Los aficionados al cine nunca olvidaremos la mirada de Ana Torrent en El espíritu de la Colmena, la magnífica película que Víctor Erice estrenó en 1973. Era una mirada que lograba condensar y transmitir todo el asombro del mundo mientras contemplaba una escena culminante de Frankestein. Aquellas pupilas negrísimas brillaban en la oscuridad de una sala y se teñían de temor a medida que la violencia y la muerte se apoderaban de la historia. Pronto se convirtieron en los ojos infantiles más célebres de la pantalla, muy lejos del gracejo empalagoso de Marisol, Joselito y otros productos nacionales.
Ana Torrent- Ana, en la película de Erice- tenía entonces 7 años y fue capaz de interpretar un papel de enorme complejidad, donde la realidad y la ficción se fundían en aquella España cruel de la postguerra. O, para ser más exactos, en una España donde la realidad superaba el terror que pudiera inspirar una película. Siempre me he preguntado cómo se puede extraer tal potencial de los niños ante la cámara, sobre todo cuando la historia que se cuenta supera con creces lo que ellos pueden comprender. El propio Erice ha explicado que él captó y aprovechó la espontaneidad de Ana más allá de las directrices del guión, y que ahí radicaba el magnetismo de su rostro y de su personaje.
La opera prima de Carla Simón Verano 1993 ( Estíu 1993 en catalán) , estrenada recientemente, marca otro hito en la trayectoria de la interpretación infantil. Aquí el reto cinematográfico es incluso superior al de Erice: filmar el viaje psicológico de una niña de 6 años que ha perdido a su madre y que debe entender el significado y las consecuencias de la muerte. Nada puede ser más ajeno al universo infantil que ese doloroso entramado de protocolos de duelo, separaciones y disposiciones legales. Pero tampoco nadie posee la capacidad de un niño para fabular sobre la realidad, por muy cruda que sea, y trazar un hilo de vivencias paralelas y empapadas de realismo mágico. El resultado es una película asombrosa, de austera y dolorida belleza, sobre todo si tenemos en cuenta que la directora se basa en la experiencia personal de perder a sus padres de niña, ambos víctimas del sida.
Siempre he pensado que el arte de mirar no es un don sino una conquista a la que se llega después de mucho tiempo viendo, contemplando, descifrando realidades e interpretando mensajes. Por eso el niño es un aprendiz privilegiado que observa la vida con una retina virgen, y poco a poco va imprimiendo en ella las emociones esenciales: el miedo, la alegría, el dolor, el asombro, el amor. Un lienzo en blanco que la propia existencia llena de luces y sombras a medida que crecemos y conquistamos una mirada propia. Así que la grandeza- yo diría que el milagro- de Verano 1993 es lograr que la cámara capte la intimidad que asoma en los ojos de Frida, (maravillosa Laia Artigas) y su variedad de tonos y destellos. De este modo al comienzo de la película compartimos sus pupilas humedecidas por la herida reciente, después el hieratismo en el que se escuda, la difícil aparición de la sonrisa, el rictus insolente de rebeldía ante su nueva familia, el mohín de los celos de Anna, la nueva hermanita ( magnífica Paula Robles) y, al final, solo al final, el bálsamo del llanto que aflora y que afloja el nudo en el pecho y la mirada.
Verano 1993 es una filigrana que inunda la pantalla de fogonazos de vida al natural, sin filtros, como si se hubiera rodado sin la ayuda de una cámara, simplemente sorprendiendo a las dos niñas en sus juegos y sus días felices y desdichados. La triste historia del guión no necesita nombrarse porque ya nos la cuentan los silencios, los gestos, el lenguaje del cuerpo, un leve parpadeo… Una prueba definitiva de que el niño posee el mundo- su mundo- en la retina y solo se trata de que un gran director – o una gran directora en este caso- sea capaz de provocar y extraer de ella ese caudal de sensaciones y sentimientos en estado puro. En otras palabras, el cine como el arte de saber mirar la mirada del otro y leer allí las infinitas historias que nos va contando.