Hay luz en la oscuridad de la noche, no hay que olvidarlo. Y el lugar tiene una extraña belleza fría y ambivalente, quizá la de la ciudad, que puede implicar soledad, ruido, prisa, sueños rotos pero también posibilidad de libertad, de cruces con desconocidos en un bar de noche que no cierra y nunca es una foto fija, aunque a ciertas horas pueda parecerlo y haya habituales o esté vacío, solo con un camarero quizá somnoliento y la nariz aguileña. Pero por allí siempre termina pasando un flujo de gente que entra y sale, podría aparecer cualquiera que no necesariamente permanecería en silencio sino que podría iniciar una conversación o permanecer un rato, acompañando solo con su presencia, observable desde lejos en sus gestos, en su posible vida que otros podrían imaginar y quizá, desde esa fantasía, recuperar la fuerza para seguir persiguiendo algún anhelo.
Es verdad que no se ven las puertas, que todos podrían estar atrapados, pero eso también podría suponer otro enfoque, la metáfora de un refugio para gente que todavía busca algo o que trata de escaparse y solo pretende estar a salvo un tiempo, ser ellos mismos en algún sitio intermedio, antes de volver a su casa y sus obligaciones. La última copa de los que trabajan hasta muy tarde o de los que la necesitan antes de ir a dormir como un contacto con lo externo que aún existe, donde se sienten todavía a salvo y pueden ser otros, conservar una máscara o intentar volver a crearla.
Quizá todos los que están bajo esa luz blanca (se acababan de inventar los tubos fluorescentes) también sean personas que se despidan de ese mundo de tonos pastel antes de ir a una guerra atroz. Edward Hooper comenzó a pintar el cuadro en 1942, justo después del ataque a Pearl Harbor, quizá ya consciente de lo que iba a cambiar la vida de todos los que veía por la calle o adivinaba tras los cristales dentro de los bares. De pronto iba a desaparecer el hastío de la vida cotidiana para ser sustituida por el miedo, lo que quizá no cambiara aparentemente los rostros de ese bar. El hombre a punto de irse a la guerra que fuma su último cigarrillo en un bar “limpio y bien iluminado” junto a una mujer pelirroja que ya no sabe muy bien que decirle, el hombre de espaldas que sabe que puede perder a su único hijo porque ya él estuvo en otra guerra y sabe lo que es una trinchera y las tripas abiertas de un buen amigo.
Y sí, también todos pueden ser personajes derrotados por “el sistema” y la alienación inevitable que supuestamente procura, incluso entre los aparentemente privilegiados de la sociedad del espectáculo, como trató de mostrar en “El bulevar de los sueños rotos” (1987) Gottfried Helnwein. Lo que se intuye paseando Times Square cualquier noche entre luces de neón y turistas que entran y salen de tiendas de cachivaches clónicos; entre borrachos malolientes con los ojos perdidos y tronados con túnicas que predican a dioses justicieros mientras a su alrededor, algunas chicas solo vestidas con pinturas de colores, lucen la pureza perdida de un mundo que parece derrumbarse ante los ojos.
Aunque siempre cerca, en cualquier esquina, puede aparecer un diner “limpio y bien iluminado” que permite hacer pie desde esa estética quizá heredera de la decoracion doo-wop que, justo después de aquella guerra representó el optimismo del progreso tecnológico hasta que la niebla de la guerra fría terminó por diluirlo. Un lugar donde hacer pie y coger fuerzas para pasar una noche más, un día más, donde quizá aparezca alguien que pueda conversar y despierte algún animal dormido dentro del solitario e ilumine una posibilidad de sentido o un sol de alegría o simplemente mitigue el aburrimiento o una angustia que siempre se sospecha interminable al final de la tarde.
Ese tenue suelo que parece que nos sostiene en cada momento de nuestras vidas y que puede desaparecer tan fácilmente en algunas personas o, en algún momento en todas, quizá solo por la accion corrosiva de la soledad. Aquello que dejó escrito Hemingway y que quizá inspiró a Hooper que sin embargo, en sus notas escritas por su mujer Jo, sólo expuso su perspectiva visual implacable y minuciosa de un pintor:
Noche + interior brillante de restaurante barato. Elementos brillantes: mostrador de madera de cerezo + tapas de taburetes circundantes; luz sobre tanques de metal en la parte trasera derecha; racha brillante de azulejos verde jade 3/4 a lo largo de la lona – en la base del vidrio de la ventana curvándose en la esquina. Paredes claras, ocre amarillo opaco [ sic] puerta a la derecha de la cocina. Chico rubio muy guapo en blanco (abrigo, gorra) dentro del mostrador. Chica de blusa roja, cabello castaño comiendo sándwich. Halcón de la noche del hombre (pico) en traje oscuro, sombrero gris acero, banda negra, camisa azul (limpia) sosteniendo un cigarrillo. Otra figura oscura y siniestra atrás – a la izquierda. Paseo lateral ligero exterior verdoso pálido. Casas de ladrillo rojo oscuro enfrente. Firmar en la parte superior del restaurante, oscuro: cigarro Phillies 5c. Cuadro de cigarro. Fuera de la tienda, verde oscuro. Nota: un poco de techo brillante dentro de la tienda contra la oscuridad de la calle exterior, en el borde del tramo de la parte superior de la ventana.
Uno de aquellos bares donde también se refugiaba Hemingway hasta que ya no encontró ninguno abierto …
“Un lugar limpio y bien iluminado”
Ernest Hemingway
Era tarde y el único cliente que quedaba en el café era un viejo sentado a la sombra que las hojas del árbol proyectaban al interceptar la luz eléctrica. De día la calle estaba llena de polvo, pero por la noche el rocío impedía que el polvo se levantara, y al viejo le gustaba sentarse hasta tarde porque era sordo, y por la noche había silencio y él notaba la diferencia. Los dos camareros que había dentro del café sabían que el hombre estaba un poco borracho, y aunque era un buen cliente, sabían que si se emborrachaba demasiado se iría sin pagar, por lo que no le quitaban ojo.
—La semana pasada intentó suicidarse —dijo uno de los camareros.
—¿Por qué?
—Estaba desesperado.
—¿Desesperado por qué?
—Por nada.
—¿Cómo sabes que por nada?
—Porque tiene mucho dinero.
Se sentaron juntos a una mesa cercana, arrimada a la pared junto a la puerta del café, y observaron la terraza, donde todas las mesas estaban vacías a excepción de la que ocupaba el hombre sentado a la sombra de las hojas del árbol, que el viento sacudía ligeramente. Una chica y un soldado pasaron por la calle. La luz de la farola brilló sobre la chapa de latón que colgaba del cuello del soldado. La chica llevaba la cabeza descubierta y caminaba deprisa detrás de él.
—La patrulla los cogerá, dijo uno de los camareros.
—¿Qué más da, si él se sale con la suya?
—Es mejor que no se queden en la calle. La patrulla los cogerá. Han pasado hace cinco minutos.
El viejo sentado a la sombra dio unos golpecitos con la copa sobre el platillo. El camarero más joven se le acercó.
—¿Qué quiere?
El viejo le lanzó una mirada.
—Otro coñac —dijo.
—Se emborrachará —dijo el camarero.
El viejo le lanzó una mirada. El camarero se alejó.
—Se quedará ahí toda la noche —le dijo a su colega. Tengo sueño. Nunca consigo acostarme antes de la tres. Ojalá se hubiera matado la semana pasada.
El camarero entró en el café para coger la botella de coñac y otro platillo de la barra y se dirigió a la mesa del viejo. Colocó el platillo sobre la mesa y llenó el vaso de coñac.
—Ojalá se hubiera matado la semana pasada —le dijo al sordo.
El viejo hizo un movimiento con el dedo.
—Un poco más —dijo.
El camarero le sirvió más hasta que el coñac rebasó la copa, bajó por el pie y llegó hasta el primer platillo de la pila.
– Gracias —dijo el viejo.
El camarero se llevó la botella. Volvió a sentarse a la mesa con su colega.
—Ya está borracho —dijo.
—Se emborracha cada noche.
—¿Por qué quiso matarse?
—¡Yo qué sé!
—¿Cómo lo hizo?
—Se ahorcó con una cuerda.
—¿Quién la cortó?
—Su sobrina.
—¿Por qué lo hicieron?
—Temían por su alma.
—¿Cuánto dinero tiene?
—Mucho.
—Debe de tener ochenta años.
—Yo diría que tiene más.
—Ojalá se fuera a casa. Nunca consigo acostarme antes de las tres. ¿Qué horas son esas de irse a la cama?
—Él se queda levantado porque le gusta.
—Está solo. Yo no estoy solo. Tengo una esposa que me espera en la cama.
—Él también tuvo una esposa.
—Ahora una esposa no le serviría de nada.
—No lo sabes. Quizá con una esposa estaría mejor.
—Ya le cuida su sobrina.
—Lo sé. Me has dicho que cortó la cuerda.
—No querría llegar a su edad. Un viejo es algo asqueroso.
—No siempre. Este viejo es limpio. Bebe sin derramar el licor. Incluso estando borracho. Míralo.
—No quiero mirarlo. Ojalá se fuera a casa. No tiene consideración por los que trabajan.
El viejo levantó la mirada del vaso y la dirigió a la plaza, a continuación a los camareros.
—Otro coñac —dijo, señalando el vaso. Se le acercó el camarero que tenía prisa por irse.
—No más —dijo. Hablaba con esas omisiones sintácticas que utilizan los estúpidos cuando se dirigen a los borrachos o a los extranjeros—. Esta noche no más. Ahora cerrado.
—Otra —dijo el viejo.
—No. No más.
—El camarero limpió el borde de la mesa con una toalla y negó con la cabeza.
El viejo se puso en pie, contó lentamente los platillos, sacó un monedero de cuero del bolsillo y pagó lo que había bebido, dejando media peseta de propina.
El camarero lo observó ir calle abajo, un hombre muy viejo que caminaba vacilante pero con dignidad.
—¿Por qué no le dejas que se quede a beber? —preguntó el camarero que no tenía prisa.
—Quiero ir a acostarme.
—¿Qué importa una hora?
—A mí me importa más que a él.
—Una hora no importa.
—Hablas como un viejo. Puede comprarse una botella y bebérsela en su casa.
—No es lo mismo.
—No, no lo es —asintió el camarero que tenía esposa. No quería ser injusto. Solo tenía prisa.
—¿Y tú? ¿No te da miedo llegar a casa antes de lo habitual?
—¿Me estás insultando?
—No, hombre, solo era una broma.
—No —dijo el camarero que tenía prisa, poniéndose en pie tras haber bajado las persianas metálicas—. Tengo confianza. Soy todo confianza.
—Tienes juventud, confianza, y un trabajo —dijo el camarero de más edad—. Lo tienes todo.
—Y a ti, ¿qué te falta?
—Todo menos el trabajo
—Tienes todo lo que yo tengo.
—No. Nunca tuve confianza, y ya no soy joven.
—Venga. Deja de decir tonterías y cierra.
—Yo soy de los que les gusta quedarse hasta tarde en el café —dijo el camarero de más edad—. Con todos los que no quieren irse a la cama. Con todos los que necesitan una luz para pasar la noche.
—Quiero irme a casa y meterme en la cama.
—Nosotros somos distintos —dijo el camarero de más edad. Se había vestido para irse a casa—. No es solo una cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas son muy hermosas. Cada noche me resisto a cerrar porque puede que haya alguien que necesite este café.
—Hombre, hay bodegas que abren toda la noche.
—No lo entiendes. Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado. La luz es muy buena, y además, ahora están las sombras de las hojas.
—Buenas noches —dijo el camarero más joven.
—Buenas noches —dijo el otro. Apagó las luces y prosiguió la conversación consigo mismo. Es la luz, desde luego, pero es necesario que el lugar sea limpio y agradable. No quieres música. Claro que no quieres música. Ni tampoco puedes estar de pie dignamente delante de una barra aunque eso sea todo lo que se puede conseguir a estas horas. ¿Qué le daba miedo? No era miedo ni pavor. Era una nada que conocía demasiado bien. Todo era una nada y un hombre también era una nada. Era solo eso, y luz era todo lo que necesitaba, y un poco de orden y limpieza. Algunos vivían en ella y nunca la sentían pero él sabía que todo era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en la nada, nada sea nada sea tu nombre, nada a nosotros tu reino y hágase tu nada así en la nada como en la nada. La nada nuestra de cada día dánosla hoy y nada nuestras nadas así como nosotros nada a nuestros nadas, no nos dejes nada en la nada mas líbranos de la nada; pues nada. Nada te salve nada llena eres de nada, la nada esté contigo. Sonrió y estaba de pie delante de una barra en la que había una reluciente cafetera exprés.
—¿Qué quieres beber? —preguntó el barman.
—Nada.
—Otro loco más —dijo el barman, y dio media vuelta.
—Una copita —dijo el camarero.
El barman se la sirvió.
—La luz es clara y agradable, pero la barra no está lustrosa —dijo el camarero.
El barman le lanzó una mirada pero no dijo nada. Era demasiado tarde para iniciar una conversación.
—¿Quiere otra copita? —preguntó el barman.
—No, gracias —dijo el camarero, y salió. Le desagradaban los bares y las bodegas. Un café limpio y bien iluminado era otra cosa. A continuación, sin pensárselo dos veces, se fue a la habitación donde vivía. Se echaría en la cama y por fin, al rayar el alba, se dormiría. Después de todo, se dijo, probablemente no es más que insomnio. Seguramente muchos lo padecen.
Extraordinario!
Me h a encantado