Malos tiempos para el escepticismo

Six friends at Dieppe. Edgar Degas

“Una sociedad liberal se sostiene sobre el principio de que todos debemos tomar en serio la idea de que podemos estar equivocados. Esto significa que no debemos poner a nadie, ni siquiera a nosotros mismos, fuera del alcance de la crítica.”

-Jonathan Rauch

“La señal de una inteligencia de primer orden es la capacidad de tener dos ideas opuestas presentes en el espíritu al mismo tiempo y, a pesar de ello, no dejar de funcionar”.

-Scott Fitzgerald

Vivimos unos tiempos muy malos para el escepticismo, la razón, la crítica, la duda y los matices. Hoy en día las narrativas se venden en paquetes y tienes que comprar el paquete completo y sólo hay dos posiciones, los que compran el paquete completo o los que lo rechazan. Como digas: “pues mira, de tu narrativa me parece bien esto y esto pero sin embargo creo que eso de ahí y eso otro no es así…”, automáticamente vas al lado de los negacionistas, conspiranoicos o de los enemigos que rechazan ese discurso y lo que ello conlleva. La crítica racional, o la duda razonable, han desaparecido, sólo hay buenos y malos, blanco y negro.

Recientemente he leído Kindly Inquisitors, un libro que -aunque está escrito inicialmente en 1993- sigue siendo muy actual (lo cual son malas noticias porque indica que las cosas han ido a peor). En él, Jonathan Rauch hace una defensa de la ciencia, de la libertad de expresión y del escepticismo. En este libro, Jonathan Rauch resume así el principio esencial del escepticismo: “debemos todos tomar en serio la idea de que cualquiera de nosotros, y todos nosotros, podríamos, en cualquier momento, estar equivocados.” Nadie está por encima del escrutinio y tampoco lo está ninguna creencia.

Un corolario de este principio es que la crítica sincera es siempre legítima. Si cualquier creencia puede ser errónea, nadie puede legítimamente afirmar que se ha acabado la discusión, nunca. 

-En otras palabras: nadie tiene la última palabra.

Y otra conclusión es que ninguna persona puede decir que está por encima de ser evaluado o criticado por otros. Además, si todo el mundo puede estar equivocado nadie puede reclamar tener un poder especial para decidir lo que está bien y está mal.

-En otras palabras: Nadie tiene autoridad personal (tiene la que le otorga sostener una creencia que, de momento, está respaldada por datos y no ha sido refutada, no una autoridad personal)

De acuerdo con estas premisas obtendríamos la regla escéptica que dice: “Nadie tiene la última palabra: tú puedes afirmar que una declaración está establecida como conocimiento sólo si puede ser refutada, en principio, y sólo en la medida en que aguanta los intentos de refutarla.”

Esto no quiere decir que valga igual lo que dice la OMS que los antivacunas ni requiere tampoco renunciar al conocimiento. Y no quiere decir no llegar a conclusiones o a actuaciones. Adelante, concluye lo que quieras o toma decisiones y explica las razones. Pero a lo que sí hay que renunciar es a la certeza y hay que admitir que esas decisiones y creencias pueden necesitar ser corregidas.

Como decía, hoy en día ha desaparecido en la gente la capacidad de albergar en su mente ideas contradictorias, como dice Scott Fitzgerald, y convivir con la realidad de que todo es complicado y con muchos matices de grises, que casi nada es blanco y negro. Esta parece ser la esencia de la nueva visión de narrativas en paquetes. Hoy en día es imposible ya un planteamiento del tipo: “Por un lado tenemos tal…pero por otro lado -junto a lo anterior, al lado de lo anterior- tenemos cual”. 

La amenaza al escepticismo viene desde diferentes frentes. Por un lado, están los fanáticos. Los fanáticos ya saben cuál es la verdad, el principio fundamentalista es: los que saben la verdad deben decidir lo que está bien y el que niegue la verdad evidente deber ser castigado. Es el totalitarismo, tener ideas incorrectas es un crimen y ésta ha sido la doctrina de algunas religiones, por ejemplo, la cristiana.

Pero otras amenazas a este escepticismo provienen desde posturas humanitarias e igualitarias aunque conducen a un lugar parecido. Permitir las ideas incorrectas o los “errores” es arriesgado y han proliferado los fact-checkers y avanza por todos lados la tentación de crear Ministerios de la Verdad. Preocupa la desinformación, las noticias falsas y con razón. Pero contra esta tendencia, Rauch nos plantea que suprimir los errores tiene más riesgos y peligros que no suprimirlos, básicamente porque para llevarlo a cabo hay que crear una autoridad que dice lo que es verdad y lo que no lo es. Una vez creada esa autoridad, un “error” será cualquier cosa que las autoridades no quieren oír. Circula un chiste -que ilustra esto muy bien- que dice que en la URSS por supuesto que había libertad de expresión, lo único que ocurría es que no se permitía decir mentiras… Obviamente, el Politburó decía lo que era verdad y mentira. Es oportuno recordar que casi todas las grandes ideas fueron al principio consideradas erróneas y subversivas. Con Ministerios de la Verdad nunca habrían salido adelante, los Ministerios de la Verdad no van a favorecer el progreso. Un mundo como el reflejado en la novela 1984 de Orwell no es un modelo a seguir.

¿Y por qué está desapareciendo esta capacidad de disentir de una manera razonada, de hacer una crítica constructiva, de aceptar que en muchos temas hay, a la vez, razones a favor y razones en contra? ¿Por qué hemos caído en el “si no estás a favor estás en contra” en el “con nosotros o contra nosotros”? ¿Por qué este pensamiento por lotes? Pues como todo en esta vida las razones son complejas pero una de ellas es que estamos moralizando todos los temas. Cuando se moralizan los temas, como veíamos en otro artículo, nuestra postura es la verdad absoluta, desaparece la tolerancia y tendemos a poner el fin por encima de los medios. Las reglas que defiende Rauch pueden parecer muy exigentes pero son un pilar central de nuestra sociedad para poder gestionar los conflictos que siempre van a existir y para poder seguir haciendo ciencia. 

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