El eterno retorno de la cultura del escándalo

Creo que leí en algún sitio que cualquier moral sirve, sobre todo, para tratar de controlar a los otros, para imponerles unas reglas que les obliguen a pensar y actuar de una determinada manera, que siempre aparece legitimada por algún valor presuntamente superior a los existentes, más verdadero, más justo, más naturalmente benigno y deseable para la condición humana.

En muchas ocasiones esa moral la crea un grupo efectivamente discriminado por algún motivo y suele utilizarla para impugnar la moral existente, para crear una nueva identidad, un lenguaje, unos códigos, unas conductas, unas opiniones y una estrategia política que le permita intentar un cambio, conquistar alguna parcela de poder en lo social o en lo personal.

 Ha ocurrido muchas veces en la historia que aparecen ideologías que operan como religiones y definen desde el principio una ortodoxia que aspira a ser hegemónica porque se considera legitimada por algún dios, la historia, la verdadera naturaleza, la nación o cualquier valor que se etiqueta como incuestionable o sagrado y que abre la posibilidad de sospechar de cualquiera que la impugne y declararlo enemigo o al menos no merecedor de participar en el espacio público o de prosperar socialmente.

Casi todas las ideologias/morales se van decantando con el tiempo, haciéndose más flexibles aunque siempre tienen una facción puritana para la que nunca es suficiente la exigencia en el cumplimiento de las normas y que suele insistir en desvelar falsos conversos y en agudizar la crueldad de  los castigos. Históricamente una forma de hacerlo fue recurrir a “la cultura del escándalo”, al miedo a la maledicencia, que operaba mejor en las comunidades pequeñas y que perdió fuerza a medida que la gente emigró a las ciudades en las que se intentaba más apelar a la culpa como mecanismo de control social pero en las que era posible una mayor libertad individual.

El liberalismo no sólo tiene la vertiente económica, ahora tan cuestionada por el florecimiento de una de sus corrientes radicales, el neoliberalismo,  sino también la dimensión personal que el tiempo ha demostrado que constituye una gran conquista civilizatoria, irrenunciable para el ser humano. El liberalismo que  Jhon Stuart Mill reflejó en “Sobre la libertad

 

 

El derecho a la intimidad, a tener unos gustos y unas pautas propias de conducta, a pensar libremente y a tener un proyecto de vida que pueda modificarse según la evolución personal, siempre que se cumpla la ley en un estado democrático, es algo que pertenece a los derechos humanos. Ser ciudadanos de un país democrático  supone aceptar que se convive con individuos diferentes, con los que se pueden debatir ideas (que siempre son discutibles racionalmente) pero a los que hay que respetar personalmente, dejándoles un espacio vital y también que evolucionen cometiendo sus propios aciertos y errores según su propia experiencia e individualidad, sin tratar de imponerles por la fuerza ideas o formas de vida que no son las suyas.

En el espacio público, en la política, deberían importar la racionalidad de los objetivos políticos  y el análisis de las distintas formas y el precio de conseguirlos, los hechos objetivables, la eficacia de los mecanismos de control y la capacidad específica de las personas concretas para llevar a cabo sus funciones. No debería bastar solo con la apariencia de buenas intenciones en sociedades complejas, los políticos tendrían que mostrar qué piensan y qué saben hacer de lo que tienen que hacer, además de respetar los mecanismos de control para prevenir la corrupción. Eso debería ser lo importante, no solo una sonrisa en un póster colgado en una farola, ni el presunto carisma, aunque la psicología social humana demuestre que los humanos somos demasiado sensibles a los prejuicios y a los argumentos emocionales.

Y sin embargo parece que “la aldea global” en la que vivimos es mucho más que una metáfora y vuelve con fuerza la “cultura del escándalo”, ahora en forma de ese pasado que queda registrado para siempre en las redes sociales o de los ataques indiscriminados que se pueden sufrir por opinar algo inconveniente para los nuevos inquisidores de cualquier signo que como siempre suelen ampararse en el anonimato. Los políticos y la gente poderosa buscan asesores de imagen y probablemente de otro tipo (me temo que empresas como la que aparece en la serie “Scandal” son actualmente más que una fantasía)  para crearse perfiles opacos que respondan a las exigencias de una opinión pública que previamente ha sido modelada por medios de comunicación no precisamente independientes y objetivos, sino en manos de grupos con intereses bastante opacos.

Ese nuevo puritanismo que termina teniendo el tono arbitrario y estúpido de los reality shows puede terminar inundándolo todo, haciendo que gente valiosa se aleje de la política y que por el contrario los psicópatas con la piel muy dura y pocos escrúpulos prosperen sin control como probablemente ha estado y está sucediendo. Lo triste es ver como la dinámica se reproduce una y otra vez, de forma bastante transversal, ocultando lo realmente importante.

Esto es lo que argumenta Elvira Lindo en este artículo sumamente interesante …

Agueda Bañón 3
Agueda Bañón (Der.)

Todos tenemos un pasado. Y todas. Cuando llegó la democracia a España la gente tenía un pasado tremendo. Lo tenía Fraga, pero también Carrillo. Lo tenía tu padre y también el mío. Las mujeres contaban con un pasado más doméstico, pero desde la retaguardia también tuvieron lo suyo. La democracia permitió una reinvención urgente, y hubo quien habiendo sido medio-franquista o franquista-entero saboreó de pronto la posibilidad de votar al partido socialista, incluso al comunista. Siempre he sido de la opinión de que hay que tener mucho cuidado con exigir certificados de buena conducta, porque a la mínima te pillan en un renuncio. Hasta hay quien ha mostrado como mérito propio el pasado del abuelo heroico, como si la heroicidad se llevara en la sangre. Muchos de nuestros padres, que fueron los pobres niños en la guerra y se les fue la vida trabajando en el país franquista, arrastraban un pasado de forzosa conformidad. Nosotros, los que para suerte o desgracia fuimos jóvenes ochenteros y vivimos la década intensamente, contamos con algún momento de estupidez o de absoluta irresponsabilidad, que sólo con sentido del humor se asume. Pero hay hoy un neo-puritanismo transversal que unas veces abandera la izquierda y otras la derecha destinado a exigir el certificado de buena conducta hasta a los jóvenes que hoy se incorporan a la política. Lo veía venir. Lo veía venir desde que la nueva generación de políticos comenzó a autodefinirse como referente moral. Y no hay nada más aburrido en la vida que ser un referente. Y más peligroso, porque el adversario, furioso, va a hacer lo posible por afearte la conducta. Yo, por si acaso, estoy reuniendo en una carpeta diversos documentos que harán las delicias de propios y extraños: mi recordatorio de la primera comunión, las notas del colegio, la de selectividad, el último certificado de penales, donaciones varias a ONG, el libro de familia, la declaración de hacienda y todos estos documentos que me describen, para mi sorpresa, como una dama intachable. Si no fuera por mi vida, maldita sea, me podría dedicar a la política. Pero he cantado cuplés verdes y he escrito comedia a cuenta de mí misma. Una vergüenza.”

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