Quizá conviene plantearse, a veces, cómo las personas han llegado a ser lo que son, el proceso a través del cual desarrollan una determinada sentimentalidad, ciertas formas de proceder o algunas querencias incontrolables, una forma reconocible de percibir el mundo y de interpretarlo. También intentar vislumbrar, desde lejos, todas las respuestas que se nos van ocurriendo, cuestionar la causalidad que a veces sentimos tan clara de algunos eventos que suponemos sucedidos, asumir todo lo que no sabemos de las vidas de otros, incluso de las nuestras, las fuerzas ocultas que probablemente influyen, lo que es desconocido o fue olvidado y quizá fue determinante, lo que parece tan explicito y quizá no tuvo tanta importancia como parece. Lo que alguien es en un momento determinado de su vida: ideas, creencias, conductas, oficio, relaciones. El vinculo emocional que parece unificarlo todo y darle una coherencia que quizá no existe. La posibilidad de la creación artística a partir de ahí, de esa forma precisa de mirar el mundo de otra manera y de ser capaz de reflejarlo. La forma en que un pintor pinta, los temas que elige, el resultado final que queda para siempre en su cuadros. Las interpretaciones y las sensaciones que causan en los otros cuando los miran.
Comencé a pensar en estas cosas mientras me movía lentamente en las salas de la exposición que el Museo Thissen-Bornemisza dedica esta primavera a Lucien Freud, mientras observaba también la reacción de otros espectadores que me quedaban cerca, sus comentarios y gestos ante esos retratos de cuerpos que parecían vaciados por dentro, sin hálito vital y, por otro lado, translucidos, como si transparentaran sus vísceras bajo la piel en una mesa de necropsias, cuerpos jóvenes o viejos que anticipaban ya un cadáver irremediable y maloliente pero inquietántemente reconocible, imágenes como “fotografías retocadas de manzanas podridas” según escribió de ellas John Berger. Me acercaba a leer el título y el comentario de cada cuadro y observé que la palabra “autenticidad” aparecía a menudo, como si el pintor se hubiera atrevido a captar la “verdadera” dimensión, según el existencialismo, de la condición humana: la angustia irremediable ante la realidad del tiempo y de la muerte del “ser arrojado al mundo”, lo que ya casi no dejaría espacio para ninguna forma de belleza o de esperanza. Tras cualquier cuerpo representado siempre se adivina un cadáver en descomposición aunque todavía vivo; en cada relación el desencuentro final de una esencial incomunicación. Bastaba contemplar los ojos de Kitty Epstein, su primera esposa en “Mujer con perro blanco” (1951-52), el cuadro (que podía verse justo al principio de la exposición) que pintó al final de su relación, donde está reflejado todo el desconsuelo y el resentimiento de una ruptura presentida, que el pintor se atrevió a reflejar minuciosamente, probablemente expresado en muchas horas de posado donde, probablemente, estuvo mirando y rememorando, cara a cara, justo lo que otros prefieren evitar. Quizá, como en cualquier obra de arte, podían eludirse los contextos, mirar solo las pinturas, algunas muy conocidas, ya vistas muchas veces en fotografías, y dejarse conmover por ellas en sí mismas pero, por otro lado, todas parecían transmitir una filosofía vital, parecían el resultado de una biografía que también incluía relaciones de distinto tipo, pero siempre con una cierta forma de intimidad tensa, con todos los modelos o con el mundo circundante. Trasmitían un universo que quizá convenía explorar para explicarse mejor todo aquello. Además el pintor era nieto de Sigmund Freud y había declarado que en su obra “El tema es autobiográfico, todo tiene que ver con la esperanza y la memoria y la sensualidad y la implicación“, lo que animaba todavía más a buscar explicaciones.
Lucian Freud nació en Berlin en 1922 donde su padre, Ernst, el cuarto de los seis hijos de Sigmund Freud, se había trasladado para trabajar de arquitecto. Su madre Lucie Brasch, era hija de un rico comerciante de cereales y vivían en una casa cerca del Tiergarten. La familia era judía aunque laica y pertenecía a esa burguesía culta, acomodada y cosmopolita que pronto iba a desaparecer de forma trágica de Alemania. Tuvieron tres hijos y el segundo fue Lucien. Lo escolarizaron en el Französisches Gymnasium y al parecer se sintió sobreprotegido en ese ambiente del que a veces se escapaba hacia barrios más conflictivos, lo que ya anticipaba una necesidad de transgresión que conservaría a lo largo de toda su vida. Con la subida de los nazis al poder y el creciente antisemitismo, tras el asesinato de un pariente cercano (Rudolf Mosse), deciden trasladarse a Londres en 1933 donde se establecen en Mayfair cerca de Green Park con la ayuda, para resolver rápidamente los trámites, de la princesa Marie Bonaparte (exploren la biografía de esta mujer que merece un artículo aparte) que, posteriormente, también ayudaría al exilio de su abuelo en 1938. No le fue bien en los colegios donde lo enviaron: primero en Dartigton Hall donde solo descubrió los caballos que le encantaron toda la vida y, luego, en Bryanston School donde lo terminaron expulsando por mala conducta. También pasó brevemente por la Escuela Central de Arte de Londres para al fin conseguir desarrollar mejor sus capacidades y sobresalir como alumno en la Escuela de de Pintura y Dibujo de East Anglian de Cedric Morris, en Dedhan donde estuvo entre 1939 y 1942 y ya fue reconocido como un joven talento tanto para el dibujo como para la pintura. Participó en la Segunda Guerra Mundial en la marina mercante durante solo unos meses en 1942 hasta que fue licenciado por causas no aclaradas del todo. Posteriormente asistió al Goldsmiths´College entre 1942-43. Se convirtió en ciudadano británico en 1939.
Su primera exposición individual la realiza en la Galería Lefevre de Londres en 1944 donde exhibió uno de los cuadros más conocidos de su primera época “El cuarto del pintor” (1944, también expuesto en Madrid) que ya aparecía sugerido en un libro de poemas de Nicholas Moore que había ilustrado un año antes. El estilo de aquella época se considera influido por el expresionismo (cosa que él negaba) y el surrealismo. En el verano de 1946 viajó a París donde conoció a Picasso y a Giacometti cuya filosofía y método creativo le influyó mucho. Luego viajó a Grecia donde visitó a John Craxton. Comenzó a vivir una vida bohemia y transgresora (se dice que ya paseaba en el Londres de la guerra con un fez, un abrigo de piel y un ave de presa posado en la muñeca) a la vez que no desconectó del todo de la clase acomodada de la que procedía, postura que practicó toda la vida, yendo y viniendo de uno a otro mundo de relaciones con aparente naturalidad subido en su Bentley. Por aquel entonces, en 1941, trabó una relación especialmente intensa con los pintores Adrian Ryan y John Minton y también conoció en 1945 a Francis Bacon del que fue íntimo amigo durante mucho tiempo y que parece que le ayudó a definir y a sobrellevar las contradicciones de la vida que pretendía vivir. Según refirió le enseñó a “a sobrevolar por la vida… cortejar el riesgo …tentar los accidentes y saltarse las normas”, a contemplar la “sensualidad de la traición” También otra nueva forma de pintar con más materia que le aportó mayores posibilidades de representar la carnalidad de sus modelos. Los dos procedían de la clase alta, eran pintores figurativos, frente al auge del expresionismo abstracto en ese momento, aunque a su radical manera que quizá destilaba también la amargura de la crisis civilizatoria acontecida tras las dos guerras mundiales y la necesidad de sobrevivir a ella, entre los escombros y la angustia, agarrándose todavía a algunos destellos de vida, los que representaban la intensidad de una sexualidad libre y anticonvencional, las sensaciones que procura el riesgo que, Lucian, cultivó sobre todo a través de las apuestas en carreras de caballos donde a veces perdió verdaderas fortunas y la expresión artística tomada de una manera muy comprometida y significativa, como una forma esencial de estar y conocer el mundo y de relacionarse con los otros. Ambos, comparados en sus trayectorias con la de Turner y Constable, fueron importantes representantes de la Escuela de Londres junto a Michael Andrews, Frank Auerbach, David Hockney, Howard Hodgkin, R. B. Kitaj, Anne Dunn o Leon Kossoff.
Cuando en 1948 se casó con Kitti Garman hija del escultor Jacob Epstein, con la que tuvo dos hijos, ya pintaba con un estilo muy personal que recordaba a los antiguos flamencos del siglo XV con pinceles de pelo de marta. A su mujer la retrató muchas veces, con los ojos muy grandes, con flores o con gatos en las manos, hasta la “Mujer con perro blanco” donde ya se adivinaba el final de una forma de pintar y de una pareja que, sin embargo, fue bastante sumisa a sus deseos vitales y a sus escapadas nocturnas a los clubs del East End donde se reunían sus amigos artistas. En 1952 se casó con la rica heredera Caroline Blackwood lo que le supuso el acceso a una vida de clase alta con frecuentes viajes y la posibilidad de multitud de relaciones influyentes que, con el tiempo, se convirtieron en clientes para sus retratos o en coleccionistas de su obra. Lo que siguió combinando con la vida en su estudio bohemio de Paddington (al lado de los barrios obreros) pero, probablemente con muchos más problemas, ya que lady Caroline tenía un carácter mucho más fuerte que su anterior esposa y lo terminó abandonado en 1959 sumiéndole en una gran crisis de la que salió profundizando en un estilo de vida alternativo al matrimonio: nunca más volvió a casarse y comenzó a tener múltiples amantes con las que tuvo muchos hijos (doce reconocidos además de los dos que tenía y tres en un año con mujeres distintas) de los que no se preocupaba demasiado pero con los que a veces estableció una relación posterior pintándolos a su estilo durante mucho tiempo (“...si no estás presente en el nido puedes estar con ellos más tarde“). También transformó su forma de pintar cambiando los pinceles de pelo marta por los de pelo de cerdo y metiendo más materia, sin mezclar la pintura en el pincel y limpiándolo después de cada trazo, para reflejar la carnalidad de su forma característica. Comenzó además a pintar de pie (hasta que la edad le obligó a utilizar un taburete) y a hacer posar a los modelos en su estudio durante mucho tiempo lo que ya mantendría toda la vida. Se calcula, por ejemplo que en Ria, Naked portraid de 2007 la modelo estuvo posando durante dieciseis meses, cinco horas al día, todos los días menos cuatro, lo que supone 2.400 horas en total. También fue capaz de llamar de nuevo a su estudio, tras haber terminado el cuadro, al duque de Devonshire porque no le convencía como había reflejado la seda de su camisa: “Rembrant lo hubiera hecho, y yo también lo voy a hacer”
Los temas de sus pinturas fueron de naturaleza (plantas de interior mas bien marchitas o jardines) y animales domésticos, perros o caballos, (siempre tuvo una gran fascinación por Durero), aunque sobre todo es conocido por sus retratos, frecuentemente desnudos (el primero de cuerpo entero lo realizó en 1966). Los modelos a menudo eran personas cercanas: familia, amigos, compañeros pintores, amantes, niños. Es muy interesante la serie de retratos que hizo a su madre durante 19 años, desde la muerte de su padre en 1970 donde ella intentó suicidarse hasta 1989 en que murió. “Si mi padre no hubiera muerto, yo nunca la habría pintado. Empecé a utilizarla como modelo porque ella había perdido interés por mí…Casi no se daba cuenta, pero yo tuve que superar toda una vida rehuyéndola…me sentía amenazado [por ella]. Y le gustaba perdonarme, me perdonaba por cosas que ni siquiera había hecho”. “Yo era su hijo preferido”. Mi madre me contó que la primera palabra que dije fue “alleine”, que significa solo. Dejadme solo”, declaró y así pasó más de 4000 horas pintándola mientras ella miraba al vacío, como evitándolo, en una relación que hubiera hecho las delicias de su abuelo. De nuevo en esto es comparable a Rembrant. Modelos significativos fueron algunos de sus hijos, y personajes de la farándula como Leigh Bovery, con físicos impresionantes como “Big Sue” Tilley, famosos como Kate Moss, aristócratas como el barón Thyssen, Andrew Parker Bowles o la propia reina Isabel II. En los últimos tiempos también su asistente David Dawson. Generalmente comenzaba haciendo un boceto de carboncillo y luego aplicaba pintura a un área pequeña desde la que se se iba expandiendo hacia el resto del lienzo. También su serie de autorretratos a lo largo del tiempo resulta fascinante por la complejidad de interpretaciones que plantea. En toda su obra permanece su mirada peculiar sobre el animal humano que siempre resulta implacable, que da un poco de grima contemplar aunque se aprecie su maestría en multitud de detalles y quizá se presuma la parte de verdad de su planteamiento vital que probablemente lo angustiaba aunque quizá también lo empujaba a la acción.
En “Retratos de memoria y otros ensayos” Bertrand Russell describe hasta que punto la Primera Guerra Mundial devastó el siglo XX provocando, poco después, la Segunda y también sumiendo a la cultura occidental, sobre todo a la europea, en un profundo nihilismo melancólico del que probablemente no se ha recuperado todavía. Los superviventes de aquella catástrofe tuvieron que intentar adoptar aquello que escribió D.H.Laurence en el comienzo de El amante de lady Chatterley´s : “La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágico. El cataclismo se ha producido, estamos entre las ruinas, comenzamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas insignificantes. Un trabajo no poco agobiante: no hay un camino suave hacia el futuro, pero le buscamos las vueltas o nos abrimos paso entre los obstáculos. Hay que seguir viviendo a pesar de todos los firmamentos que se hayan desplomado.” Algunos filósofos que se habían planteado mirar de frente la condición humana en toda su oscura realidad, sin ninguna prótesis transcendental, terminaron dando un “salto” emocional hacia otra dimensión que atemperara las dificultades vitales de sentido: Heidegger hacia una mística étnica, de arraigo orgánico en un mundo circundante vivido como originalmente propio y simbolizado en la Selva Negra. Wittgenstein o Simone Weil en la mística religiosa, Walter Benjamin o Sartre en la ideología marxista vivida como una religión. Quizá algunos artistas como Lucien Freud optaron por reflejar los motivos de su angustia y mitigarlos en su vida con una actitud dionisiaca, trasgresora de un orden en el que ya no podían creer, enfocada a los estímulos que les aportaran sensación de esperanza o sentido en el instante presente, siempre siendo muy conscientes de que la tragedia los acechaba. Aunque por otro lado tuvieron la suerte de vivir en la parte soleada del mundo, donde tipos como ellos tuvieron aire para respirar e incluso pudieron triunfar en su oficio de artistas explotando las posibilidades que el mercado les ofrecía. Lucien Freud murió en Londres el 20 de Julio de 2011 cuando sus obras ya alcanzaban cotizaciones muy altas: En 2008, Benefits Supervisor Sleeping (1995), un retrato, Sue Tilley, se vendió por 33,6 millones de dólares, el precio más alto que se había pagado hasta entonces por una obra de un artista vivo.
“Lucien Freud, nuevas perspectivas” Visita virtual de la exposición en le museo Thyssen-Bornemisza