Co-autor: Carlos Álvarez San Miguel. Psicólogo
El 8 de abril de 1605, en el Palacio Real de la ciudad de Valladolid, dado que en ese tiempo allí estaba instalada la corte de la Monarquía Española, fruto del matrimonio de Felipe III y Margarita de Austria, nació el príncipe Felipe Doménico Víctor, que sería el futuro rey Felipe IV. Como el 8 de abril de 1605 era Viernes Santo, mal día para fiestas, que estaban prohibidas, para poder celebrar el acontecimiento se consiguió de la Santa Sede, en aquel momento vacante (entre Clemente VIII y León XI), la autorización para declarar a ese día Domingo de Resurrección y por eso le pusieron al niño como segundo nombre Doménico. Al ser el primer hijo varón y heredero del trono, fueron grandes los festejos y la alegría con que se acogió la noticia. El pueblo de Valladolid pudo, gracias al cambio de día, organizar unas fiestas en las que tiró la casa por la ventana, no sé si porque no sabía aún que iba a dejar de ser sede de la corte al año siguiente, o si lo hizo para ver si podía evitar esta pérdida de la capitalidad y de las funciones de la corte. Lo cierto es que celebraron una de las más famosas “fiestas de cañas” o “justas de cañas” (que en realidad eran restos de las justas medievales en las que se medían los nobles, con lanzas, mazas o con espadas, apadrinados siempre por su dama, que ahora, tras unos años de abandono, se habían retomado pero luchando con largas cañas en lugar de las lanzas), y en ella participaron de forma extraordinaria, dada la importancia de la ocasión por el nacimiento de un heredero de la corona, el rey Felipe III y su privado duque de Lerma.
Felipe IV vivirá en una época de grandes contrastes que van desde lo más sublime a lo más decadente. Hereda de su padre Felipe III un imperio ya algo disminuido con respecto al que le había dejado Felipe II y durante su reinado, Felipe IV acelera esta decadencia que tuvo graves consecuencias para la nación española desde el punto de vista económico y de política exterior, pero no por eso deja de ser uno de los reinados más interesantes de los Austrias en el que hubo un gran florecimiento artístico, potenciado por el generoso mecenazgo del propio rey, que abarcó todas las artes y las letras, en el que vivieron muchos de los más importantes pintores, escultores y literatos españoles de todos los tiempos, en una corte que fue una de las más poderosas del momento y en una época que es conocida como el Siglo de Oro.
Debido a tan gran número y popularidad de poetas y romanceros, veremos cómo los acontecimientos más relevantes fueron muchas veces contados y/o criticados en forma de versos más o menos satíricos que pasaban a ser el método más eficaz de propagación de las noticias. Los gobernantes, que normalmente eran el blanco de las críticas y sátiras, en las que se veían resaltados sus defectos, arbitrariedades y fechorías, mantenían una tensa y mala relación con los poetas y, aunque procuraban muchas veces mantener las formas, su auténtica opinión se ve reflejada en una frase de don Luís de Haro que viene a poner de manifiesto su más íntimo sentir: “Hay demasiados artistas en la corte y de ahí viene el relajo y se derivan muchos males; los reinos fuertes se hacen con leyes, espadas y mercaderes, no con cotorras”. Esta situación se puede ver ejemplificada en el hacer del poeta don Francisco de Quevedo y Villegas, que a través de sus versos satíricos fue denunciando la labor nefasta en el gobierno de la nación del de Olivares, lo que le valió un buen número de visitas a la cárcel, por lo que llegó a decir que “si alguien quiere relacionarse conmigo, ha de saber que mi domicilio habitual es una de las cárceles dispuestas a este efecto por Su Majestad”.
La razón de que Felipe IV haya nacido en Valladolid fue la siguiente: Felipe II se había llevado la corte a Madrid unos años antes y en tiempo de Felipe III, su valido el duque de Lerma, conocido por cobrar a todo el mundo por hacerle cualquier favor o nombramiento, llevó a cabo uno de los pelotazos inmobiliarios más ingeniosos y lucrativos trasladando la corte a Valladolid en enero de 1601, con lo que consiguió que los propietarios de las casas de Valladolid le pagaran por este servicio que les beneficiaba y, una vez cobrado todo lo que tenía que cobrar, en febrero de 1606, la volvió a llevar a Madrid, donde los propietarios de las casas de aquella ciudad tuvieron que hacer lo mismo que los de Valladolid.
Volviendo a Felipe IV, en 1608, con la corte ya instalada de nuevo en Madrid, es nombrado heredero de la Corona Española a los tres años de edad, en la Iglesia de San Jerónimo de Madrid, que es usada para esta ceremonia protocolaria desde entonces. Cuando tenía seis años, al morir su madre Margarita de Austria, es confiada su educación al severo cuidado de varios eclesiásticos de gran virtud, austeridad y verdadero celo por el prestigio de la corona, como por ejemplo don Garcerán de Albanell, Arzobispo de Granada, que inculcaron en él una fe católica inquebrantable y el fervor propio de todos los Austrias y en especial de su padre Felipe III que fue el rey más devoto, piadoso y meapilas de todos ellos, hasta el punto que descuidó en gran parte la labor de gobierno de su reino por el ejercicio de sus continuas prácticas religiosas. El niño es educado en la austeridad, el rigor y el ascetismo, recluido en el sobrio y triste edificio del Alcázar de Madrid del que solo salía para realizar frecuentes visitas a monasterios, permitiéndosele como único esparcimiento la lectura de poesía y la representación de diversas obras teatrales de acendrada honestidad, lo que le hizo interesarse y aficionarse a la escritura y declamación de versos y a despertar su vocación de actor representando en muchas ocasiones algunas obras de teatro ante la familia real, patrocinando y favoreciendo el montaje de un gran número de comedias que, con el pasar de los años, fueron siendo cada vez menos honestas y religiosas, en el Palacio Real primero y luego en el Palacio del Buen Retiro, que fue una de las más importantes aportaciones realizadas por este rey para el enriquecimiento de la capital de la corte, en el año 1663. Al decir de Bernardino de Pantorba, si el tercer Felipe se distinguió por su gran afición al rezo sin descuidar las diversiones, el cuarto, su hijo, lo hizo por su gran afición a las diversiones sin desatender el rezo.
Como vamos a ver, esta rígida educación recibida no consiguió reprimir en Felipe IV su natural tendencia a la más activa promiscuidad sexual y, al decir de el hombre que más conoce y más ha escrito sobre él, José Deleito y Piñuela, “con los primeros hervores de la adolescencia, cabalgó sin freno por todos los campos del deleite, al impulso de pasiones desbordadas”, siempre ayudado y animado por un gentilhombre que con el tiempo sería la persona más influyente durante más de veinte años de su reinado: el conde-duque de Olivares. Este hombre alimentó la pasión que Felipe sentía por el teatro y le hizo conocer y tratar a poetas, dramaturgos y sobre todo, a las actrices más afamadas de la época de los corrales de la Pacheca y de la Cruz, con las que tuvo mucho más que un simple conocimiento, y al decir de sus biógrafos, apenas hubo una actriz de aquellos tiempos que no tuviera que probar sus dotes de representación en los brazos del insigne soberano.
Felipe III firma las capitulaciones matrimoniales de Felipe IV, que tenía siete años, con la hija del Rey de Francia, Isabel de Borbón, que contaba con nueve. Tres años más tarde, en 1615 se casó con ella pero debido a la edad de los contrayentes este matrimonio no pudo consumarse de hecho, y ello muy a pesar de Felipe IV que se enamoró perdidamente de ella desde la primera vez que la vio y, a pesar de tener en ese momento solamente algo más de diez años, se mostró deslumbrado por la belleza de su esposa, le alteraba el menor contacto con ella y enrojeció intensamente cuando en la fiesta que tuvo lugar la noche de la boda, le tomó la mano para bailar la “danza de la hacha”. Protestó contra la separación de cuerpos decretada a causa de la edad y contra el traslado de Isabel al palacio del Pardo mientras él permaneció en Madrid, (incluso en un viaje institucional de Felipe III a Lisboa en 1619 viajaron en carrozas diferentes a pesar de las encendidas protestas del enamorado príncipe) y no paró hasta poder consumarlo, con poco más de quince años, en el Palacio del Pardo el 25 de noviembre de 1620. Escribió un cronista de la época: “La fragante flor de lis convirtióse en purpúrea rosa castellana…”. El hecho de haber contado con la información sexual y la ayuda de Don Gaspar de Guzmán, entonces todavía solo conde de Olivares, para conseguirlo, es seguramente una de las razones de Felipe IV para convertirle en su hombre de confianza. Esta situación de privilegio se prolongó durante muchos años gracias a que el futuro conde-duque de Olivares supo mantenerla proporcionando al joven rey los tipos de distracciones que más le gustaron siempre, las mujeres, el teatro y la caza. Así, favoreció los arrebatos sexuales del monarca desde edades muy tempranas, poniendo a su disposición personas, oportunidades y lugares para su esparcimiento consiguiendo, según Marañón, dos objetivos importantes: el primero era evitar el excesivo acoso sexual a la reina que podría perjudicar su capacidad procreadora y el segundo mantener alejado al rey de los asuntos del gobierno de la nación de forma que podía el conde-duque obrar a su antojo sin ninguna cortapisa.
Durante estos años, según el historiador hispanista Hume, la corte española podía compararse con las ciudades bíblicas más corruptas siendo motivo de gran escándalo para los franceses que la visitaron. Para Marañón es una paradoja que los franceses se escandalizaran de las disolutas costumbres sexuales de España cuando para el español de la época, era Francia el centro de todas las actividades licenciosas, pero lo pretende explicar basándose en el conocimiento de las distintas técnicas y formas de presentación del libertinaje en los dos países: mientras en Francia el pecado era más público y las queridas del rey tenían la categoría oficial en la práctica de soberanas, en España los amores de Felipe IV aunque mucho más numerosos y complicados, transcurrían en un hipócrita silencio, siendo un secreto conocido por casi todo el mundo, si bien, al pueblo español le parecía muy natural este libertinaje de su rey.
Se le describe a Felipe IV como un hombre de inteligencia media, si no alta, como se desprende de sus escritos de las contestaciones con atinados pareceres, en respuesta a las consultas que le hacían los Consejos Reales, pero muy indolente, de débil voluntad, con cambios continuos en sus decisiones sobre todo en sus buenos propósitos y sus dolorosos pero también fáciles arrepentimientos, con una sensualidad erótica intensa a la que en ningún momento fue capaz de controlar ni poner freno, que se unía a una conciencia siempre llena de culpabilidades por lo que hacía, siempre sucumbiendo a la tentación de la lascivia y por lo que no hacía, al desatender sus obligaciones como gobernante. Las aficiones de este rey podrían resumirse sobre todo en cuatro: “oyendo versos en la escena, demostraba buen gusto, cobrando piezas de caza con destreza en el manejo de todo tipo de armas, se acreditaba como buen cazador, montando a caballo era muy hábil y lucía una elegante y gallarda figura y delante de las mujeres, perdía claramente los estribos”. Así, siempre se mantuvo atento a la egoísta satisfacción de sus deseos y caprichos, gustándole todo lo que fuera agradable, sin querer ver los dramas tanto personales como los de su pueblo, huía de los trabajos, de los esfuerzos y preocupaciones, no quería saber nada de lo que fuera duro, ni de lo triste, y vivió como si estuviera convencido de que había nacido solamente para pasarlo bien y para lograr su propio placer, si bien esto le proporcionó dolorosos escrúpulos de conciencia que olvidaba ante la menor tentación y por ello nunca le impidieron seguir su línea de conducta. El doctor Marañón lo llegó a llamar “paralítico de la voluntad” y realmente lo fue en todo lo que no tuviera que ver con la satisfacción de sus deseos y el goce de sus placeres.
De cara al exterior mantenía constantemente una postura rígida, obligada por la férrea etiqueta que se impusieron los Austrias, sin permitirse en público ni siquiera una sonrisa, moviéndose “con el aire de una estatua animada”. Según un cronista, “los que han hablado con él dicen que nunca le han visto cambiar de cara ni cuando los recibía, ni cuando los escuchaba ni cuando los respondía, mostrando solo movilidad en los labios y la lengua”. Incluso se cuenta que el rey, en toda su vida, “solo se rió cuatro veces”.
Antonio de Zayas, Duque de Amalfi, le describe, con rendido afecto y una gran dosis de peloteo, en un soneto, del que transcribo solo los dos primeros cuartetos, de la siguiente manera:
Claros los ojos, pálida la frente,
el oro del cabello desteñido,
claro el rubio bigote retorcido,
grueso el labio, la barba prominente.
Correr Felipe por las venas siente
la noble sangre azul de su apellido,
de terciopelo negro revestido
y al cuello el timbre borgoñón pendiente.
Esta adulación a Felipe IV estaba bastante generalizada, ya que era de obligado cumplimiento: “El elogio al rey es un deber, que además otorga hábitos de caballero…” y ello hasta tal punto que llegó a ser llamado por el conde-duque de Olivares con el sobrenombre de El Grande, “Filipo el Grande”, y parece que ningún apelativo le estaba peor que ese de Grande en aquella época en la que España iba perdiendo batallas (según Cánovas del Castillo perdió cuarenta batallas importantes pero en su opinión “lo mismo las ganadas que las perdidas consumieron inútilmente nuestra sangre”) en las que naturalmente perdía cada vez más tierras que pertenecían a su reino, lo que propició que Francisco de Quevedo le versificara el epíteto de Grande al final de su memorial “Católica, Sacra, Real Majestad”, como sigue:
Grande sois, Filipo, a manera de hoyo…
Quien más tierra quita al hoyo, más grande lo hace.
A pesar de estar siempre muy enamorado de Isabel de Borbón, su bella esposa, tuvo múltiples amoríos y algunos amores, la mayor parte de ellos ocasionales o de muy breve duración, siendo para él buenas todo tipo de mujeres ya fueran doncellas, casadas y viudas, damas de alta sociedad, mujeres de aristócratas, burguesas, sirvientas de palacio, actrices y menestralas y hasta tusonas y cantoneras, que así eran llamadas las dedicadas a la prostitución, mostrando una clara preferencia por las más humildes y las que estaban ubicadas en el estrato más bajo de la escala social.
No se mostraba el soberano, sin embargo, excesivamente generoso en el pago por estos servicios a las mujeres ya que tenía por costumbre el pago de 20 escudos (lo que actualmente correspondería aproximadamente a 300 o 400 euros) por cada favor galante, sin tener en cuenta quién era la mujer ni su posición en la escala social o su cotización por sus méritos, juventud o fama, lo que en más de una ocasión le valió las críticas de cortesanos y cortesanas. Madame d´Aulnoy, una aristócrata francesa que visitó la corte y escribió un diario en el que relataba un gran número de costumbres, usos sociales y sucesos de la época, (vendría a ser como un cruce entre una periodista de una revista del corazón y una enviada de la “National Geographic” para hacer un estudio etnográfico de un pueblo primitivo), cuenta que tras pagar el rey a una cortesana famosa por su belleza los 20 escudos de marras, la mujer montó en cólera ante una recompensa tan poco proporcionada a sus grandes méritos, llegó a disfrazarse de caballero y a solicitar una audiencia particular y, poniéndose delante del rey, sacó una bolsa en la que había dos mil escudos y tirándosela encima de la mesa le dijo. “Así es como pago yo a mis queridas”. No se conoce la respuesta del rey ni si utilizó o no este dinero para pagar a cien mujeres por otros tantos favores sexuales más.
La participación como ayudante en estas aventuras del conde-duque hace que sea descrito por Eduardo Alonso, que pone voz a Francisco de Quevedo, de la siguiente manera: “Celestino de rey mandibulero, sonrosado y jodedor, es su paño de lágrimas y su compresa; tutor, ministro, leal verdugo de su real Majestad: el pueblo es el reo. Maldito privado que siembra sobrinos codiciosos. Olivares, duque nuestro que estás en Palacio, maldito sea tu nombre, venga a nosotros tu olvido, guardián y lacayo del Rey, eres vaina, tahalí y funda del pijo real, imperial verga, siempre suelta y pindongondona, con licencia para sofaldar voluntades, pringar honras, infectar virtudes y penetrar celosías de monjas, alcanzando las celdas prohibidas de las novicias que eran las de mejor sabor”.
En la misma línea, Quevedo en una carta que escribe a un amigo dice: “El Conde, sigue condeando y el Rey durmiendo, que es su condición. Hay, parece, nuevas odaliscas en el serrallo y esto entretiene mucho a Su Majestad y alarga la condición de Olivares para pelar la bolsa, en tanto que su amo pela la pava”.
Debido a su gran promiscuidad sexual dejó Felipe IV un gran número de bastardos de los que sólo ocho o nueve están bien documentados pero que según algunos autores llegan a los sesenta. Fernando González-Doria reduce la cifra a trece legítimos y treinta bastardos. Hay que decir que solo unote los bastardos fue reconocido como hijo por el rey y fue Don Juan José de Austria.
Aunque sus aventuras galantes comenzaran, ayudado por el conde-duque, antes incluso de la consumación de su matrimonio, y fueron muchas a lo largo de su vida de las que no se conocen sus nombres, sí que hay unas pocas que han sido bien documentadas en los escritos de la época. El primer amor extraconyugal conocido de Felipe IV ocurre cuando aún no había cumplido los veinte años; se enamoró de la hija del Conde de Chirel, una niña de familia de ilustre prosapia y, para poder conseguir su propósito de llegar a una relación más íntima, imitando en parte al rey David, cuya historia seguramente conocía bien por la lectura de la Biblia durante su formación de marcado signo religioso, envía al padre de la niña a Italia al mando de unas galeras. El padre, ignorante de la situación zarpa orgulloso hacia su destino, la madre, que sabía perfectamente lo que ocurría y el porqué de esta distinción a su marido, calla y no pone obstáculos a lo que se avecinaba. Con el frecuente trato real llega un embarazo del que nace el primer bastardo real al que se llamó Fernando Francisco de Austria, que fallece al poco de nacer siendo seguido por su madre al poco tiempo a la tumba. La casa de la familia, primero fue cerrada a cal y canto y posteriormente el rey la convirtió en convento y con el nombre de “Concepción Real” fue entregada a las monjas Calatravas, conservándose todavía hoy este convento con este mismo nombre en la calle de Alcalá de Madrid. Al ser ocupado el edificio por las monjas un autor anónimo puso en circulación una décima que decía así:
Caminante, esta que ves
casa, no es quien ser solía;
hízola el rey mancebía
para convento después.
Lo que un tiempo fue y lo que es,
aunque con roja señal
y título en el umbral,
ella lo dice y enseña
que casa en la que el rey empreña
es la “Concepción Real”
Siguió a esta aventura todo un rosario de lances que son apuntados, en este caso por Bertaut, en su libro “Diario de un viaje a España”, que en un capítulo dedicado a la corte y la casa del rey dice: “se cuentan muchas galanterías de su juventud, y viendo su aire de estatua no se pensaría nunca tal cosa. Dícese que el conde-duque no llegó a ser ministro de su Estado sino por haber sido antes el de sus placeres. El propio conde-duque lo conducía y acompañaba a todas partes como aquella vez que…” y a continuación sigue contando la historia de sus amoríos con la duquesa de Alburquerque, que es relatada también por Brunel y por la ya citada condesa d´Aulnoy, que lo hace con mayor lujo de detalles y de la que tomo la descripción de lo ocurrido: nuevamente el rey se enamora de una mujer, la bella duquesa de Alburquerque, y la desea apasionadamente; el marido, algo mosca, la tiene bien guardada, lo que no hace sino aumentar su deseo y como en otras ocasiones, en complicidad con el conde-duque urde una estratagema. Organizó una partida de cartas y cuando más interesante estaba, dice acordarse de algo a lo que tenía que atender con urgencia y por esta razón invita al duque de Alburquerque a tomar su lugar en el juego mientras lo solucionaba. Marchó de allí acompañado ¿cómo no? por el siempre presente conde-duque e inmediatamente se dirigieron a casa de la bella duquesa. El duque de Alburquerque se olió la tostada y comenzó a quejarse de fuertes dolores de tripa por lo que tenía que abandonar la partida e irse de inmediato a su casa. El rey, que acababa de llegar a la casa del duque, le ve llegar y se esconde rápidamente, pero no hay ojos más penetrantes que los de un marido celoso con la mosca detrás de la oreja y a pesar de ser ya casi de noche, le vio esconderse y, sin pedir a los criados que trajeran alguna luz para evitar tener que reconocerle, fue a por él y la emprendió a bastonazos con el rey gritándole “¡Ah ladrón! Tu vienes a robarme las carrozas”. Algunos de los bastonazos fueron recibidos por el conde-duque que viendo que la cosa podía ir a más, empezó a gritar que era el rey quien allí estaba, para que el duque contuviera su furia, pero éste redoblaba sus golpes sobre las costillas del rey y del de Olivares gritando aún más, diciendo que era el colmo de la insolencia emplear el nombre del rey en un trance como aquel y que les iba a llevar al palacio real para que allí, Su Majestad el Rey les castigara con la horca por ello. Pudo, en medio del alboroto formado, escapar el rey, con la paliza recibida y sin haber consumado su propósito de recibir los favores de la duquesa, manteniendo la boca cerrada y ocultando sus lesiones y el conde-duque, que fue reprendido por el rey por haber dicho quién era, hizo lo mismo.
Quizás el amor más famoso de Felipe IV fue el que tuvo con la Calderona, una actriz, hija natural de don Pedro Calderón de la Barca, que comienza su carrera en el Corral de la Cruz de Madrid cuando sólo tenía dieciséis años y fue vista por el rey, que había ido allí de incógnito, y debido, más que a su belleza a su voz cálida y sugestiva y a su gracia en los movimientos, se enamoró de ella y esa misma noche la hizo suya y mantuvo con ella una de sus relaciones extramatrimoniales más duraderas. De la magnitud del amor que llegó a profesar Felipe IV a la Calderona, nos habla lo que cuenta Bertaut sobre las dificultades materiales que existieron para consumar y mantener las relaciones sexuales: debido al tamaño de la imperial verga y al vigor que presentaba en aquella época de juventud, no podía consumar el acto con ella sin producirla un gran dolor; por ello estaba desesperado y fue a consultar con el médico cirujano que tras la exploración de la joven, encontró un obstáculo que tuvo que retirar con una operación quirúrgica, después de esto, todo fue estupendamente con gran contento del rey y de la Calderona.
Todo eran dimes y diretes entre las gentes de Madrid y de la Corte, todo eran anécdotas más o menos picantes de todo lo relacionado con esta relación, incluso hubo una que decía que el rey no había sido el primero en gozar de los favores de la Calderona, que el duque de Medina de las Torres era quien había tenido este privilegio ya que, de nuevo según la condesa d´Aulnoy, la Calderona estaba enamorada de este duque y al verse solicitada por el rey ésta le pidió ayuda al duque, que temiendo perder el favor del rey, la dijo que no podía hacer nada. Al final la Calderona tuvo una extensa relación con el rey mientras mantenía a escondidas sus amores con el duque. Cuenta la condesa d¨Aulnoy que en una ocasión el rey estaba entregado a las más ardientes caricias amorosas, propias de dos amantes, cuando llamaron a la puerta; la Calderona, sospechando que era el duque de Medina de las Torres y pensando que no convenía que el monarca fuera sorprendido en su aposento en aquel estado, y qué fácil es imaginar cómo estaría, hizo meterse al rey en un armario desde el que se vio obligado a asistir a la escena que el duque y la Calderona representaron ante él que, naturalmente, era la misma que poco antes había estado representando él mismo. El rey pensó en matar al duque pero se interpuso la mujer diciéndole que se vengara en ella si se creía tan ofendido, con lo que logró el perdón de la vida del duque pero no pudo evitar su destierro, muy lejos de la corte y de la Calderona. Según se cuenta, nunca más la Calderona volvió a tener otro amante a pesar de que no le faltaron ocasiones y proposiciones, pero fue blanco de todo tipo de maledicencias y calumnias llegando a circular por Madrid un epigrama que comenzaba:
Un fraile y una corona
Un duque y un cartelista
Anduvieron en la lista
De la bella Calderona.
Cuando la Calderona tiene a su hijo, las malas lenguas dijeron que el niño era clavado al duque, pero el rey siempre creyó que era hijo suyo y como tal le trató, le educó y le quiso. Se llamó este hijo Don Juan José de Austria y fue el único de la larga lista de hijos bastardos reales que recibió de su padre un reconocimiento público (lo que provocó la indignación de Isabel, olvidando quizás que su padre Enrique IV había reconocido a once bastardos reales). Tras tener al hijo, la Calderona le pidió al rey que la apartara de aquella vida de pecado y le permitiera retirarse a un convento para así dedicarse a arrepentirse de sus pecados y a conseguir la gracia de Dios.
Relataremos aquí de forma resumida el suceso ocurrido en el Convento de San Plácido de Madrid, que nos habla de lo que se puede llamar el “espíritu donjuanesco” del pueblo español y de su rey. El protonotario don Jerónimo Villanueva, patrón y valedor del convento, hablando con Felipe IV y el de Olivares, alabó la belleza y juventud de una de sus monjas, sor Margarita de la Cruz, excitando vivamente la curiosidad del rey que se disfrazó para poder ir a comprobar la veracidad de dicha información. Fue al convento y en cuanto la vio se enamoró perdidamente de ella y utilizó todos los medios a su alcance, que eran muchos, para hacerla suya. Con la ayuda del conde-duque y del protonotario se organizó el encuentro entrando en el convento a través de la casa del propio protonotario, que estaba separada del convento sólo por una tapia. La abadesa, avisada por sor Margarita de la Cruz de lo que ocurría, puso en marcha un plan para defender a la monja del acoso del rey: cuando el rey, acompañado del conde-duque, llega a la celda de la monja, encuentra a ésta tumbada, con un crucifijo en las manos, entre cuatro velas como si estuviese muerta, rodeada por las monjas de la comunidad, arrodilladas, rezando, en torno a la difunta. Este teatral despliegue de imaginación hizo huir, despavorido y arrepentido, al rey y a su acompañante. Sí que es cierto que este arrepentimiento, como otros muchos, duró poco y, según un relato de la época, posteriormente, tras enterarse de la farsa, el conde-duque, a instancias del rey, utiliza con la superiora del convento toda su influencia y persuasión, consiguiendo que sor Margarita de la Cruz fuera entregada al lecho del rey mientras el de Olivares y el Protonotario, con sendos incensarios, perfumaban la estancia.
La inquisición se enteró de la sacrílega aventura del rey y amonestó con dureza al soberano y al conde-duque. Éste, haciendo gala una vez más de su capacidad para solucionar los problemas, consigue que el Papa Urbano VIII reclame la documentación original de la causa, que es enviada inmediatamente por Antonio de Sotomayor, inquisidor general del momento, circunstancia que ya había previsto el conde-duque y que aprovechó para tender una trampa al correo, quitarle el documento, quemarlo y encerrar al portador del correo en un castillo, aislado totalmente de por vida.
Se conocen algunos nombres de otras mujeres con la que Felipe IV tuvo relación, sobre todo de comediantas como Francisca Bezón, alias La Bezona, o La Baltasara de la que se cantaba:
Todo lo tiene bueno La Baltasara
Todo lo tiene bueno, también la cara.
Otros nombres de famosas son los de Jerónima de Burgos, Antonia Granados y Ana de Barrios, alias La Napolitana.
Con Isabel de Borbón tuvo, además de varios abortos, siete niños, lo que nos habla de la intensa actividad sexual que también mantenía con ella: primero cuatro niñas, de tan débil constitución, que tres de ellas solo vivieron unas horas y la otra no llegó a los dos años. Luego tuvieron el deseado varón, el príncipe Baltasar Carlos. Su también endeble constitución le llevó a la tumba a los diecisiete años aunque hay versiones que apuntan que un gentilhombre de Su Alteza le permitió pasar una noche con una ramera tras lo que comenzó a presentar debilidad extrema y fiebre alta, y al ser tratado por los médicos, que desconocían el origen del cuadro clínico, le sangraron, acelerando su muerte. Por último, Isabel de Borbón, tuvo a la infanta María Teresa, futura esposa del rey de Francia Luís XIV, cuya unión propiciaría en 1700, el acceso de los Borbones al trono de España.
A pesar de las continuas infidelidades de su marido, Isabel de Borbón, que estaba enterada de todo, y que quizás por venir de la corte francesa, en la que los adulterios reales eran la norma y estaban a la orden del día, mantenía un buen entendimiento con él y se dedicó a disfrutar de la vida en su compañía con los festejos cortesanos, sobre todo con el teatro, que también, como ya se ha dicho, era una de las mayores aficiones del rey, siendo espectadora de las frecuentísimas representaciones que se montaban en palacio (se habla de más de cinco a la semana en algunas épocas, de autores como Lope de Vega, Calderón de la Barca, Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina, entre otros) y participando en muchas ocasiones en la representación de las mismas como actriz. Uno de los organizadores de fiestas y director más famoso de este tipo de representaciones fue Don Juan de Tassis y Peralta, segundo conde de Villamediana y Correo Mayor del Reino, “varón fogoso en lides amatorias” según los cronistas de la época, un personaje que llegó a alcanzar gran fama por su atrevimiento y osadía en todo, su ambición desmedida, su gusto por todo tipo de juegos de azar, a los que jugaba de manera no muy limpia, su maestría en el arte del toreo a caballo y en las justas en las que se batía, de las que salía siempre victorioso, su producción poética, tanto de rimas sobre el amor de elevado lirismo, como de versos satíricos sobre sucesos y personajes de la corte, con una gran carga de mala intención y maledicencia.
Sus epigramas y sátiras contra todos los personajes, incluidos los más importantes y poderosos del momento, Lerma, Calderón, Olivares, etc. circularon, lógicamente como de autoría anónima, pero de forma muy profusa, pasando de mano en mano provocando la risa de unos y el enfado de los protagonistas. Como ejemplos de su producción veamos el que le dirige al conde-duque de Olivares, el hombre más poderoso de España, al que llama conde Olivete:
No os perdáis por temerario
que si hoy, gracias al favor
estáis cerca del Tabor
también lo estáis del Calvario.
O el que dirige al Señor de Malpica, cuyo cargo en la corte era el de portador de las llaves del rey:
Cuando el señor de Malpica
caballero de la llave
con su silencio replica
dice todo cuanto sabe
O, por último, el que dirige a un alguacil llamado Pedro Vergel:
¡Qué galán entró Vergel
con cintillo de diamantes!
Diamantes que fueron antes
de amantes de su mujer.
Este conde de Villamediana estaba enamorado de la Reina desde el primer día que la vio y se llegó a rumorear que la gentil princesa también se había encaprichado del atractivo conde. El de Villamediana organizo, en 1622, con motivo del diecisiete cumpleaños de Felipe IV, una de las fiestas más espectaculares de las que se hicieron en los jardines de Aranjuez en las que no se reparó en gastos (solo en vestuario y decorados se pagaron más de treinta mil ducados, aproximadamente unos quinientos mil euros), y se representaron dos obras teatrales, La gloria de Niquea y El Vellocino de Oro.
El conde aprovechó su labor de dirección de las obras para organizar un encuentro con ella. Al final de la representación seguramente por orden del de Villamediana, alguien dejó caer una tea encendida que provocó el incendio de la estructura de madera del decorado de la obra para, según las malas lenguas, tener una buena excusa para coger en sus brazos a Isabel y salvarla del fuego, perdiéndose en el alboroto que se preparó y desapareciendo los dos “más tiempo del que había menester para librarla del peligro del fuego…”.
Sólo tres meses más tarde de la citada representación de La Gloria de Niquea, ocurre un hecho que marcó la suerte del conde: se lleva a cabo, en la Plaza Mayor de Madrid, bajo la presidencia de Sus Majestades los Reyes, una fiesta de las llamadas juegos de cañas o justa de cañas entre caballeros; los participantes entraban en la plaza haciendo un paseíllo alrededor de la misma, del estilo del que entonces se hacía y aún hoy se hace en los espectáculos taurinos, y en él mostraban al público su divisa, empresa y mote. Un rígido protocolo regía estas divisas y empresas, que debían hacer siempre alusión al estado del amor o del deseo del caballero que la llevaba, por una dama.
El Rey, hay que decirlo, estaba muy mosqueado con el conde de Villamediana debido a los rumores de los amores de éste con la reina y más aun tras el incendio del teatro de los jardines de Aranjuez. Sin embargo, el mosqueo venía de antes ya que se cuenta que en el transcurso de una corrida de toros presenciada por los reyes en la que participó como rejoneador el conde, tras clavar un rejón a su primer toro, la reina exclamó: “Hay que ver lo bien que pica el conde de Villamediana”. Felipe IV no pudo menos que contestar: “Pica bien, pero muy alto”. Otro día estando la reina en su estancia asomada a la ventana notó que alguien se acercaba por detrás y le tapaba los ojos, “Estaos quieto, conde” le dijo, el rey que era quien se había acercado le preguntó porqué le había llamado conde, la reina salió del paso diciendo que si no era conde de Barcelona. No se sabe si el rey llegó a tragarse aquella excusa o no, pero se cree que no lo hizo del todo y este episodio contribuyó también a aumentar la desconfianza que sentía el rey del conde de Villamediana.
Pero volvamos a la justa de cañas y a su paseíllo, en el que todos los espectadores pudieron ver las divisas de los participantes: la del conde de Orgaz, “Me da vida quien me abrasa”, la de Luís de Haro, sobrino del conde-duque de Olivares, “Mi amor es de quien lo quiera” y la del conde de Villamediana que decía “Son mis amores…” y llevaba un collar de monedas de plata hecho de piezas de a real. Tras el desconcierto producido por semejante divisa de la que nadie en el palco donde estaban los reyes acertaba a desentrañar su significado, achacándolo alguno al amor del conde por el dinero, el conde-duque de Olivares, que tenía una especial inquina por el conde de Villamediana, lo aclaró diciendo: “La alusión es demasiado clara, Majestad, la divisa dice son mis amores…reales”. El rey contestó en voz alta: “¿Con que son sus amores reales? ¡Pues yo se los dejaré en cuartos! ” A partir de aquel momento, al decir de Miguel Soplillo, uno de los bufones del palacio, la suerte del de Villamediana valía, no ya un cuarto, sino ni siquiera un simple maravedí. Al poco tiempo de ocurrir estos acontecimientos iba el conde de Villamediana en un carruaje acompañado por su amigo Luís de Haro, cuando un sicario hace parar al cochero y atraviesa con un cuchillo o, según otros con una flecha disparada a bocajarro con una ballesta, al conde que muere allí mismo en brazos de su amigo, siendo enterrado, según había dejado escrito en su testamento, en el convento de San Agustín de Valladolid.
El personaje del conde de Villamediana todavía nos acarrea una sorpresa más. Existe una teoría que está basada en documentos sacados a la luz en el archivo de Simancas por un erudito y escritor vallisoletano, don Narciso Alonso Cortés, académico de número de la Real Academia Española, según la cual existía un círculo muy cerrado, constituido por un grupo de cortesanos, servidores y otras gentes, que se dedicaban con gran delectación a la práctica del llamado entonces “pecado nefando” o “pecado contra natura” que no es otro que el de la homosexualidad, en el que estaba incluido, cómo no, Felipe IV que, llevado por su insaciable libido, era un declarado bisexual. En estos documentos se cuenta que el conde de Villamediana también pertenecía a este grupo y estaba enamorado del monarca, y que se guardó secreto de estas circunstancias por orden expresa del rey, para evitar su publicación y la consiguiente difamación del conde y seguramente la suya propia. Así en uno de los documentos encontrados se habla claramente de la homosexualidad probada del conde y se dice que “Su Majestad mandó, que por ser ya muerto, se guardase secreto de lo que contra él hubiese en el proceso, por no infamarle…”.
Tras la muerte de Isabel en 1644, Felipe IV se sumió en la desesperación más absoluta, escribió entonces: “me veo agobiado de insoportable tristeza, pues en una sola persona he perdido cuanto pudiera perder en este mundo”, y se dio a un estado de melancolía, facilitado seguramente por la ascendencia lusitana que le venía de su abuelo. La muerte del príncipe heredero, que había sido tan deseado y buscado, en el año 1646, representó para el rey un nuevo golpe brutal; el reino quedaba sin heredero y ésto propició que Felipe IV fuera invitado por Las Cortes a que contrajera segundas nupcias. De esta forma, a sus cuarenta y dos años, aunque había varias candidatas más acordes con su edad entre las que elegir, fiel al talante de deseo de placer y de rijosidad ilimitada y permanente que ha marcado toda su vida, pensando sí, en la descendencia, pero también en su deseo de goce personal, eligió a la que quería como esposa: Mariana de Austria, una niña de trece años, hija de su hermana María y del emperador de Alemania Fernando III, que estaba previamente comprometida y reservada para casarse con el príncipe Baltasar Carlos.
Cuando el rey Felipe IV vio a su esposa y sobrina, aunque le gustó mucho físicamente e intentó mantener con ella una relación como la que tuvo con Isabel de Borbón, la diferencia de edad y de gustos entre los dos cónyuges, las infidelidades del soberano, peor toleradas por Mariana que por su antecesora, el ambiente de España, que no gustaba a la esposa y la rigidez de la mujer que no gustaba al soberano, hicieron que su matrimonio no fuera muy feliz, pero a pesar de todo cumplieron con su deber, tanto en la etiqueta de palacio y de la Corte representando su papel de Rey y Reina bien avenidos, como en el de intentar repetidamente conseguir la ansiada descendencia para la sucesión del trono de España, que se convirtió realmente en una obsesión para Felipe IV.
Tras tener con ella a la infanta Margarita y otros cinco hijos más que no superaron la infancia, tanto el rey como la reina siguen intentando asegurar la sucesión a base de tesón y sacrificio y llega por fin, el 6 de noviembre de 1661 el nacimiento del que sería heredero del trono, el príncipe Carlos. En el lecho en el que iba a dar a luz estaban esparcidas un buen número de reliquias entre las que se encontraban tres espinas de la corona de Cristo, varios lignum crucis, un diente de San Pedro, un pedazo de la manta de la Magdalena, una pluma del ala del arcángel San Gabriel y otros muchos objetos sagrados traídos de las iglesias de la capital para impetrar el favor del cielo y conseguir que fuera un varón y que fuera sano.
En la segunda mitad de su reinado, sobre todo tras la muerte de su esposa Isabel, de su hijo Baltasar, de los demás hijos y la mala marcha de sus campañas en España y en el extranjero, el rey se convenció de que Dios estaba castigando de esta manera sus pecados y errores, por lo que decidió buscar alguien que por su buena relación con Dios, pudiera abogar por él y le proporcionara consuelo a su alma empecatada. En estos pensamientos estaba el rey cuando se entera de la existencia de una monja de grandes virtudes y clara inteligencia (Sor María Jesús de Ágreda) y quiere conocerla, e inmediatamente decide hacer, a su vuelta de la guerra de Cataluña de 1643, una visita al monasterio de religiosas concepcionistas de Ágreda, en donde dicha monja era madre abadesa y fundadora. Las conversaciones que tuvo con ella en aquellos días, tras la reja y ella con el rostro tapado, marcaron el espíritu del rey, que recibió una gran dosis de paz interior, y le pidió a la monja que le escribiera con frecuencia: “dejóme mandado que le escribiese”.
Esta correspondencia que se prolongó durante más de veinte años, desde el 4 de octubre de 1643, fecha de la primera carta, al 27 de marzo de 1665 que se escribió la última, hasta un total de, al menos, 614 cartas que fueron publicadas, doscientos años después por Francisco Silvela, finalizando la correspondencia a la muerte de Sor María de Jesús. Para conseguir el máximo secreto e intimidad y así tener la mayor libertad en lo que podía decir, el rey le mandaba su carta escrita a media margen para que ella “le contestara en el propio papel y no pasase esto de ella a nadie”. Este legado epistolar nos permite tener una visión más íntima del rey, que le consultaba todo a sor María, desde los más graves asuntos de estado hasta sus dudas, tribulaciones, escrúpulos de conciencia y los vanos propósitos de enmienda, con lo que la figura moral, política y literaria del rey queda perfectamente dibujada.
Vemos un hombre un poco pobre de espíritu, indeciso, dolorosa y continuamente arrepentido de sus pecados y a la vez torpe para controlar sus deseos y los ardores sensuales que siempre le asaltaban. Como ya se ha dicho, su catolicismo le hacía ver en las desgracias del país la mano justiciera de Dios, castigando sus pecados, y pedía a la abadesa que rezase por él, que intercediese por él ante el Supremo Hacedor, que pidiera a Dios que le apartara de aquel demonio de lascivia en cuya cárcel vivía preso. También vemos a sor María, dándole en muchas ocasiones atinados consejos sobre cómo gobernar el país y su propia persona; para lo primero le aconseja gobernar sin favoritos, evitar los aduladores y las guerras, castigar a los ladrones, escuchar las quejas de sus vasallos, etc. y para sus pecados, “viéndole con sus mocedades antiguas” le aconsejaba “que no buscase la miel del amor fuera de los brazos tiernos y honestos de su esposa”. Se ha discutido la influencia que ha podido tener sor María de Jesús de Ágreda en el ánimo y las acciones del rey, pero parece que no ha sido mucha ya que el rey siempre fue muy débil, dominado totalmente por sus pasiones y hábitos deshonestos así como por la vida muelle y no le fue posible seguir sus consejos. Felipe IV con una mano se golpeaba el pecho con arrepentimiento sincero, mientras que con la otra escribía una nueva cita de amor. El resumen de esta filosofía regia de vida se podría concretar en los versos de Campoamor:
Pecar, hacer penitencia,
y luego vuelta a empezar.
Tras sufrir un desmayo es trasladado a su lecho, y sintiéndose morir, llama a su hijo y le bendice diciéndole: “Dios quiera hijo mío, que seas más feliz que yo”. Pide perdón a todo el mundo y en especial a la reina y cuatro meses después de la muerte de sor María de Jesús de Ágreda, Felipe IV muere en Madrid el 17 de septiembre de 1665, a los sesenta años de edad, después de un reinado de casi 44 años, el más largo de los reinados de los Austrias.