Se sintió algo sofocado después de la conversación. Notaba palpitar su corazón en la garganta, se sentía tenso, sudaba un poco, las palabras seguían reverberando en su cabeza, silbando en sus oídos como una colmena de avispas. Quizá la conversación había sido importante, sobre un asunto en que se jugara algo tangible o peligroso. Pero no lo había sido. Hablaron de un asunto abstracto, vagamente profesional o quizá personal, sin mucha salida, un poco absurdo, como dándose golpes contra un muro que crecía sin cesar, mientras iba escalando el tono y los argumentos en los que ya no creía del todo o que se replicaban automáticamente, como fuera de su control, volviendo a lo mismo de siempre, aunque no se hablará exactamente de eso. En algún momento se dio cuenta de que estaba de nuevo atrapado en un torbellino conocido y sintió dolor en algún sitio ya dolorido, como el recuerdo de un lugar oscuro al que se había decidido no volver.
Miró la pequeña figura de madera que le había acompañado tanto tiempo. El viejo marino de barba blanca con la pipa en los labios y las manos en los bolsillos, hierático, mirando el horizonte con la distancia precisa, a pesar del estado cambiante del mar. Contempló ensimismado sus manos, como si fueran un mapa muy preciso, con ríos, continentes e islas pequeñas perdidas en los océanos del tiempo de su piel. Comenzó a alejarse en el silencio como si ascendiera dulcemente en un globo aerostático, cada vez más lejos de sí mismo, de un mundo que progresivamente se iba dibujando más lejano..
Ya no recordaba la conversación aunque sentía que en su cuerpo permanecían sensaciones amargas, agazapadas, tendentes a despertar en cualquier momento. Fue consciente del sol, del sabor del jerez, del olor de las cabezas de los niños, de cada impulso de afecto que lo había sostenido en el mundo. Y sin embargo esos recuerdos no alcanzaban a acallar el eco de todo lo que amenazaba el futuro, el zumbido de todos los pensamientos que se agitaban ante cualquier estímulo y podían envenenar los días de sol.
Se contempló un poco más desde lejos y se dio cuenta que todo era estúpidamente elemental, ajeno a él. Mientras, las pelotas amarillas comenzaron a rebotar en las paredes de cristal. Miró como venían hacia él y distinguió algunos matices en el color, en la forma de deslizarse en el aire. La mayoría las dejó pasar sin moverse del sitio. Iban directamente fuera de la línea blanca o ya eran inalcanzables. No tenía que devolverlas o daba igual intentarlo. Decidió concentrarse en aprender a conversar. Porque al final sólo queda lo que permanece en el cuerpo. Y el partido no dura demasiado.
Fotografías Guillermo y Hugo González Granda