Ese escenario de los bailes de verbena de antes. Los músicos inician una canción melódica, lenta, y la pista todavía está casi vacía. Las mujeres sentadas con sus mejores galas, nerviosas, mirando, esperando, intentando seducir sin que se note, quizá no a ese que ahora se acerca después de haber hecho acúmulo de valor o bebido algo, ensayando gestos de seguridad que probablemente no tiene, con el cigarrillo entre los dedos, jugándose la vida en la pregunta: ¿quieres bailar?.
La fiesta del “Erasmus” donde todo parece tan fácil, ahora que los jóvenes son libres y además han viajado tanto. Se conocen, se caen mejor o peor, se atraen más o menos, incluso algunos se aman con mayor o menor correspondencia. Beben mucho y todo parece fácil. Se ríen. Se eligen. Quizá cambian de pareja a lo largo de la noche. Tienen expectativas que consiguen o se frustran. Algunos buscan solo sexo en una noche loca; otros persiguen a alguien que les gusta de verdad y todavía no lo sabe; algunos están ya emparejados; todos necesitan sentirse lo suficientemente atractivos para sentirse deseados y por tanto valiosos. Algunos permanecen solos al filo de la madrugada o han tenido que conformarse con un cuerpo que no les gustaba demasiado, lo que probablemente les produce una profunda melancolía. Otros están eufóricos mirando despertar la mañana con la sensación de que se inaugura el mundo y ellos son los protagonistas.
Esa jungla de los años jóvenes cuando brota el deseo y comienza la búsqueda. Cuando hay que encontrar pareja utilizando unos códigos que no son explícitos y que vagan por el aire sin poder aprenderse exactamente en ningún sitio. Ese valor que cada uno se asigna y que de inmediato produce techos de cristal y fantasías que se juzgan alcanzables o inalcanzables. La construcción de máscaras y la nostalgia de la autenticidad. La imagen de búsqueda, lo que nos atrae o no de los otros que nunca controlamos del todo y puede llevar a dejarse seducir por el que menos conviene. Irse de alguien dando un motivo más o menos evanescente, neto o ambivalente, según la expectativa emocional de los tiempos. Sentir la chispa del amor o no sentirla a lo largo del tiempo. Las oscilaciones y las posibilidades de todo eso. El dolor del abandono que siempre se refiere a las insuficiencias de uno mismo.
Lo estupendo de este tiempo es que una noche cualquiera puede descubrirse una película de cualquier época que nos hace disfrutar o pensar sobre algo interesante que levanta un sustrato de memoria que nos crea emociones que ahora podemos ver de otra manera, con una distancia que no teníamos entonces y que nos permite tener la sensación de comprender. También descubrir el buen cine que también se hizo en este país cuando no era tan fácil.
“Noche de verano” fue la primera película que dirigió Jorge Grau, cuando tenía 32 años y estaba en esa edad de los personajes de la película, en la Barcelona de principios de los 60. Por ella circulan matrimonios jóvenes de los barrios altos, con hombres que siguen buscando aventuras en las barras de los bares de moda y mujeres más o menos resignadas que tratan de vivir su vida sin caer del todo en la amargura, en una sociedad en la que tenían las peores cartas. También jóvenes de clase social más baja que dudan de con quien comprometerse y se enredan en juegos muy peligrosos que no controlan del todo.
El chico pobre y prometedor que desea a la chica atractiva que solo lo utiliza y es amado de verdad por la buena chica que a él le parece poca cosa. El don Juan que recorre Barcelona en su coche buscando bellas mujeres a las que seducir y que sin embargo se encuentra tan solo pasado el tiempo, cuando ya han cambiado algunas cosas y el dinero no lo ha comprado todo y se desea lo que tiempo atrás se menospreció.
La tensión sexualidad afectividad no resuelta en nuestras sociedades. La transformación de la intimidad que Giddens tan bien describe. La evolución del deseo que quizá crea nuestras ficciones amorosas. “La llama doble” de la que hablaba Octavio paz. El buen cine que se hizo en este país en los sesenta desde el que puede rememorarse aquella sociedad a la que pertenecieron nuestros padres. Esa moral sexual cultural cruel en la que había que sobrevivir. Calle Mayor de Barden, El Pisito de Ferreri, El Verdugo de Berlanga
Pero también esa lucha ineludible en cualquier época donde no todo el mundo tiene el mismo capital erótico, ni la misma suerte, ni la misma inteligencia, ni los mismos recursos. Donde la cultura es tan importante pero quizá no todo. Las tesis de Buss en “La evolución del deseo”. Lo mucho que no sabemos y que quizá no es necesario saber del todo. El deseo y la vida.