El país estaba raro, encrespado, con la amenaza de viejos fantasmas que volvían a emerger, como nubes de tormenta, cuando ya parecía que habían desaparecido para siempre. La “marca España” parecía haberse corroído de pronto, como si todo hubiera sido un “bluff” y el viejo complejo de inferioridad sólo el reflejo de una realidad cierta, un destino indeleble unido a un carácter o a unas capacidades. Después de sentirse en continuo ascenso durante años ahora tocaba descender y la caída podía ser muy dura, con todo el mundo rumiando el resentimiento y tratando de buscar culpables.
Sin embargo, algo simulaba estar a salvo: el fútbol. Un equipo español acababa de ganar la Copa de Europa y la selección defendía el título mundial en Brasil. Nadie dudaba de “la roja”, era el único símbolo que parecía unir al país, que mostraba signos de un antiguo esplendor, cuando había creído ser europeo y haber salido de pobre para siempre. Las empresas se volcaron en anuncios muy emotivos y los niños pedían camisetas con el número de sus héroes, soñando con ser como ellos. Las radios y televisiones prepararon programas especiales para ese Viernes 13.
El partido comenzó bien. Incluso se fue ganando al principio. Pero en el segundo tiempo todo se derrumbó. Los espectadores esperaron inútilmente una reacción agarrándose al sonido de cada nombre legendario. Iniesta, Xavi, Alonso, Ramos, Casillas… Pero hasta Casillas falló ¡y de qué manera!. La televisión lo mostraba descompuesto tras errores estúpidos que nunca hubiera creído poder cometer en un partido como ese. Los locutores de las radios estaban enmudecidos. Ya no era “el santo” como le llamaban algunos aunque todavía no se atrevían a llamarlo de otra manera.
Era sólo el primer partido, pero una derrota ante Holanda por cinco a uno convertía de inmediato en ridículos los anuncios optimistas, volvia lacias todas las banderas y patéticos todos los cantos de triunfo. El Mundial parecía perdido casi al comenzar y, mucho más que eso, suponía el ridículo ante el mundo entero, como si la derrota hubiera desvelado una máscara y devolviera a aquellos tiempos de impotencia de “la furia española” en que nunca se pasaba de “cuartos“, a aquellos tiempos de perdedores donde “siempre pasaba lo mismo” frente a equipos que presentíamos superiores desde el principio.
“La soledad del portero ante el penalti es poética“ dice Luis García Montero remedando aquel libro de Peter Handke. La soledad de Casillas en estos momentos quizá sea trágica. Da igual que lleve tantos años de éxitos, de paradas inconcebibles que hayan salvado campeonatos. Un portero es su último partido, sobre todo su último fallo en un partido importante que se pierde por su culpa. O que el público cree que se pierde por su culpa. Sobre todo si ha sido cuestionado y alguna gente puede decir que ya no era el que fue, que quizá Mourinho llevaba razón cuando lo dejó aquella temporada en el banquillo. O cuando se convierte en símbolo de una derrota y su foto de rodillas, impotente, da la vuelta al mundo ocupando las primeras páginas de todos los periódicos.
Hay casualidades que evocan recuerdos: Brasil, un portero una derrota. Es imposible no pensar en Barbosa en aquella final de 1950 con Uruguay. El primer portero negro con la selección brasileña, el mejor portero en el mejor estadio preparado para el triunfo. Doscientos mil espectadores que daban por descontada la victoria. Un gol a última hora que quizá no pudo parar pero que nadie le perdonó nunca, que simbolizó la derrota inesperada de un país entero, un “Maracanazo” que lo convirtió en un hombre amargado y lleno de culpa. En un hombre que soñaba un silencio, el que inundó el campo con aquel gol, el que llenaba sus noches de pesadillas más de treinta años.
Primero Casillas. Quizá esté cansado de sobreponerse, de luchar, de decirse a sí mismo que es el mejor, que sigue siendo el mejor. Aunque quizá sospeche que le falta la seguridad que aporta haber jugado más partidos, no sentirse cuestionado. Eso le hace pensar y un portero no puede pensar, tiene que ser un gato instintivo y poderoso. Optimista. Seguro de que sus manos son las más rápidas hasta en un penalti decisivo. Una seguridad frágil. Que se hace trizas en cualquier momento si a uno le han catalogado de “mejor portero del mundo”, que no puede fallar, que no debe fallar nunca. Y sabe que ha fallado demasiado últimamente. Falló en la final de la copa de Europa aunque luego se ganara el partido y la afición lo olvidara, aunque nunca del todo. Sabe que mucha gente lo apoya pero también sabe que otros no y que el mejor portero aspira a ser incontestable, Un mito. Por eso los fallos duelen tanto, por eso abren heridas y dudas que sólo pueden cerrarse con una gesta inolvidable, lo que no es tan fácil que se produzca.
Además están los otros porteros. Sabe que ha tenido suerte de que esté lesionado Victor Valdés. Quizá no hubiera sido titular. Pero sabe lo que esconde la mirada de Reina o de Egea. Le dan ánimos, le animan, pero sabe que esperan su momento. ¿Y cuando llega el momento de un portero?: sólo por una lesión o por una mala actuación del titular. Sólo hay un puesto y sólo se puede ocupar así. Lo sabe bien, recuerda la lesión que supo aprovechar aquel día del 2000 en el Stade de France, cuando fue el portero más joven en ganar una Copa de Europa. Cuando desde ahí comenzó a afianzarse en la portería por muchos años.
El miércoles ante Chile es un momento heróico. Convendría ganar y mejor por muchos goles. Un cuatro a cero por ejemplo despejaría dudas, haría brotar la de nuevo la alegría, la fuerza, la confianza. Sólo fue un mal día. Se sigue, al menos, dentro del mundial y en la próxima eliminatoria todo comenzará de nuevo. La remontada se considerará un mérito, algo que hará más valioso, más legendario, el título si se consigue.
Mientras, el país mira y contiene la respiración. Gente de todas las edades, de todas las ideas, de todos los lugares, más pobres y más ricos, más jóvenes y más viejos. Algunos preparan los dardos, otros preparan la ruptura; unos quieren cambiarlo todo, otros no cambiarían casi nada; un rey está a punto de coronarse y muchos reclaman una república. Es posible que haya gente calculando cómo influiría sociológicamente otro triunfo de “la roja” o una derrota prematura. Los futbolistas son gente sin crisis a los que todos les perdonan sus privilegios, incluso sus excesos. Siempre que ganen. Y el miércoles tiene que ganar por obligación o nadie olvidará su fracaso. El balón es un mundo muy pesado en los hombros de Casillas, el Atlas de ese equipo. Y el fútbol era el opio del pueblo.
Hay un hecho cierto y verdadero. Todos los equipos y selecciones tienen un ciclo, que una vez verificada su plenitud, inician un declive. Esa historia es visible en el viejo Madrid de Di Stefano y Puskas; en el Ajax de plenitud de Cruyf; en el Milán de Arrigo Sacchi; en la Quinta del Buitre o en el Barça camuflado como ‘Dream team’. La Selección española no escapa a esta regla, en la que ya pesan los años y los nombres y Del Bosque no ha sabido ver el viento fresco y opta por una repetición ventajista. El problema no fue perder, sino como se hizo y qué imagen se dió. Lo más llamativo del fútbol, es que -pese a la memoria- el pasado no cuenta para ganar el partido siguiente. Sólo vale el presente. O dicho de otra forma, no se gana con el nombre a secas y el escudo orlado por una estrella.
Leyendo el destino nacional en los posos del campo de fútbol, como en Invictus… No encuentro del todo mal que si se puede alcanzar la gloria agitando los brazos en una línea de 11 metros, también, de vez en cuando, pueda paladearse el oprobio. Un público caníbal, con hambre atrasada del consetudinario ayuno patrio, pide sangre. Pues que se produzca la remontada, y nos la gloses con tan buen estilo…