Hay un catálogo extraordinario, dedicado a la muestra de 1974 de Antonio Saura en el Centro de Arte M-11 de Sevilla, con un texto de Juan Manuel Bonet y un diseño rompedor de Alberto Corazón. La portada es una foto de los hermanos Saura, en la sala de los Dinosaurios del Museo de Historia natural de Londres. Los dos hermanos posan en una sala umbría y plagada de sombras, Antonio con bastón, Carlos con la cámara en ristre. Y la primera frase de Bonet, no deja lugar a dudas. “Las dos caras de la contradicción en que transcurre la vida intelectual del creador en nuestro país, están presentes en la obra d Antonio Saura”. Otro tanto podríamos de decir de las dos caras de su hermano Carlos, el fotógrafo y director de cine.
Dice Jaime Rosales, autor cinematográfico y director de La Soledad, a propósito de Carlos Saura (Huesca, 1932-Madrid, 2023), algo relevante y significativo que acontece en estos tiempos de tripa y escoria. Hasta el mundo del cine y sus periferias se ven recorridos por esa suerte de ninguneo de la obra y de exaltación del cotilleo menor. “Se ha extendido la moda de hablar de los autores más que de las obras de arte. Se piensa que una obra es una especie de jeroglífico que debe ser resuelto y que la solución pasa por la biografía del autor…lo que debe ser analizado bajo la lupa de la ejemplaridad artística es la obra, no el ser humano que la alumbró”. Viene todo ello a cuenta a raíz de la muerte del creador aragonés en vísperas de recibir el Goya de honor a toda una trayectoria. Que deja claro que, con la salvedad del obtenido en 1990, por ¡Ay Carmela!, Saura ha sido en los últimos años un perfecto desconocido para el cine español, donde se ha premiado todo tipo de artefactos y se han pospuesto los trabajos de mérito. Un desconocido silencioso, salvo para los muy interesados en su obra.
Por ello, no es raro que Rosales –para hablar de Saura y de su cine– se remonte a una pieza de 1965, como fuera La caza. Que por otra parte constituye toda una referencia central en la historia de nuestro cine y que denota –ya de forma temprana y muy matizada– la soterrada influencia del mundo de su paisano Luis Buñuel y de algunas valencias italianas. La sequedad terrosa, las ambiciones y pasiones desatadas por el calor de mediodía y cierto carácter indómito de lo español, es visualizado en unos campos desolados de la meseta, donde se pretende la caza con hurones y con sirvientes cojos, a resguardo del olor a pólvora y a retama. Por ello, prosigue Rosales: “fue la primera película española que me impactó. La vi por primera vez siendo un adolescente. Creo que ninguna otra película, con la posible excepción de La escopeta nacional de Berlanga, ha retratado tan bien lo que es España; lo que es ser español. Berlanga lo hizo desde la comedia y Saura desde la tragedia…La caza fue una revelación doble para mí. En primer lugar, supuso, como decía antes, entender algo muy profundo de nuestra españolidad. Algo que había sentido a lo largo de mi corta vida de adolescente; algo muy nuestro y que no alcanzaba a identificar con la claridad que lo presentaba la película. Ese algo tan español es el gusto –el vicio, en realidad– por la humillación”.
Carlos Saura tras abandonar estudios de ingeniería –que acabarían produciendo en él una fascinación por la óptica y por la fotografía, que nunca le abandonaría, como mostró la excelente exposición de 2019 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid– ingresa en la Escuela Oficial de cine, donde va a coincidir con gente como Angelino Fons, Miguel Picazo o Basilio Martín Patino. La excelencia por el mundo visual y su voluntad por el ensayo innovador son recogidas por el que fuera su colaborador múltiple, José Luís López Linares, en el trabajo Carlos: imagen nueva y verdadera, publicado en La lectura el 10 de febrero, aún sin saber la próxima muerte del destinatario de esas letras. Y dejando claro el carácter de vanguardia visual y narrativa del aragonés.
Tras el cortometraje La tarde del domingo (1957), Saura realizó el documental Cuenca (1958), premiado en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, al que siguió su primer largometraje, Los golfos (1960) –con colaboración de Mario Camus en el guion–. En La caza (1965), con un asunto temático de gran dureza visual en blanco y negro, realiza un análisis de las heridas provocadas por la guerra civil en la terrible historia de una partida de caza entre personajes que representaban distintas posturas vitales y hasta políticas. La escenografía en exteriores, en un paisaje árido y la fotografía muy contrastada de Luis Cuadrado, hicieron de esta obra una referencia para el cine posterior y obtuvo grandes éxitos internacionales, consiguiendo el premio a la mejor dirección en el Festival Internacional de Cine de Berlín. En 1967, junto a Querejeta, rueda en su regreso a Cuenca llevado por su hermano Antonio, Peppermint frappé, que es de nuevo una indagación psicológica sobre los efectos de la represión franquista tras la guerra civil, las inhibiciones eróticas y otras carencias de su generación, acompañada con la música del momento, de Los Canarios. Indagación social que prolongará en otras colaboraciones con el productor Elías Querejeta, que componen el grueso del cine sociopolítico de todos esos años, encabalgando un disección de la sociedad española con una cierta mirada templada, imbuida del mundo de Bergman: radiografiar los males de la sociedad española burlando la censura, y componer una visión del agotamiento de unos valores históricos y sociales. Ciclo que encumbraron la valoración crítica del momento del cine realizado por Carlos Saura. Asuntos que continuaron en Stress, es tres, tres (1968), La madriguera (1969), El jardín de las delicias (1970) y Ana y los lobos (1972). Cerrando el ciclo en 1973 con La Prima Angélica –premio especial del Jurado en el festival de Cannes– donde el ejercicio de destilación de la memoria le permite realizar la doble reflexión rememorativa del pasado y la crítica del presente. Repetiría premio en Cannes en 1975 con Cría cuervos. Y cerraría el ciclo de la rememoración del pasado y de la crítica del tiempo presente con Elisa, vida mía en 1976. Año de inflexión en la política nacional y en la propia trayectoria de Saura, que dejará paso a otros intereses por desarrollar y descubrir. Por más que en 1979 acometiera con Los ojos vendados, una reflexión más política que social, donde realiza una indagación sobre la tortura –tan vigente en los momentos en que ETA actúa y también vigente en países latinoamericanos–. Todo ello se hace más evidente –el giro apacible– en 1980 con el trabajo Deprisa, deprisa, que indaga –como ya lo hiciera en Los golfos, en sus comienzos– en el mundo de delincuencia juvenil y de la marginalidad urbana, que le llevó a obtener el Oso de oro de Berlín.