Las pequeñas muertes de Sherlock Holmes

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Supongo que no fui la única en empezar su año cinematográfico viendo el especial navideño de Sherlock. Mucho debe escribirse sobre la adaptación de Steven Moffat y Mark Gatiss: sobre historia, ficción y metaficción, pero también sobre el bien y el mal, Moriarty y las sufragistas, el conocimiento y el amor y la muerte y otras vueltas de peonza del siempre agónico siglo diecinueve, que, como Sherlock Holmes, nunca consigue destruirse de todo.

En este episodio vemos lo que ya sabíamos, que es el recurso de Sherlock a las drogas cuando el péndulo de la vida oscila hacia el polo del tedio. El pacto con Watson es “Never on a case”, admitiendo que las sustancias tienen el mismo lugar que la emoción y la vida, y que por tanto son prescindibles cuando el crimen provee “the real thing”. Pero vemos también que el pacto es quebradizo, puesto que las sustancias son tan parecidas a la vida que no sólo acercan – sustituyen – a la muerte, sino que se vuelven necesarias para ese viaje al fondo de la razón que es resolver el caso. Mycroft, auténtico motor inmóvil de cualquier trama, dictamina: “Nobody deceives like an addict”. “I’m not an addict, I’m an user”, replica Sherlock, capaz de llevar al campo retórico cualquier disputa sentimental. Que se lo digan a Irene Adler; que se lo digan a Moriarty. Cuando baja del avión (¿y de la embriaguez?) Sherlock exclama que ya sabe cuál va a ser el próximo movimiento de Moriarty.

 

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Cada triunfo de Sherlock es una huida de sí mismo, o de lo que no le gusta de sí mismo. El análisis y la droga sirven a igual objeto, una especie de ideal de verdad de las cosas y una especie de ideal de justicia del mundo: la victoria según la novela policiaca. El análisis y la droga sirven, igualmente, a otro objeto: desvelar de qué cosas no buscamos la verdad y las ajustadas costuras que unen el lado angelical y el demoníaco: la belleza romántica. En este episodio vemos lo que ya sabíamos, que es que la lucha de Sherlock contra Moriarty es un diálogo consigo mismo, una partida de ajedrez en la que el detective lleva las blancas sólo porque visceralmente prefiere destruirse a sí mismo antes que al orden establecido.

 

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Es un juego solitario, una batalla de la imaginación, como el especial navideño de Sherlock. Pero las batallas de la imaginación suelen decidirse en la realidad física, sea en las cataratas de Reichenbach, la azotea del hospital Saint Bartholomew, el hogar doméstico de Mary y John Watson o esa cena con Irene Adler que Sherlock nunca aceptó. O también en el banquete infinito del Mycroft decimonónico, la asesina-mártir feminista Emelia Ricoletti o los mil fármacos de Sherlock. La adicción no sustituye al proceso mental del detective; la inteligencia pura y su destilación de causas y efectos no se contraponen a la tensión corporal de las drogas, el hambre o el sexo, sino que todo forma parte del mismo juego: entender y controlar. Sherlock se persigue a sí mismo puesto que nunca acabará de comprender sus propios deseos; y, entre ceder o controlarlos, elige esto último. Aunque eso arrastre una pequeña muerte con cada pinchazo de cocaína.

Supongo que no fui la única que hizo propósitos de Año Nuevo, y por eso me toca escribir. Mientras sigamos persiguiendo lo que no entendemos e investigando lo que deseamos jamás concluirá el siglo diecinueve; y, por lo que a mí respecta, Sherlock Holmes tampoco.

 

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