En los obituarios producidos sobre Mónica Vitti (María Luisa Ceciarelli, Roma 1931- Roma, 2022) hay muchas imprecisiones e infortunios. Como si no importara la exactitud de las palabras vertidas y la precisión de las ideas, como si todo estuviera permitido en el recuento final. En una evidente demostración de la cultura (¿…?) de la simplificación, que reduce a lo mínimo la información de lo que se ignora y se desconoce. Así se dice que fue “una reconocida e icónica actriz de los años setenta”, cuando en esos años sus películas fundamentales ya estaban realizadas, y todo lo demás llegaba como algo sobrevenido. De igual forma que se la ubica en el universo tópico de la farsa y de la comedia italiana –merced al último tramo de su carrera, ya en declive, donde aparecen piezas de sus últimos maridos Carlo di Palma –director de fotografía en Deserto rosso– y Roberto Russo, junto a otras obra de directores renombrados como Luigi Zampa, Mario Monicelli y Alberto Sordi. En esos años setenta –y fruto del prestigio precedente–, llega a rodar con Luís Buñuel, Joseph Losey, Mauro Bolognini o Dino Rissi. Incluso llega a incorporarse –tras la ruptura de los años sesenta–al rodaje de El misterio de Oberwald (1981), última relación con Michelangelo Antonioni y llega a dirigir su propia película Escandalo secreto (1990). Finalmente, en ese mar de verdades encontradas, llega a decirse de Mónica Vitti que fue la cómplice –que no la musa– de Michelangelo Antonioni, como si pudiera deslindarse esa divisoria entre la inspiración y la complicidad.
Lo que parece cierto en su trayectoria que llega desde la Academia de Arte dramático a la compañía de Sergio Tofano, donde representa papeles en obras de Brecht, Molière y Shakespeare, es su personalidad indudable. Para llegar, en 1954 al cine, con una premonitoria obra –que la encasillaría en la vis cómica referida antes–, como fuera Ridere!, Rídere! Ridere! de Eduardo Anton y ya con el nombre de Vitti, fruto de la contracción del apellido materno Vittiglia. El acto siguiente sería la aparición de la mano de Michelangelo Antonioni en 1957 con el doblaje de El grito, donde alguna chispa eléctrica saltó entre ambos y produjo un cortocircuito. Una electricidad que lleva a que, entre ambos, se produzca una suerte de complejo de Pigmalión tan habitual, por otra parte, en el cine. Bastará recordar las afinidades existentes entre tantos directores cinematográficos y teatrales que han querido moldear a su protagonista favorita con un barro actoral, en una suerte de segunda creación esencial. Casos como los de Ingmar Bergman e Ingrid Thulin –aunque pudieran agregarse otras actrices plurales, como Harriet Andersson, Bibi Andersson y Liv Ulman–; Roberto Rosellini e Ingrid Bergman –doble pareja real y cinematográfica–; Orson Welles y Rita Hayworth; Jacques Demy y Catherine Deneuve; Roger Vadim y Brigitte Bardot; Jean-Luc Godard y Anna Karina y hasta Alfred Hitchcock y Tippi Hedren o Kim Novak.
Y esa suerte de pigmalionismo pronunciado se produce de forma acentuada entre Mónica Vitti y Michelangelo Antonioni. Situación de influencia biunívoca que viene a expresar la voluntad del director cinematográfico de dar forma total –física y discursiva– al universo que representa su actriz fetiche; y de ésta, de sentirse mecida en las manos de un creador total. De tal forma que se han llegado a preguntar algunos: ¿qué habría sido de Mónica Vitti sin Michelangelo Antonioni?, aunque otros prefieran la inversa como más veraz: ¿Qué habría sido de Michelangelo Antonioni sin Mónica Vitti?
Un primer contacto, ya lo hemos citado, sólo como actriz de doblaje en El grito que acabaría conduciendo a la conocida trilogía de los primeros sesenta. Que daría comienzo en 1960 con La aventura, pieza que señalaba un nuevo tiempo cinematográfico y que venía a romper ciertos esquemas del Neorrealismo precedente en fase de agotamiento. Agotamiento de fórmulas expresivas cinematográficas que no sólo era exclusivo de Italia, también en Francia en esos años aparecería la Nouvelle Vague y en el Reino Unido el Free Cinema, como demostración de cambios globales en la Europa de la reconstrucción de postguerra y como muestra de nuevas generaciones de realizadores. Y, así en Italia, de un cine popular y social, se pasaba a un cine de burguesías urbanas ilustradas, que pese al confort que el desarrollo de postguerra había producido en sus vidas, en estas aparecían sombras imprecisas de soledad, de aburrimiento y de incomunicación. Una incomunicación generacional de los hijos de los combatientes de la segunda guerra mundial que se detectaba en los movimientos vinculados al Existencialismo parisino, al cine de Antonioni y al cine de Ingmar Bergman. Michelangelo Antonioni conjuga esos valores en una Italia tan apaciguada como exhausta, y por ello se abre esa suerte de arriesgada indagación expresiva. Iniciando, desde esos presupuestos citados, una colaboración con Mónica Vitti, que se extendería por la llamada trilogía de la incomunicación, compuesta por La noche (1961) y El eclipse (1963). Donde Vitti expresa el raro equilibrio entre la sofisticación de una joven burguesa y el mundo atormentado que le ha tocado en liza e intercambio.
Por lo que podría decirse que la mirada de Antonioni –solemnizada en blanco y negro– no se entendería sin la mirada final de Vitti, y de ahí las preguntas anteriores sobre la dependencia de uno y otra. Trilogía que se prolonga con la maduración expresiva de Desierto rojo (1964), con guion compartido con Tonino Guerra y ganadora del León de oro en el festival de Venecia de 1964. Primera experiencia de Michelangelo Antonioni con el color, que le lleva –según se cuenta del proceso de rodaje– a extremos de obsesión por el control del color como nueva fuente de expresividad, visible en la elección de los colores y en el juego de objetivos cuando se enfoca a unos u otros protagonistas. Y en ese remedo de las brumas matinales, del entorno de la ciudad de Ravena, propias del entorno regional de la Emilia Romaña, la neurótica Giuliana –papel de Vitti– busca dar salida a los problemas psíquicos derivados de un accidente de tráfico. Giuliana sobrevive a un intento de suicidio, de igual forma que en la vida real Mónica Vitti sobrevivió a cuatro intentos desesperados por descubrir el blanco de la vida que ocultaba el Desierto rojo. Puede que el agotamiento de esa realidad sofocante de nieblas matinales emilianas, derivara a la conclusión de la colaboración entre Antonioni y Vitti.