Nunca me han gustado las bromas debo reconocerlo. Casi siempre desvelan aburrimiento, banalidad, una actitud ventajista que siempre trata de abusar de la ingenuidad o la benignidad de los otros, presuntamente más débiles, de los que no se espera recibir una respuesta suficientemente aversiva como para obviarlos y que lo intenten con otros. Hay en ellas, aunque sean presuntamente graciosas, un hielo de vergüenza ajena, una tensión moral incomoda que termina helando la risa y degradando el aire social, como el olor frío del tabaco.
Las bromas además siempre son significativas psicológicamente, socialmente. Revelan la personalidad en la reacción instintiva del que la recibe. También las actitudes y las pretensiones vitales o morales de los que la realizan, además de los valores y los equilibrios de poder del escenario social en el que se producen.La broma a Rajoy por parte de una emisora de radio es significativa del momento histórico que vivimos y del equilibrio de poderes que existe actualmente entre los diferentes actores políticos y de éstos con los ciudadanos. Por supuesto también del carácter del propio Rajoy.
Hay un relato benigno que no hay que desdeñar. A Rajoy se le ha demonizado como el ejemplo del autoritarismo de la derecha de siempre, directamente emergida del franquismo. Como un “facha” lejano y soberbio que no es capaz de dialogar porque no es algo que esté en su ideología política, ni en sus costumbres. Sin embargo parece haberse demostrado que tiene pocos filtros para hablar con él, que tiene un pronto amigable y que está deseando dialogar incluso con un tipo que quiere proclamar la independencia, saltándose la ley, de una parte del país que gobierna. Es “lo que le ha salido”, una postura apaciguadora que parece anhelar en el fondo hablar y resolver el conflicto sin que la sangre llegue al río. Ha mostrado ser un tipo apacible, casi bondadoso. A lo más se ha quejado con un “esto no es serio“, casi un “mecachis“, algo muy blandito dada la situación. No sé si es posible imaginarse una reacción similar en De Gaulle o en Miterrand o en Putin. Ni por supuesto en Franco.
Hay otro relato inquietante. El poder, cualquier tipo de poder, tiene unas lógicas, unos instrumentos para ejercerse. Aunque sea un poder democrático si no se ocupa de inmediato lo ocupan otros, que siempre emergen como contrapoderes de cualquier poder existente. Muy a menudo el poder lo ejercen los que lo tienen sin que los demás sean demasiado conscientes de que lo hacen o de cómo lo hacen, sobre todo porque en las sociedades democráticas el principal instrumento de consquista y mantenimiento del poder es el condicionado, el que se ejerce modulando conscientemente las creencias sociales y buscando la sumisión inconsciente de la población. Aunque nunca hay que perder de vista el poder condigno y el compensatorio, el palo y la zanahoria, el castigo o el premio que conlleva apoyarlo o cuestionarlo. Todo esto lo cuenta muy bien Kenneth Galbraith en un libro clásico: “Anatomía del poder”, altamente recomendable en estos tiempos.
Si se tiene, y Rajoy lo tiene conseguido democráticamente, el poder conviene ejercerlo con inteligencia, fortaleza y cumpliendo la ley que lo legitima. Es peligroso que el que lo ejerce dé la sensación que lo hace de forma medrosa. Se supone que tienen que existir equipos competentes, planes, respuestas proporcionadas a los retos y a los conflictos, perspectiva histórica. Es peligroso el autoritarismo pero también ejercerlo de forma pusilánime. Es inevitable no recordar a Chamberlain y a Churchill frente a la amenaza de Hitler aunque se una comparación desproporcionada.
Reconozco que mi visión de la alta política probablemente está determinada más bien por las películas o las series de televisión (“El ala Oeste de la casa Blanca”, con ese guión de Sorkin) y los libros, que por su experiencia que nunca he vivido. Pero se supone que a un presidente del gobierno le filtran las llamadas, las autentifican, que hay gente muy cualificada que analiza las informaciones, que cuida la comunicación, que le protege. Todo eso. Y la verdad es que esta broma lo pone en cuestión. Más en un momento tan complicado como el actual en este país, donde se supone que el gobierno en funciones tendría que ir con pies de plomo y también transmitir fortaleza, limites, ante los que tratan de huir hacia delante a toda costa aprovechando la coyuntura.
En este país ser benigno se ve a menudo cercano a ser tonto ( “cuando se dice de alguien que es bueno es que no se tiene nada mejor que decir” dicen algunos). Algo probablemente cruel e incierto, la mayoría de las veces. Pero quizá un gobernante competente además de ético también tiene que saber ser en determinadas circunstancias “listo”, inteligente, duro, valiente, capaz de trasmitir que no sale gratis que se superen algunos límites y por tanto evitando que algunos se atrevan fácilmente a traspasarlos. O quizá sean solo cosas de los libros y de las películas. Aunque me temo que es lo que muchos le van a reprochar a Rajoy, incluso dentro de su propio partido.
Hablando de películas sobre bromas, y para trascender el incidente, hay una maravillosa: “Calle mayor” de José Antonio Barden. Una buena oportunidad para revisarla, a ser posible leyendo después el capítulo que le dedica Juan Antonio Rivera en “Lo que Sócrates diría a Woody Allen“, donde especula sobre el aburrimiento como fuente de maldad.
“Es algo que también les pasaba a Alex y sus «drugos» en “La naranja mecánica”: la infraestimulación mental puede convertirse en una terrible, y poco conocida, forma de sufrimiento “sufrimiento, capaz de empujar a quien la padece a la comisión de atrocidades aparentemente inexplicables y gratuitas. Y aquí da lo mismo que nos movamos en el entorno psicodélico y futurista de La naranja mecánica o en la atmósfera de viscosas usanzas tradicionales que nos muestra Calle Mayor. Es un fenómeno ubicuo, universal; y para entenderlo mejor, le propongo repasar las nociones de placer y comodidad que están en el núcleo cordial de la película de Bardem.
La distinción entre placer y comodidad se la debemos al economista de origen húngaro Tibor Scitovsky[28], aunque recuerda fuertemente la separación que ya hiciera en el siglo III a. C. el filósofo griego Epicuro entre placeres estáticos y placeres cinéticos. El placer y la comodidad, aunque son cambios que normalmente experimentan las terminaciones de nuestro sistema nervioso periférico avecindadas en los ojos, la nariz, la piel o las mucosas, se registran como tales en el cerebro. Podemos trazar un segmento imaginario en que queden indicados los distintos niveles de activación general del cerebro. En algún punto intermedio de ese segmento se encuentra el óptimo de estimulación cerebral; a la izquierda de ese punto está la zona de infraestimulación, y a la derecha, la de sobreestimulación.
La comodidad (el placer estático, que diría Epicuro) se alcanza cuando estamos instalados en el óptimo y, por ello, libres tanto del dolor de la sobreestimulación (sed, hambre, frío, excitación sexual) como del de la infraestimulación (tedio); cuando estamos fuera de ese óptimo experimentamos displacer, incomodidad. Y el placer es un fenómeno cinético, que consiste en el viaje desde la incomodidad hasta la comodidad. Como decía san Agustín: «No hay placer en comer y beber a menos que preceda el malestar del hambre y de la
“sed». Este viaje placentero lo conseguimos cuando aliviamos la sed bebiendo o la tensión sexual copulando; pero también cuando escapamos del frío calmo del aburrimiento y caldeamos nuestro desnutrido cerebro con alguna novedad que lo alimente. Esto último ha sido menos notado en general. Freud, por ejemplo, concebía el placer de una manera un tanto unilateral: como descarga de la sobreexcitación; descuidando con ello que también hay dolor (y por lo tanto posibilidad de escapar de él y, por ello, posibilidad de placer) en la infraestimulación, cuando estamos atrapados en una cierta atonía mental y conseguimos desplazarnos, gracias a alguna novedad benefactora, desde la infraestimulación al óptimo de activación o despertamiento cerebral.”
(…) “En primer lugar, para poder sentir el placer hay que estar fuera de la situación de comodidad; hay que volver a incurrir en el dolor, en la incomodidad, para poder revivir el placer. Lo malo del dolor no es tanto el dolor mismo cuanto que nos sintamos indefensos para escapar de él hacia la comodidad. Se puede incluso preferir hacer excursiones voluntarias a la incomodidad para así tener ocasión de experimentar otra vez el placer: la moral nietzscheana, como sabernos, recomienda como deseable un estilo de vida en que la incomodidad y el dolor son incluso buscados y voluntariamente autoimpuestos como medios y como tónicos para elevar nuestros niveles de bienestar. Nietzsche llegaba hasta a admitir que cuanto más cruda es la incomodidad, más intenso puede ser el placer; es decir, cuanto más nos alejamos del óptimo de estimulación, más largo y profundo es el «viaje» placentero del que podemos gozar. Esto no es una muestra de masoquismo, sino la aceptación de que el dolor es el peaje que hay que pagar obligadamente para obtener el placer.
Epicuro no aceptaría una conclusión tan radical, desde luego. Él era partidario de los placeres tranquilos y hubiese rechazado como «demasiado emocionantes» esos viajes de largo recorrido de la incomodidad a la comodidad por los que se inclinan éticas más heroicas. Para él, la felicidad máxima dable a los seres humanos era la ausencia completa de todo dolor o perturbación, tanto físicos como mentales, la perfecta comodidad, el placer estático sin fin. En una de sus Sentencias Vaticanas, la número 33, quedó expresivamente reflejado el parecer de Epicuro: «El grito del cuerpo es este: no tener hambre, no tener sed, no tener frío. Pues quien consiga eso y confíe que lo obtendrá competiría incluso con Zeus en cuestión de felicidad. “Aquí usted habrá de escoger entre las perspectivas rivales de Epicuro y Nietzsche, pero desde luego se compadece más con el punto de vista de Nietzsche que con el de Epicuro. La segunda lección que se obtiene es que si nos establecernos perezosamente en las pegajosas seducciones de la comodidad nos privamos con ello de la capacidad para sentir placer. La vida mejor no es la vida cómoda, como nuestros inveterados hábitos de pensamiento nos hacen creer. La vida indolora se convierte con rapidez en una vida incolora, sin contrastes, en que la comodidad, si se mantiene más allá de la cuenta, deja de ser tal: diríamos que todo el segmento imaginario de niveles de estimulación se corre en bloque hacia la derecha, y lo que era comodidad se convierte insidiosamente en infraestimulación, en una trampa de atonía y grisalla para nuestro cerebro. Las comodidades se transforman casi en adicciones, que llevan aparejadas la inesperada consecuencia de ir desalojando el placer de nuestras vidas. Scitovsky menciona que, conforme envejecemos, nos vamos «aburguesando»; nos decantamos cada vez más, y casi sin darnos cuenta, por la comodidad frente al placer; y esto constituye por sí mismo un indicador fiable de envejecimiento, tanto mental como corporal.
La tercera enseñanza que se desprende de la figura 1 es que el placer es un fenómeno efímero, transitorio; dura lo que dura el viaje hasta la comodidad. Esta en apariencia melancólica consecuencia se opone a la concepción que de la felicidad tenía el gran filósofo alemán Immanuel Kant, que mantuvo lo siguiente:
Felicidad es la satisfacción de todas nuestras inclinaciones (tanto extensive, atendiendo a su variedad, como intensive, respecto de su grado, como también protensive, en relación con su duración).
Esta interpretación de la felicidad, que me parece la más común, toma en préstamo de la comodidad las propiedades de durabilidad indefinida y ausencia de dolor; y del placer, la intensidad. Pero, si se ha comprendido todo lo anterior, se comprenderá también que una beatitud así no es algo de este mundo, que esa felicidad a la vez intensa e interminable es una imposibilidad psicológica, por muy seductor que resulte dejar que nuestra imaginación se abandone a tan celestial panorama.
Aunque, en efecto, el programa de radio es detestable en mi opinión, pareces suponer, además, varias cosas que me parecen cuestionables:
-Que todas las bromas son como en los patios de colegio: el abusón humilla al novato. Entre los adultos suele ocurrir al revés: nos mofamos del que se siente crecidito para recordarle que nadie es mejor que nadie.
-Que Don Mariano es igual de “majo” en horas bajas (bajísimas…) que cuando blandía decretazo con mayoría absoluta.
-Que es real el desencuentro que PP y CIU escenifican.
-Que hay una gran diferencia entre Don Mariano proponiendo políticas que han provocado suicidios entre los deshauciados, malnutrición infantil y fallecimientos entre los enfermos de hepatitis C y los últimos años de Franco firmando sentencias de muerte en El Pardo.
-Y, en fin, que Sócrates hablaría con Woody Allen, dado que en “República” se expulsa a los poetas venales (y, desde luego, a los comediógrafos) de la ciudad justa.
Si nadie es mejor que nadie ¿por qué algunos se creen tan buenos que se imaginan capaces de desvelar a los que se creen mejores o parecen sentirse “creciditos” y atizarles en algún sitio con bromas tan moralmente legitimadas y que, por tanto, les deben producir tanto gozo merecido como si fueran mejores?
Si nadie es mejor que nadie ¿por qué algunos se creen capaces de ver tan claro lo que a otros se les oculta y que por tanto los hace culpables de no ver y responsables de lo que se supone que produce, en una causa efecto incuestionable, lo que no ven?
Si nadie es mejor que nadie ¿por qué algunos se aventuran a establecer causalidades tan extremas que parecerían merecer un castigo eterno y extremo o se atreven a desenmascarar la tiranía vestida de democracia en la que otros (los peores) creen vivir?
Woody no viviría bien en la “Republica” (la ciudad justa), llevas razón, como ningún individuo libre. Era una sociedad totalitaria liderada por guardianes, inventores del mito fundacional, que no permitían desafiarlo. De ninguna manera, ni siquiera con bromas.
Bueno, nadie es socialmente mejor que nadie es un pensamiento fundamental del mundo moderno al menos desde que lo formuló John Locke en el s. XVII…
Y sí, el socratismo político es poco recomendable y siempre lo ha sido, pero yo no he escrito un libro en el que insinúo que voy a transmitir tanta sabiduría como Sócrates pero en el formato humorístico de Woody Allen, porque ya se sabe que la autoayuda sólo ayuda verdaderamente al que la escribe.
Reconozco que el título del libro no es afortunado, quizá porque la editorial quería vender, y ya sabes lo que pasa con los títulos. Pero no es de autoayuda. Solo son comentarios filosóficos, sin muchas pretensiones, a partir de buenas películas, hechos por un tipo que estudió filosofía. No está mal. Y por supuesto todo lo que dice es discutible.
Me encanta que menciones a Locke. Eso es algo esencial en este país también en estos tiempos.
No se puede evitar: lo damos en clase…