Ursula K. Le Guin ha muerto en su casa de Oregón a avanzada edad y yo, sinceramente, ni siquiera sabía que seguía viva. Cuando era adolescente leí Los desposeídos y La mano izquierda de la oscuridad, pero debo confesar que no me enteré demasiado, o es que no me gustaron apenas, no recuerdo bien, porque eran fábulas intrincadas donde Le Guin planificaba con gran meticulosidad y respeto universos imaginarios en los que reflejaba ampliamente sus ideas políticas (de política anarquista y de política sexual, respectivamente), y yo a esa edad lo que necesitaba al leer era más acción, más personajes sobresalientes y embriagadores y menos ingeniería ficticia. Debería, es cierto, releerlos ahora, que soy inconmensurablemente más paciente, pero es que yacían entonces tan tentadores en su edición de Minotauro entre las numerosas estanterías de mi amigo Celso que no me pude resistir. Luego, la emprendí con Un mago de Terramar, y me ocurrió casi lo mismo, que la magia del sedicente mago era más metafórica que cinematográfica, y lo cierto es que no fui capaz de llegar al segundo volumen. Sin embargo, hace pocos años me hice con un ejemplar barato de El nombre del mundo es Bosque, que es, para qué engañarnos, igual de seria y de compleja que las anteriormente mencionadas, pero que me alcanzó a una edad mucho más adecuada a este tipo de lectura. Hay un tiempo para todo, y todo a su tiempo…
Por su trasfondo ecologista, El nombre del mundo es Bosque podría haber sido la inspiración remota del Avatar de James Cameron, que es quizá la clase de historia heroica que yo hubiese necesitado con 17 años. Pero no es así, no tiene, en realidad, nada que ver, todo lo contrario. Este pequeño relato de ciencia-ficción resulta mucho más duro, no de leer, sino de aceptar, que cualquier película de Hollywood, aunque ahora creamos estar hechos a todo. Al filósofo semi-rústico, semi-telúrico, Martín Heidegger quizá le hubiese gustado, caso de haberse dignado a leerlo, dado que hay cierto juego muy de él entre lo que pertenece al lenguaje que estructura un mundo y lo que acontece y lo modifica de punta a cabo. El ecologismo de la novela, pues, es relativo, después de todo, ya que también se trata del cambio de la relación del hombre con la naturaleza a peor, y no únicamente de equilibrios que se presuponen, como tales, estáticos en su estructura fundamental, como parecen querer nuestros chicos de la bandera irisada. En cualquier caso, creo que es una obrita muy recomendable para iniciarse en el mundo de Ursula K. Le Guin (que, por cierto, lleva por nombre Ekumen, lo cual, si no me equivoco, tiene que ver intencionadamente con el término griego Ecumene, o sea, “parte civilizada del mundo”), en toda su gravedad narrativa y en toda la hondura humanística de sus temas, de un modo fácil, breve y directo. Le Guin ha sido, yo creo, la autora más responsable de ciencia ficción que haya dado el s. XX, y cuando digo “autora” quiero decir escritor en general, de ambos sexos, de estirpe andrógina, conforme al espíritu de su propia obra. Toca, me parece, despedirse leyéndola…
La despedida de Rosa Montero
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