Un poco  lista, un poquitín boba/

Ir con Madonna en una limousine/ (…)

Y no parar de viajar del invierno al verano/

De Nueva York a Madrid, del abrazo al olvido/

(…) Y no permitir que me coman el coco/

Esas chungas movidas de croatas y serbios”.

Joaquín Sabina, ‘Quiero ser una chicha Almodovar’.

 

 

¿Será prudente siquiera difundirlo? ¡Ea, pongamos en palabras nuestro sueño!: dejamos gustosos al Gallardón y a la Aguirre, o al Obama y a la Hillary (parejas de derecho y de derechas), en sus acres porfías por la sucesión presidencial, porque, sea cual sea el resultado de la próximas y sucesivas “fiestas de la democracia” [1], nosotros lo que deseamos desde lo más hondo del corazón es llegar a Primera Dama, ni más ni menos que el entrañable Bill Clinton. Y cosa del cuore es, claro, y del papel couché, como mostró en su máximo extremo el escandaloso caso de la pava aquella y el Hollande, por ese orden de importancia personal y periodística. Porque, chica, hay que montárselo verdaderamente mal para levantar de esa manera la perdiz a las escopetas de los paparazzi… ¿O es que no aprendieron nada de la horrible tragedia del túnel Alma de París? Lo escabroso, ya ves, de esa nouvelle relación gubernativa -ya parece que terminada- no tiene nada que ver con una pacata moral tan hipócrita como poco francesa, que todos merecemos un respeto a nuestra vida privada (en su casa cada uno priba lo que quiere), sino más bien con una falta de comedimiento, de tacto, de cintura, no sé, de “clase”, por decirlo en sus justos términos, de la que ha sido pareja del momento. Pues una verdadera First Lady que se precie de serlo es discreta, chapurrea idiomas, juega con los críos, sabe cuando debe invisibilizarse y, así, el glamour le llega por añadidura y como por Razón de Estado. Queremos ser Primera Dama porque a ellas no les alcanzan las corruptelas (zapatos de Imelda Marcos al sótano, por favor…), nunca son disparadas por un psicópata con actriz fetiche (al contrario: Laurita Bush, p.e., atropelló a un peatón [2]), como no son elegidas por sí mismas tampoco son depuestas (¡váyase, señora Botella!), y, para colmo de bienes, parecen inmortales hasta la momificación sonriente (Nancy Reagan que estás en los cielos… sin tu Ronnie rondando por allí).

 

La Primera Dama, si quiere, va a la tienda de moda a dejarse ver cuando hay gente o gentucilla, y si no, pues se la abren para ella solita. La Primera Dama no es afectada por el moderno desprestigio de la política, de eso nada: ella es la primera sorprendida de las trapisondas de su costilla. La Primera Dama va y declara que su libro favorito es el Finnegan´s wake y ya tiene a todas las tontas encumbradas del planeta llorando de ofuscación y comiéndose las uñas ante Joyce. La Primera Dama es por decreto una gran mujer detrás de un dudoso hombre, en ambos sentidos de la expresión: a nadie le extrañaría que se lo haga a ratos con el chofer. La Primera Dama reina pero no gobierna, y gusta de reírse de las señoronas loriformes de sangre azul mientras alterna con Camila Parker-Bowles. La Primera Dama ofrece mítines sin crispación ni globos de colores, que remata con la receta ideal del pastel de arándanos. La Primera Dama es bien recibida en todas partes, en la superstición de que ella es el sedal por el que se llega más rectamente al Pez Gordo. La Primera Dama representa los valores inmarcesibles del sacrificio y la entrega a la carrera de su cónyuge: la propia Virgen María es una Primera Dama. La Primera Dama vela por el aspecto humanitario del poder; ella se trata de tú a tú con la memoria de la Madre Teresa, pero vestida de Gucci. Y, por no seguir más, la Primera Dama goza de una agenda holgada y reservada, que administra sabiamente para repartir ocios suntuosos y negocios inmaculados. ¿Quién no querría ser mañana mismo Primera Dama?.

 

Por eso es un homenaje incuestionable a la fe actual en la capacidad y el futuro de las mujeres que los hombres también luchen por ser Primera Dama una o dos veces en la vida. Total, el Poder tan sólo consiste en la necia pataleta formulada para la eternidad por Iznogud el infame, que se moría por ser Califa en lugar del Califa –reconociendo indirectamente la legitimidad del Califa. Si para conseguir tan estúpido propósito hay que enterrarse hasta el cuello en el guano y cometer todo tipo de mezquindades y tropelías que ni te cuento, pues qué duda cabe que mejor mantenerse a la distancia aséptica y bondadosa de la Primera Dama. Después de todo, siempre se puede cambiar de opinión a tiempo y tratar de convertirse súbitamente en una Eleanor Roosevelt, lo cualo es la opción más histórica y perdurable, y, por tanto, también la más incómoda y expuesta. Lo suyo, de verdad te lo digo, es una anónima popularidad, una ignorada influencia, una honra sin broncas, un dolce far niente a través de banales ocupaciones, y todo ello sin mérito ni demérito, ni currículum ni palmito ni Cristo que lo fundó, sólo por simple y llana prerrogativa de bragueta. Dicen que Mary Todd, la mujer de Lincoln, se caso con él cuando era casi nadie, pese a parecerle bastante feo, porque ya la tía según le puso la vista encima le encontró más presidenciable que sus otros pretendientes. Esto es estilo. Esto es ejemplo. Esto es talante. Queremos la vida de la política de altos vuelos servida en mesa camilla, publicar un libro sobre la intimidad del gran personaje, permanecer a resguardo cuando arrecia la tormenta, colocar a nuestros ineptos hijos a placer y a lo grande, codearnos lo mismo con culturetas anarcas que con jefes de estado, contemplar el brazanco de Rafa Nadal en primera fila y con abanico, ser entrevistados por Jesús Quintero y ponernos sentimentales, dormir el sueño de los justos con Drácula o Lilith a nuestro lado, poner una vela a Dios y otra al diablo…

Las ventajas son innumerables, pero las plazas restringidas. La primera condición o primer paso consiste en afiliarse en alguna sociedad religiosa, moral o simplemente bienpensante de reforma de algo. El segundo es vencer ciertas repugnancias elementales pero finalmente pueriles de alcoba (qué valor, la señora Botella). El tercero, saber ver, oír y callar, como los diligentes criados británicos de antes (todos hemos visto Arriba y abajo: aquí todo es arriba). El cuarto, presionar a fondo a nuestro candidat@, de nuevo echando mano de la alcoba si es preciso (la jodienda es que no tiene enmienda, y en estas lides todavía menos). El cuarto, una vez conquistado el palacete gratis largamente anhelado, hacer que el o la preboste de turno se sientan como perdidos sin nuestra ayuda al llegar por las noches al nuevo hogar (en casa del herrero…) Y si hay un quinto, qué quieres que te diga, ¡es que no hemos hecho bien nuestro trabajo, así de fácil! (las niñas bonitas no pagan dinero…).

 


[1] Que bien podrían colocar los lunes, para fomentar la participación: ¿quién no le pediría permiso al jefe para ir?

[2] Su donoso perfil en Estúpidos Hombres Blancos de la otrora mosca cojonera Michael Moore, que aonde andará…

 

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