Treinta y siete años no son nada, pensó, mientras colocaba las velas sobre la mesa. Rodeadas con ternura por aquellos dedos arrugados, los delgados mástiles de cera temblaban tibiamente mientras encontraban el reposo en el pequeño candelabro de plata. Aquellas manos que antes sujetaban con debilidad las dos velas rojas, que esperaban ya la cercana calidez de la llama, se colocaron, con las palmas bien abiertas, delante de su rostro, como para recordarle que el paso del tiempo seguía allí, en algún rincón de esa gran casa demasiado vacía como para esconder su soledad. Aquellas manos habían soportado ochenta años mientras otras, más finas, más tiernas, hacía tiempo que habían dejado de temblar. Aquellas manos habían soportado treinta y siete años de caricias antes de volver a cerrarse temblorosas, cada noche, mientras dormitaba en aquel viejo sillón junto al fuego. Treinta y siete años no son nada, pensó de nuevo, mientras terminaba de poner la mesa.
En la pared, el calendario volvía a recordar un nuevo catorce de febrero, y él, fiel a su costumbre, volvía a preparar una mesa para dos en la que sólo cenaría uno. Caminaba con lentitud, arrastrando las zapatillas por el suelo, con aquellos ochenta años que tanto le pesaban en la sien, pero que no eran capaces de arrastrarle bajo tierra de una vez por todas. Mientras recogía las dos copas del fregador y las llevaba hacia la mesa, lamentó una vez más su buena salud, porque uno nunca debe tener la oportunidad de llorar a las personas que más quiere; siempre debería suceder al contrario. Cuando ella murió, a él no le quedó nada, y parecía que dios se burlaba de él por hacerle más sabio cuanto más viejo, más sano cada vez, más cuerdo. Apartó ese pensamiento de la cabeza mientras una de sus manos, con la copa bien aferrada, dibujaba en el aire una cruz, temeroso de dios como había sido siempre. No fuera que desde el cielo le fueran a castigar con más salud, volviéndole inmortal y dejándole para siempre con sus recuerdos. Dejó las copas sobre la mesa, cada una junto a su plato, y abrió con ayuda de las tijeras el cartón de vino. Sirvió en ambas.
Volvía hacia la cocina a calentar la sopa cuando reparó en la imagen de ella en el mueble del pasillo. Allí estaban sus ojos, esos pequeños ojos tristes que le miraban a través de una fotografía en blanco y negro enmarcada con prisas en un pequeño portafotos marrón. Era una de las pocas fotografías que tenía de ella, y lamentaba no disponer de alguna más actual, o de un puñado más en las que pudiera contemplar al menos su sonrisa. Eran demasiado pobres para tantas fotografías como él hubiera deseado, porque eran tan ricos que lo único que tenían era el uno al otro. Ahora que las cámaras están casi regaladas, él no tenía nadie a quien hacerle fotos.
Evitó detenerse y llegó hasta la cocina. La sopa ya hervía. El líquido amarillo sobre el que bailaban unos pocos fideos hacía pequeñas burbujas en aquel viejo cazo, así que agarró uno de los trapos de cocina antes de asir el mango del mismo y apartarlo del fuego. Esperó un par de minutos a que se enfriara un poco antes de verterla en un plato hondo que agarró con las dos manos, rumbo de nuevo a la mesa. Cuando atravesó el pasillo hizo todo lo que pudo para no mirar de nuevo la foto, pero su cerebro, más vivo, le traicionó, y no pudo evitar echar un vistazo justo cuando pasó a su altura. Fugaz, sí, tanto como para no perder de vista la sopa que bailaba en el plato al mismo ritmo al que se arrastraban sus pies; pero suficiente para que esa imagen le acompañara a la mesa.
Antes de sentarse, y una vez que hubo dejado el plato junto a la servilleta, encendió la radio. Tenía una pequeña televisión en el cuarto de estar, pero nunca la ponía. Prefería imaginar todo lo que oía porque así, haciendo trabajar a la mente, se sentía menos solo. Cuando se sentó para cenar se dio cuenta que se le había olvidado el mechero para encender las velas, pero ya no sabía si ese descuido era cierto o era sólo un juego que repetía una y otra vez durante los últimos años. A ella le gustaba cenar con velas en San Valentín, y como no había podido darle un hijo, que era lo que ella más deseaba, procuraba satisfacer en la medida de lo posible todos sus pequeños anhelos. Siempre compraba la víspera del catorce de febrero un par de velas rojas que ella encendía justo cuando se sentaban a cenar, y veían juntos, sin hablar, cómo se consumían. El año en que ella murió fue el último que compró las velas, y desde entonces no las había vuelto a encender. Aquellos dos arañazos rojos que rompían en lo alto del candelabro eran los que compró el primer año que no pudieron cenar juntos. Durante los últimos trece años, las había colocado en su sitio, como siempre. Allí volverían a estar al año siguiente.
Empezó a sorber la sopa con paciencia, para no quemarse, mientras de fondo la radio escupía un viejo bolero. La letra le llegaba tenue mientras él se esforzaba por arrancar los pocos fideos de la cuchara. A pesar de que la música era apenas un susurro, un arrullo melancólico, empezó a llorar. Las lágrimas le resbalaban por las ajadas mejillas y describían una curva perfecta para llegar a la comisura de sus labios, agrietados por el tiempo. Él sorbía las lágrimas al mismo tiempo que sorbía la sopa.
Y allí, bebiéndose su llanto un año más, repitió para sus adentros que treinta y siete años no son nada. Un suspiro. Los treinta y siete años que había pasado junto a ella no eran nada comparados con los trece que llevaba cenando lágrimas a solas, ni con los ochenta que componían ya una vida que no quería. Una vida que tenía que acabarse pronto, por favor. Porque treinta y siete años no son nada cuando lo que espera es una eternidad…