Boyhood, cuando el tiempo nos alcanza
El tiempo, que se escapa, casi sin querer, entre la normalidad cotidiana. Los sucesos que van definiendo nuestro carácter, mientras nosotros nos empeñamos en hacer otros planes. Las tardes de verano que sentimos eternas y que luego descubriremos tan frágiles. La voz cálida de mamá leyendo un cuento o aquel fantástico día en el que papá nos descubrió a los Beatles. La soledad introspectiva del primer día en el colegio nuevo y aquél beso que liberó el deseo de las garras de la timidez. El primer juguete, y el primer amigo. Los pequeños momentos, livianos, casi intrascendentes, que luego yacen escondidos en el olor de una magdalena y se vuelven imprescindibles. Todo lo que va ocurriendo a nuestro alrededor sin que nosotros seamos realmente conscientes de ello.
Y el despertar.
Decía Cernuda, en Ocnos, que llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. Boyhood, quizá, es la historia de ese despertar existencial, de todo lo que ha ocurrido hasta que se manifiestan los primeros interrogantes vitales y el mundo se vuelve un lugar en el que, presumiblemente, podemos intervenir. Linklater narra los tópicos de siempre, nada nuevo bajo el sol, con una sencillez minimalista, conectando con el encanto mágico de las pequeñas cosas que son el origen olvidado de los relatos que luego nos contamos para distinguirnos de quienes nos rodean, para saber que nosotros somos realmente nosotros.
Boyhood logra ser el aleteo de mariposa que provoca, al otro lado de la pantalla, un huracán de recuerdos en el espectador. Por eso funciona tan bien, porque Linklater, dejando de lado la grandilocuencia, permite al espectador intervenir en la película. Nos permite darle densidad a sus trazos con nuestra propia vivencia, con nuestros propios recuerdos, que encajan como un puzzle perfecto con la cadencia de la narración. Al fin y al cabo, las vidas no distan mucho unas de otras, y son los pequeños momentos, la trivialidad entre etapas, lo que termina precisando los limites de la identidad personal.
En Boyhood, rodada a lo largo de 12 años, acompañamos al pequeño Mason, fantásticamente interpretado por Ellar Coltrane, en su camino a la madurez. Y madurar, después de todo, quizá sea darse cuenta de que los padres, que funcionan como representación del mundo exterior, de la edad adulta, también tienen miedo, también dudan e improvisan y están sumidos en una búsqueda vital que, como nos daremos cuenta, no se termina nunca de cerrar del todo. En algún momento, dejan de ser esas personas con poderes divinos que conocían las respuestas a todas las preguntas y se convierten en personas de carne y hueso con las que poder disentir y a las que también, con el tiempo, poder comprender. Pero antes, siempre hay un intento de ruptura, un viaje a lo desconocido, a la experimentación propia que comienza con una sonrisa traviesa, y que no tiene porqué llevarnos a los mismos miedos y ansiedades de la gente que nos rodea.
En ocasiones, nos anestesia la familiaridad, nos seda lo conocido, lo manoseado que parece el día a día y nos impedimos la posibilidad de maravillarnos ante el hecho único de que lo estemos viviendo, de que existamos. Después de ver Boyhood, de convertirnos en cómplices de la familia creada por Linklater que tan bien interpretan Patricia Arquette, Ethan Hawke, Lorelei Linklater y Ellar Coltrane, comprendemos la importancia del arte, del cine, para contemplar nuestro propio mundo desde perspectivas distintas que disipen la indolencia y nos mantengan alerta a la magia implícita en la realidad.
Boyhood consigue hacernos conscientes de que el tiempo huye, desaparece, y de que hay algo único y precioso en su paso que debemos aprovechar.
“Boyhood”: perspectiva sobre el paisaje rugoso
Leí una vez que la vida era un paisaje rugoso, que caminábamos siempre con un horizonte limitado, que alcanzar una cumbre ampliaba la visión, pero nos impedía vislumbrar algunos valles escondidos, que descender hasta ellos nos ocultaba inevitablemente el horizonte más lejano. Que, por tanto, siempre había que seguir caminando para descubrir nuevas experiencias, pero que eso significaba ciclos, compartimentos estancos, significados que no podíamos comprender todavía y recuerdos que desaparecen quizá sin retorno.
Por eso, a veces, precisamos imaginar una imagen de conjunto, quizá construirla con fragmentos siempre confusos, levantar un relato en el que podamos vivir con cierta comodidad y sensación de coherencia, que provisionalmente nos mantenga a salvo del vacío y de la angustia. Necesitamos hacer un “montaje” que podamos contemplar, seleccionar pedazos, ponerlos en un orden, destruir lo que no podemos soportar.
Richard Linklater consigue que tengamos la sensación de contemplar doce años de la vida de una familia, desde la mirada de un niño que va creciendo, utilizando justo ese método. Rodó con los mismos actores, durante una semana al año, escenas habituales en las familias de clase media amenazada, de la América de la última década. Sin transiciones, dejando que el tiempo fluya y también lo que eso supone, la forma en que nos va transformando y no sólo físicamente.
Ver la película es una oportunidad de contemplarse desde fuera, de elevarse durante dos horas y media sobre el paisaje rugoso de unas vidas para analizar sus características; el peso del azar (que, por otro lado, no es totalmente azaroso); el perfil de sus ciclos que tanto nos determinan y que se ponen en marcha por fases, como los motores de esos cohetes que viajan al espacio. Acongojan los riesgos que potencialmente corremos tanto dentro como fuera de la familia, cuando entramos en esa jungla tan feroz que es el colegio, en la que es imperativo que peleemos por conquistar un lugar desde el que poder contemplar el sol de lo amable y sentir el calor de una vida en la que sea posible la alegría, la seguridad o la intimidad.
Llama la atención la crueldad latente del sistema americano donde parece que no hay ninguna red que flote debajo de los individuos que compiten ferozmente por no caer al vacío con sólo sus cualidades y recursos, muchas veces, insuficientes para ese reto. Un sistema en el que parece muy arriesgado perder pie o cometer un error y que se ve reflejada en esa familia de padres que terminan divorciados quizá porque se casaron por un embarazo demasiado precoz y luego no consiguieron el suficiente sustento económico. Ella, una mujer luchadora y disciplinada buscará incesantemente la seguridad en una educación universitaria y en la búsqueda de parejas que sólo la aparentan, pero que luego están corroídas por ideologías que los llenan de fanatismo, de culpa y de alcohol, lo que la devuelve una y otra vez al punto de salida. Él, un músico mediocre y sensible que disfruta con una vida bohemia que no se puede permitir y que lo lleva a terminar resignándose a parejas que lo terminan sumergiendo en una seguridad que lo aleja de lo que siempre le ha gustado.
En medio, el protagonista y su hermana, tomando nota de todo, cambiando de piel y de emociones en cada fase, balanceándose entre lo que quieren ser y todavía no saben y lo que realmente podrán ser: lo que les permita su temperamento o la suerte o el azar de lo que encuentren en el próximo valle o en la próxima colina.
Lo fascinante de la juventud y lo que quizá no se vislumbra cuando se es joven, cuando se suele ser tan atribulado, es que todos los caminos pueden estar todavía abiertos. El árbol de decisiones aún no ha comenzado a limitarlos, al menos, del todo. Un joven es empujado a moverse y en cualquier sitio puede encontrar unos ojos, una fiesta, una playa que explota en un cuerpo todavía dionisíaco que inevitablemente apunta a la esperanza. Sin embargo, en ese momento sus padres, en otra edad, tienen que acumular fuerza para montar los pedazos de una vida que ha pasado tan rápido y que ya sienten que puede escaparseles en cualquier momento. Dos mundos que a veces se repelen quizá para volver a encontrarse años después. Distintos ciclos que comienzan y que conectan de alguna manera la edades, siempre comenzando otra vez, cuando parecía que, por fin, se había llegado a algún sitio.
Hay un impulso benigno en la película, una voluntad de prosperar, una energía amenazada pero siempre presente que mantiene la esperanza del sueño americano que se pone de manifiesto en el personaje del emigrante latino que sigue, inesperadamente, los consejos de la madre cuando le anima a superarse y tiempo después le va bien, lo mismo que a ella le fue bien estudiar psicología y labrarse una profesión a pesar de los fracasos y las lágrimas. Lo mismo que los hijos pueden tener una oportunidad si son capaces de haber aprendido de los errores y los aciertos de la anterior generación y saben evitar las tentaciones auto destructivas.
“Boyhood” es una película fresca, trascendente, que quedará ahí para volver a ella, de vez en cuando, si necesitamos tomar distancia y sentir que todo termina pasando, que lo que nos atormentó o nos dio miedo quizá no era tan importante y que la vida siempre continúa, sobre todo si sabemos encontrar su ritmo y nos atrevemos a perseguir con paciencia lo que de verdad amamos.
<>. El famoso proverbio de Antonio Machado es lo que viene a concluir el protagonista al final de esta magnífica película. Conclusión que algunos han querido ver como una especie de apostilla de filosofía barata por parte de Linklater, como si todo el eje de la película fuese una simple oda al carpe diem. Nada más lejos, creo, de la dimensión real que alcanza la película.
Consigue atrapar los momentos vitales en que nos detenemos a pensar de qué va todo esto, muchas veces integrados en la cotidianeidad más absoluta. Linklater rehúye las situaciones que pudieran resultar más ‘peliculeras’ para hablar desde lo sencillo, lo menos adulterado, y si su película es tal es porque la trabaja desde el mismo núcleo del cine, que es el tiempo.
Otra película que canta a la vida a la vez versa sobre el paso del tiempo es ‘El curioso caso de Banjamin Button’. El guión de Eric Roth pervirtió todo el cuerpo y el sentido de la obra original de Scott Fitzgerald conviertiéndola en otra cosa completamente distinta, la narración de toda una vida singular, convenientemente exagerada para hacer que brotara en la pantalla todo lo que en ella hay de bello. La perfecta dirección de David Fincher hacía el resto. ‘El curioso caso de Benjamin Button’ es una cinta a la que yo no le encuentro ningún pero, un clásico en el mejor sentido de la palabra.
‘Boyhood’ vuela más alto aún, y lo hace porque, a diferencia del film de Fincher, no cuenta nada que no sea reconocible. Su gran logro’, más allá de la equilibrada suma de esas partes y de que se disfrute sin altibajos de principio a fin, es convertir las imágenes de una historia cualquiera en historia universal, un espejo donde mirarnos y encontrar puntos vitales en común, imágenes que configuran un todo muy voluble que admite múltiples interacciones entre nuestra experiencia personal y la experiencia propia de ver la película. Eso es algo muy digno de aplauso.
Por alguna razón no se ha editado en mi comentario anterior la cita inicial de Antonio Machado, que no es otra que el “Hoy es siempre todavía, toda la vida es ahora”
Ramón, me ha encantado tu artículo sobre la película “Boyhood”, creo que la define perfectamente. Por cierto, yo elegí el mismo tema musical de la BSO para mi página de Facebook. Saludos.
Me quedo con cosas de las dos críticas. Me quedo con el aporte de petirrojoexacto de que en la película hay como un espejo de situaciones con las que nos sentimos identificados. Pero, sobre todo,me quedo con el final de la crítica de Ramón, al que digo ¡bravo!