“Todas las familias felices se parecen entre sí pero las desgraciadas lo son cada una a su manera”.Así comienza Anna Karenina y así nos explica Tolstói que la infelicidad tiene un modo de ser propio, en tanto que la dicha parece obedecer a patrones comunes y homogéneos. Claro está que la frase pertenece a una novela, donde el guión puede cambiarse a voluntad del autor, por lo que nunca sabremos si hubiera dicho lo mismo de la vida, de la suya y de la de los demás. Pero estamos de acuerdo en que, a niveles artísticos, un personaje o grupo humano con problemas resulta rentable, muy rentable, aunque, teniendo en cuenta la historia que narra, Tolstói debería haber empezado así la obra: todas las mujeres felices se parecen entre sí, pero las desgraciadas lo son cada una a su manera”. Y es un hecho probado que las mujeres con frecuencia son infelices por sus relaciones con los hombres.
No corren buenos tiempos para la lírica de la igualdad. Muy por el contrario, la brecha entre los dos sexos parece haberse ensanchado y cada día aumenta el clamor contra el machismo, el acoso y otros males endémicos que deben desterrarse. Pero es un hecho que el arte transciende la realidad y por ello quiero rescatar aquí un espacio para esa otra mirada masculina que ha creado excelsos retratos de mujer en la literatura, la pintura o el cine (¿alguien podría negar la brillantez del denostado Woody Allen para explorar el alma femenina, por poner un ejemplo?). Una mirada que ha sabido captar los entresijos de un cuerpo y una mente muy diferentes a los suyos, regidos por leyes biológicas que ningún decreto igualará, por mucho que se avance en la deseada paridad de derechos y deberes. En la literatura, pese al gigantesco esfuerzo que debe suponer esa especie de “transexualidad artística”, son muchos los autores que han creado inmortales nombres de mujer y que han ilustrado sus vidas y su evolución a lo largo de la historia. Ya sé que el lector/a estará pensando que lo mismo podría decirse de las escritoras con respecto de los personajes masculinos: ¿es posible superar la maestría de Emily Bronte al crear a Heathcilff en Cumbres Borrascosas, pongamos por caso?. Pero, reconociendo su grandeza, cabe afirmar también que la pluma femenina no ha trazado tantos retratos de varón, sin que en modo alguno se deba a la falta de talento.Todos sabemos que la desigualdad de oportunidades silenció a muchas escritoras en ciernes y limitó su capacidad de observación y de escritura. Tampoco olvidemos la enorme distancia-física y social- entre la mujer y el hombre durante siglos, cuyo único punto de encuentro era aquel que conducía al matrimonio. Por ello su mirada, la mirada femenina, debió reservarse pudorosamente para el futuro esposo y padre de sus hijos y no gozó de la libertad y la impunidad con que los varones observaron y disfrutaron de la mujer.
La última novela de Javier Marías, Berta Isla, ha resucitado la vieja tradición de dar a un nombre de mujer la propiedad del título y- de maneras muy diversas- de la obra. Nombre y apellido sin más, condensando en ellos un personaje, un relato y una o muchas historias que se tejen en torno a un nombre propio y un patronímico. Tal es el caso de Moll Flanders, Anna Karenina o Pepita Jiménez, pero también otras denominaciones que revelan su estado de mujer casada: el propio Karenina o Madame Bovary, e incluso su posición de esposa consorte como La Regenta. Otras veces es solo el primer nombre como Pamela, Clarissa, o el guiño malicioso que puede poseer un diminutivo, como la celebérrima Lolita. Todas ellas son mujeres enamoradas, transgresoras del orden establecido en nombre de la pasión amorosa por la que pagan un alto precio personal y social. Y todas ellas anteponen su condición de mujer a la de esposa y madre, destinos sagrados que les reservan las leyes de los hombres. Ser mujer, sentir y actuar como mujer fuera de la bendición del matrimonio, fue durante largos siglos una aventura extrema que solo corrieron las heroínas literarias o un puñado de mujeres singulares que precisamente por ello pasaron a la historia. Y justo es reseñar que muchos de los grandes retratos de la pasión femenina se deben a las plumas de los varones, algo que hacía preguntarse a Stefan Zweig con respecto de Tolstói “cómo aquel hombre había podido describir los sentimientos más escondidos que ellas llevan encerrados en lo más recóndito de su cuerpo y que no han podido ser experimentados por nadie más que por ellas mismas”. Sin duda uno de los mejores ejemplos de la “adopción” de una voz y unas vivencias femeninas sea el monólogo de Molly Bloom con el que finaliza Ulises y donde Joyce desgrana de forma deslumbrante la sensualidad y sexualidad de una mujer. Aunque quizá es la siguiente frase de Flaubert, al parecer apócrifa, la que mejor define esa capacidad suprema de identificarse con el otro sexo : Madame Bovary c´est moi.
No sabremos nunca si las mujeres felices se parecen porque la literatura les ha dedicado menos espacio pero es evidente que las infelices lo son cada una a su manera, como dan fe las numerosas obras maestras que nos lo han contado. Anna Karenina, Emma Bovary y Ana Ozores, entre otras, tienen en común que aman a hombres prohibidos y por ello conocen el final trágico que la moral y el canon literario de la época imponía para una mujer sin honra. Pero todas y cada una poseen una individualidad poderosa y un modo particular de enamoramiento que el autor glosa con esmero, explorando los rincones-y las razones-de su corazón que la razón, tanto propia como ajena, no entiende. Son personajes de una enorme complejidad emocional, que se mueven en una vida represiva y turbulenta y que convencen precisamente por la interiorización del conflicto amoroso que protagonizan. Da la impresión de que sus autores pudieron observarlas y escucharlas muy de cerca, incluso entrar en su existencia y compartir sus desvelos en un gran ejercicio de introspección y empatía sicológica.
Berta Isla también consigue esa cercanía con el personaje que da nombre a la novela, aunque no es esta la primera vez que Marías entrega su historia a la mirada y la voz de una mujer. Ya en Los enamoramientos, María Dolz se erigía en narradora y protagonista de un relato sobre la fuerza y las desventuras del amor. Pero en Berta Isla se produce un interesante cambio de rumbo, a pesar de que su título también promete un personaje y una historia de mujer. Lo promete y lo cumple: la obra gira en torno a una mujer que espera, espera durante muchos años la vuelta del esposo, envuelto en una turbulenta vida de servicios secretos a la corona británica. La espera femenina es un elemento literario recurrente desde que Penélope resistió la ausencia de Ulises tejiendo y destejiendo un sudario. Pero en el caso de Berta Isla la espera no es solo el marco temporal en el que transcurren tres largas décadas sino un modo de ser y de estar en el mundo, lo cual no significa que la pasividad impere en el relato. Muy por el contrario, de Berta ya se nos dice al comienzo que “parecía saber desde muy pronto a qué clase de individuo pertenecía, a qué clase de muchacha y de mujer futura, como si jamás hubiera dudado de que su papel era protagonista y no secundario, al menos en su propia vida”. Y de Tomas Nevinson, su esposo, poco se nos cuenta pero todo invita a imaginarle en vertiginosas hazañas del mundo de los infiltrados. Aún con todo, si hubiera que elegir una imagen que resume la obra sería esa figura femenina en el balcón, oteando la plaza a la espera del regreso del esposo. En esta nueva reescritura de Penélope, Berta “teje” la existencia del otro con recuerdos, anhelos y ensoñaciones. No en vano la novela alterna un narrador omnisciente con varios monólogos de mujer que nos presenta a Tomás Nevinson como un desterrado del universo, un prófugo de su hogar y su vida porque como él mismo afirma “tengo la sensación de que yo no he escogido tanto como se me ha escogido a mí”. La obstinación amorosa femenina- “no es fácil dejar de querer a quien se ha resuelto querer desde muy temprano”- es la que da entidad y vida al ausente, al desaparecido, porque Berta Isla es una obra hecha de ausencias y silencios, de personajes que, como se dice en el párrafo final “no se ven protagonistas ni de su propia historia, sacudida por otros desde el principio; que descubren a mitad del camino que, por únicas que todas sean, la suya no merecerá ser contada por nadie, o será solo objeto de referencias al contarse la de otra , más azarosa y llamativa, y sobre todo más elegida. Ni siquiera como pasatiempo de una sobremesa alargada, o de una noche junto al fuego sin sueño. Eso es lo que suele pasar con las vidas que, como la mía y también la suya, en realidad como tantas y tantas, solamente están y esperan”. Utilizando las propias palabras del autor, las novelas citadas anteriormente recogían vidas más “azarosas y llamativas”, con mujeres sufriendo de amor hasta la inmolación por su condición de adúlteras. Y en cambio en esta obra Marías aplica la sordina a la historia de una mujer que también ama a un hombre y es infeliz por ello, pero sin estridencias. Aquí la infelicidad parece ser tan anodina como la propia vida de tantos y tantos matrimonios que simplemente están y esperan y que nunca generarían una historia digna de ser contada. Mujeres anónimas, invisibles, sin el menor halo de heroísmo pero con una tenacidad en el amor que mantiene vivo al amado aunque “durante un tiempo no estuvo segura de si su marido era su marido, de manera parecida a como no se sabe, en la duermevela, si se está pensando o soñando, si uno aún conduce su mente o la ha extraviado por agotamiento. A veces creía que sí, a veces creía que no, y a veces decidía no creer en nada y seguir viviendo su vida con él o con aquel hombre semejante a él,mayor que él. Pero también ella se había hecho mayor por su cuenta, en su ausencia, era muy joven cuando se casó”.
No asistimos en Berta Isla a un final trágico, ese broche de oro que solía coronar los crímenes de amor con el castigo de la muerte. Pero Marías explora con minuciosidad de orfebre el dolor del extrañamiento, de la ausencia, de la incertidumbre y la espera como estados permanentes del corazón de una mujer. Una espera que se prolonga más allá del reencuentro, dilatando la distancia entre la pareja aunque estén de nuevo juntos y acercando sus destinos de seres desterrados. Prueba de ello es que al final de la obra es el esposo el que se asoma al balcón y otea la plaza que durante tantos años perteneció a la mirada de su mujer:“cuando viene a casa y yo estoy ocupada y los chicos fuera se pasa largo rato mirando por los balcones, la vista fija en los árboles que tan sólo fueron míos años y año”. No cabe duda de que el hombre en el balcón es una imagen insólita que rompe el monopolio femenino de la espera e iguala a ambos sexos en esa vigilia incesante que suele ser la vida: “quien se acostumbra a vivir en la espera nunca consiente del todo su término”.
Como decíamos al principio, son malos tiempos para la lírica de la igualdad, tiempos de denuncias y protestas que parecen agrandar la brecha (no solo salarial) entre hombres y mujeres. Pero, al margen de las justas reivindicaciones que suenan en la calle y en los medios, justo es también homenajear la maestría que han mostrado muchos escritores para comprender y transcribir el alma de la mujer enamorada, de esa mujer que abre la espita de su cuerpo y de su corazón dejando aflorar su ser más íntimo. Estos fieles cronistas de mujeres infelices que aman a los hombres tuvieron que escucharlas, observarlas de cerca, verlas, en definitiva, con esa otra mirada masculina que, lejos de detenerse en la admiración o el deseo, supo captar su esencia de mujer y esculpir con palabras su nombre y su historia.