Aurora Bernárdez, la sombra desabrochada de Cortázar

Encuentro a Aurora Bernárdez justo donde la esperaba. En la ‘A’, entre los detalles importantes y desordenados alfabéticamente del último libro que ella misma ha editado, este mes de febrero: ‘Cortázar, de la A a la Z’, un álbum biográfico del que fue su compañero siempre, su sombra desabrochada y continua.

Bernárdez, traductora literaria de Flaubert, Camus o Sartre, la mujer que mantuvo una amistad necesaria para ambos hasta el final, aún en la distancia de otras relaciones, y que ha procurado que completemos la imagen del hombre que escribió ese otro París por el que hemos caminado tanto, ha muerto hoy, 8 de noviembre, a los 94 años.

Acostumbrada a “arrimar el hombro, aunque su hombro me llegase a las costillas”, como escribía de ella Cortázar en una carta de 1953, creció e hizo crecer, conversación tras conversación, al autor de tantos cuentos perdurables, de esos, como dejó escrito el argentino en ‘Algunos aspectos del cuento’, que se convierten en “una semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria”.

Bernárdez es una de esas compañías que han tenido y tienen a su lado algunos grandes autores, necesarias y sin las cuales es imposible entender, ni tal vez conocer como conocemos una obra. Pero, en su caso, además, hay una riquísima vida intelectual y personal, un camino propio que eligió dedicar al objetivo, sobradamente alcanzado, de que nadie que amase la literatura en el mundo se quedase sin descubrir un solo cronopio.

“Los había conocido a ambos un cuarto de siglo atrás en casa de un amigo común en París -escribió Vargas Llosa sobre ambos en el prólogo de los ‘Cuentos Completos’, publicado por Alfaguara en 1992, que se puede abrir aquí, en un solo clic , y desde entonces, hasta la última vez que los vi juntos, en 1967, en Grecia, nunca dejó de maravillarme el espectáculo que significaba oír conversar y ver a Aurora y a Julio en tándem. Todos los demás parecíamos sobrar. Todo lo que decían era inteligente, culto, divertido, vital. Muchas veces pensé: «No pueden ser siempre así. Esas conversaciones las ensayan en su casa, para deslumbrar luego a los interlocutores con las anécdotas inusitadas, las citas brillantísimas y esas bromas que, en el momento oportuno, descargan el clima intelectual». Se pasaban los temas el uno al otro como dos consumados malabaristas y con ellos uno no se aburría nunca. La perfecta complicidad, la secreta inteligencia que parecía unirlos era algo que yo admiraba y envidiaba en la pareja tanto como su simpatía, su compromiso con la literatura y su generosidad para con todo el mundo y, sobre todo, los aprendices como yo. Era difícil determinar quién había leído más y mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre libros y autores. Que Julio escribiera y Aurora sólo tradujera (en su caso ese sólo quiere decir todo lo contrario de lo que parece) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada más que un escritor. Ahora, que vuelvo a verla, después de tantos años, me muerdo la lengua las dos o tres veces que estoy a punto de preguntarle si tiene muchas cosas escritas, si va a decidirse por fin a publicar… Luce los cabellos grises, pero, en lo demás es la misma. Pequeña, menuda, con esos grandes ojos azules llenos de inteligencia y la abrumadora vitalidad de antaño. Baja y sube las peñas mallorquinas de Deyá con una agilidad que a mí me deja todo el tiempo rezagado y con palpitaciones. También ella, a su modo, luce aquella virtud cortazariana por excelencia: ser un Dorian Gray”.

La escritora, después de la muerte de Carol Dunlop ―la tercera y última mujer con la que Cortázar convivió―, volvió a compartir su tiempo con él para acompañarle hasta el final, recuperando esa intimidad que procuraba el intercambio constante.

Tal vez, esa conexión indisoluble no podría haberse mantenido de no ser, como escribía Cortázar en 1953, porque “tenemos una buena costumbre: estamos de acuerdo en casi todo lo fundamental, y discutimos como leopardos sobre lo nimio. En esa forma desahogamos los humores sin malograr nada de lo que cuenta”.

Tomamos nota, pues.

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