Elogio del aula

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La última película de José Luis Guerín, La Academia de las Musas, nos abre sin pudor la puerta del aula universitaria, uno de los espacios más inéditos en nuestro cine y nuestra literatura. En 2015 también lo hizo Woody Allen con Irrational Man, mostrando la belleza de la piedra noble y el césped impoluto del campus americano pero, sobre todo, la bulliciosa vida interna de la comunidad académica. Es evidente que España no posee campus ni comunidad en el sentido que la tradición anglosajona otorga a estos conceptos y que nuestras universidades no son más que un conjunto de edificios con el aula como único punto de encuentro. Fuera de ella, generalmente solo existen pasillos y despachos con una total desconexión que solo alivia en parte la cafetería. Quizá esta (aparente) falta de vida explique la escasa presencia de la universidad en el mundo de las letras donde una de las mejores novelas sobre el tema sería Todas las Almas de Javier Marías, pero centra en uno de los colleges de Oxford su belleza y su fuerza. En un panorama nacional más bien exiguo cabe mencionar, entre otros ejemplos, Un Momento de Descanso de Antonio Orejudo, profesor universitario además de escritor, y en el cine el estreno de Tesis de Alejandro Aménabar, que utilizó las aulas de la Complutense para un brillante thriller.

 

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Esta escasez contrasta con la espléndida tradición de la novela de campus en la literatura de habla inglesa, que a su vez se ha trasladado a la pantalla. Desde Jim el Afortunado de Kingsley Amis, pasando por la célebre trilogía de David Lodge o la magnífica Stoner de John Williams( tres ejemplos entre cientos), la figura del profesor y su mundo ha sido objeto de espléndidas radiografías, retratos sublimes y sátiras mordaces . Por otra parte, sería un error suponer que este género siempre se enmarca en un campus bucólico porque en muchos casos se trata de las llamadas “red brick universities”, feos y sucios edificios de ladrillo sin ninguna solera ni solemnidad. La diferencia-sin duda esencial-es que para las letras anglosajonas la universidad es un microcosmos capaz de generar los mejores relatos, como en cualquier grupo humano que se precie, con la ventaja de que en un aula todo( o casi todo) gira en torno a la palabra y la capacidad de comunicar( se). Dicho de otro modo, la docencia universitaria es, entre otras cosas, el arte de contar historias que Walter Benjamin describe en El Narrador: un contador apasionado que hace que sus relatos cobren vida por medio de la palabra hablada. Vista desde esta perspectiva, no cabe duda que la universidad cabalga entre la realidad y la ficción y se convierte con facilidad en esta última.

 

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Esta es la propuesta de Jose Luis Guerín al asomarse con su cámara a los seminarios de literatura de Rafaelle Pinto, profesor de la Universidad de Barcelona, y filmar con gran oficio las palabras, gestos, miradas, sensaciones individuales y colectivas, en definitiva los diversos movimientos que hay en una clase a pesar de su aparente quietud. En la película, al igual que sucedía en Irrational Man, el punto de partida es la legendaria seducción del maestro sobre su alumnado, sobre todo si hablamos de asignaturas de Humanidades que invitan a desnudar almas y mentes y al intercambio de experiencias y confesiones. ¿ Es cierto, cabe preguntarse, que un profesor ejerce una fascinación simplemente por el efecto tarima, tal como lo denominó Javier Marías en Negra Espalda del tiempo? :

“Y en una de aquellas alumnas creí notar una expresión de contento al oír que no estaba casado. Nada de lo que presumir ni enorgullecerse, dado que todos los profesores y profesoras del mundo disfrutan de lo que puede llamarse ‘el efecto tarima’ y gracias a él levantan pasiones espúreas y alucinadas, hasta los más feos, los más sucios, los más odiosos, los más despóticos y los más ruines, lo sé de sobra. Yo he visto a deslumbrantes mujeres casi adolescentes flaquear y derretirse por infrahombres apestosos con una tiza en la mano, y a candorosos muchachos envilecerse (circunstancialmente) por un escote estriado y enjuto inclinado sobre un pupitre. Quienes se aprovechan de este efecto tarima suelen ser despreciables, y son muchos.”

 

La atracción indiscriminada que proclama Marías se nos antoja totalmente desproporcionada y sería objeto de un debate mucho más amplio que este espacio. Pero queremos testificar que La Academia de las Musas muestra una experiencia real de un seminario universitario de literatura donde se parte de la máxima de que enseñar es seducir y de que la labor del profesor es sembrar dudas y abrir interrogantes más que dar respuestas. Una experiencia que se mueve entre la realidad y el deseo, el documental y la ficción y que gradualmente traspasa las paredes del aula para mostrarnos otras historias en otros escenarios pero con los mismos personajes. Un tema- en este caso el de la tradición romántica del amor y el papel de las musas- establece un poderoso vínculo, no solo entre el profesor y las alumnas, sino entre las propias alumnas , que comparten la huella indeleble de una enseñanza y la ramifican y prolongan en sus vidas. No en vano el leit motiv que recorre las lecciones del maestro es el deseo femenino como impulsor del arte y regenerador de la vida, un deseo que se transmite y fertiliza a través de la palabra y que Guerín completa con poderosas imágenes.

 

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Fuera de la pantalla, en esa universidad real y prosaica donde muchos llevamos décadas trabajando, también se obran prodigios aunque no tengamos un campus idílico ni la cámara de Guerin como testigo. Una clase de literatura ( quizá cualquier clase, pero desconozco otras materias) puede alcanzar verdaderos estados de gracia, similares a los que se viven, por ejemplo, en un concierto,experiencia esta última donde la desinhibición abre la espita de la intensidad. La vibración individual y colectiva que se alcanza con la música, ya sea en un gran recinto o en la intimidad de una sala, radica en la fusión paulatina con el (los) intérprete( s), en el vértigo de ser música y cruzar los límites de la fisicidad, aunque tanto el intérprete como nosotros estemos condenados a retornar al mundo de los mortales. Pero es él o ella quien nos transmite que, mientras dura su música, las leyes del universo no rigen y todo se concentra en la epifanía de esos instantes gloriosos :cuerpos y almas latiendo en un acorde único y universal allí y entonces.

 

 

Una clase de literatura es una puesta en escena de la palabra, o más bien de las palabras: la excelencia de la palabra escrita y nuestra propia voz al pretender compartirla con el alumnado y despertar en él palabras dormidas. Una clase de literatura es un diálogo, aunque en principio sólo suene la voz del profesor, que espera el prodigio de encontrar una mirada colgada de la suya , y luego quizá otra, y más tarde tal vez otra, y en días que uno está sembrao tal vez muchas. Es entonces cuando la palabra- como la música en el concierto – fluye sola, liberada, como si ya no te perteneciera solo a ti porque reverbera en ese conjunto de rostros que te rodean y te responden aunque guarden silencio. Un silencio sagrado y a la vez sonoro que puebla las mesas de voces, ojos, respiración, cuerpos, manos y una penumbra- sea real o no- que diluye cualquier escenario real. El estado de gracia de una clase de literatura es sentir la palabra como tacto y contacto físico y espiritual y establecer un acorde colectivo con quienes te escuchan con la mirada y te tocan con la mente. ¿ Consistirá en eso la seducción que filman Allen y Guerín, entre muchos otros? ¿ No estamos hablando, en definitiva, de un ejercicio de complicidad, con toda la belleza y el riesgo del término? Porque solo en la literatura y en el cine se nos explica qué ocurre más allá del aula tras esos momentos de vivencia colectivo, mientras que en la vida real, una vez concluida la clase, entre profesor y alumno se establece esa especie de cristal interpuesto que utiliza Guerin para separar algunos personajes . Quizá aquellas clases que enaltecieron a unos jóvenes sean recordadas después, incluso añoradas, pero esto nunca lo sabrá el profesor porque forma parte de esas cosas que nunca te dije que exige la norma ( nunca escrita) entre docentes y alumnos.

 

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Pero quizá por eso, más allá del aula se busca siempre algún rastro de los momentos de arrebato compartidos, ya sea entre las páginas del libro prestado , o en esos subrayados o esas anotaciones inspiradas por nuestras palabras y que en cierto modo las inmortalizan, en esa música recomendada en la que creemos reconocer nuestra huella, en ese café espontáneo y cordial que surge algún día o en ese reencuentro años después, con cuerpos muy distintos pero con almas todavía cercanas . Cualquiera de estas huellas, o solo el pensamiento de que puedan existir, constituye un trofeo que anula otros sinsabores de la docencia universitaria, que también los hay. En cualquier caso, nunca sabremos si los alumnos nos recuerdan ni cómo nos recuerdan pero sí sabemos que, año tras año, la juventud siempre vuelve al pupitre en otoño y que cuando vuelven siempre tienen 20 años mientras tú atraviesas dígitos y décadas vertiginosamente. Y, pese a todo, la palabra puede borrar la gran distancia que nos va separando y nos fertiliza de tal forma el cuerpo y el espíritu que allí, en el aula, una siente que hace muchos años que siente que tiene 20 años. Pero solo en el aula.

 

 

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2 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Le guste a Marías o no, el “efecto tarima” funciona universalmente, sobre todo para los varones. Y es porque la erótica del saber es también otra erótica del poder, como descubrió Sócrates (curiosamente a Nietzsche, que desveló en esto al ateniense, fue al único que nunca le terminaba de salir, seguramente porque le faltaba una nítida tarima). El poder de seleccionar y administrar la sabiduría del pasado que pueda ser buena para embellecer el alma, la cual se supone que ha embellecido ya al maestro por encima de los compañeros jóvenes de la misma edad que la pupila o pupilo. Yo lo he padecido muy suavemente por ambos lados -erotizado y erotizador-, y a la larga me parece algo embarazoso y ridículo, pero quizá parcialmente inevitable. Todo depende, creo, de los contenidos que uno decida impartir, o de las obras que decida ejecutar si se está en un escenario: cuando éstas son, también, de incitación erótica del tipo que sea es que el maestro está jugando aposta un juego peligroso y no poco irresponsable…

    Estupendo elogio.

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