Esas cosas que a veces vemos los médicos y que no ve casi nadie incluso en toda una vida, esos dilemas en los que participamos y que también nos conciernen personalmente aunque les ocurran a otros que, en ese momento, se sientan frente a nosotros y que conocemos más o menos, a veces mucho, y entonces la pregunta adquiere otras dimensiones más profundas. El paciente que aparece con sus síntomas, al que pedimos pruebas, que quizá luego recorre especialistas o ingresa en el hospital y termina teniendo algo muy grave e incluso irreversible. La pregunta que surge, que no todos se atreven a realizar aunque algunos sí y entonces hay que saber responder con una verdad soportable, generalmente recurriendo a la mediana de supervivencia pero buscándole matices supuestamente más llevaderos: “nunca nadie sabe del todo“, “hay variaciones“, “concéntrese en vivir día a día“. Esa variación que nadie es capaz de calcular exactamente para una persona concreta, pero que está muy probablemente acotada, que limita de forma inexorable el tiempo que le queda por vivir. El recuerdo ineludible de Susan Sontag en aquel libro, “La enfermedad y sus metáforas“, donde abogaba tan resueltamente por el derecho del paciente a saber directamente su diagnóstico y sus consecuencias sin intermediación de la familia, por prescindir de las metáforas que arrastran algunas enfermedades en un momento histórico concreto y que, muchas veces, inmovilizan o llevan a la resignación cuando podrían buscarse otras alternativas, incluso curativas. Lo que le ocurrió a ella y no siempre a otros intentando lo mismo. Los que prefieren taparse los ojos. El precio que tiene cada decisión que, además, se toma casi a ciegas, en una situación tan vulnerable.
Lo que le ocurre a Williams (magníficamente interpretado por Bill Nighy) el viejo funcionario inglés de los años 50 que ha aprendido a ser impecablemente anancástico respetando todas las normas y asumiendo todas las rutinas, incluidas las que permiten que la administración se convierta en una pesadilla burocrática. La jerarquía, el orden, los eternos requisitos y papeles, las muchas formas de eludir o de quitarse algo de encima, las mil maneras de terminar no haciendo nada aparentado que se ha cumplido impecablemente la ley y los procedimientos. Como la petición de aquellas mujeres de hacer un parque infantil en un terreno pantanoso y maloliente de su barrio. El jefe que no dejaba de llegar en punto a la estación de metro de Waterloo y de presidir con distancia muy fría el trabajo de sus subordinados, también el de esa chica, la señorita Harris (Aimee Lou Wood) que siempre parecía llena de frescura y alegría. El que llevaba décadas sin faltar a la oficina ni un solo día y se ausentó una tarde, sin decir nada a nadie, para escuchar en la consulta del médico, después de insistir en que le dijeran la verdad, que le quedaban entre seis y nueve meses de vida.
La sensación de lo rápido que se ha pasado la vida, de en lo poco que han quedado los sueños de juventud, de la soledad que late implacable y los miedos que no se pueden comunicar, ni siquiera a los más cercanos. El vértigo de qué hacer con el poco tiempo que queda, con el horizonte que ya está en la misma puerta de los ojos y los ciega; el clamor insoportable del borde de la catarata; la consciencia de la espada de Damocles que hace tan difícil salir del ensimismamiento que devora de angustia la experiencia de lo que queda por vivir. La fragilidad, de pronto, de las creencias implícitas (como tener una cierta expectativa de vida) que han sustentado el correr de los días, lo que se daba por supuesto sin pensarlo, y sobre lo que se edificaba todo lo demás. La necesidad de reflexionar racionalmente, en serio, sobre lo que nunca se ha hecho de esta manera: cómo vivir a partir de ahora, cómo acertar con las diferentes posibilidades del árbol de decisión si es que se es capaz de vislumbrar alguna de sus ramas y se tiene el valor y la fuerza de explorarla. Lo que, por otra parte, quizá solo debe pensarse de esta manera en algunas circunstancias excepcionales porque, si no, la vida cotidiana se convertiría en una “meditatio mortis” interminable que probablemente sería insoportable y poco adaptativa a pensar de que el existencialismo (y la psicología existencial con sus “opciones de crecimiento”) quisieran hacer de esa consciencia y de la angustia que, inevitablemente produce, el combustible para liberar al hombre en su sentido más “auténtico”. Eso no resuelto sobre lo que escribía Ortega y Gasset en “El hombre y la gente” (1): “Si hablásemos de los inconvenientes que tendría la inmortalidad cismundana, cosa que, aunque parezca mentira, no se ha hecho nunca, nos saltarían a la vista las gracias que tiene la mortalidad, que la vida sea breve, que el hombre sea corruptible y que, desde que empezamos a ser, la muerte intervenga en la sustancia misma de nuestra vida, colabore a ella, la comprima y densifique, la haga prisa, inminencia y necesidad de hacer lo mejor en cada instante. Una de las grandes limitaciones, y aún deberíamos decir de las vergüenzas de las culturas todas hasta ahora sidas, es que ninguna ha enseñado al hombre a ser bien lo que constitutivamente es, a saber, mortal” Lo que también agobiaba a los”replicantes” de “Blade Runner“
Williams que se siente noqueado y quiere hacer algo, vivir lo que no ha vivido. La posibilidad que le ofrece el desconocido al que regala sus somníferos en un bar. Un Mefistófeles descubriéndole el ruido y el color de la noche, el jazz y los juegos de azar, el alcohol y las mujeres fáciles. Lo que tan pronto le abruma y lo desconcierta. El encuentro con la señorita Harris y la necesidad de acercarse a ella para estar cerca del rumor de la vida joven, de la joie de vivre que parece brotar espontáneamente, en su presencia, como de una fuente inagotable. Lo que termina siendo inútil ella termina no soportando. Por fin el recuerdo de aquellas mujeres que pedían un parque para que jugaran sus hijos, el despertar del significado para un trabajo que hacia años que no lo tenía, la causa a la que decide dedicarse con todo el entusiasmo y toda la pertinacia de la que es capaz hasta conseguirlo y poder gozar de columpiarse como un niño, satisfecho por haber encontrado un sentido a toda su vida.
Kazuo Ishiguro adapta al Londres de los 50, el guión de la película de Kurosawa “Vivir” (“Ikiro”) de 1952, que a su vez se había inspirado en “La muerte de Ivan Illich“ de León Tolstoi. De forma muy fiel actualiza un dilema humano intemporal que siempre costará mucho resolver por muchos motivos. Porque tenemos muy distintas capacidades y, muchas veces, las emociones no están del todo en nuestras manos y a veces la biología manda y la enfermedad destruye casi todo lo que hemos intentado ser. Porque no es fácil hallar valores significativos que muevan a la acción y operen emocionalmente cuando ya se piensa que está todo perdido. Porque es muy fácil dejarse paralizar por el miedo y deslizarse hacia la anhedonía y la inacción y ya solo querer irse cuanto antes o agarrarse a cualquier clavo ardiendo. Un dilema trágico que, sin embargo, conviene pensar alguna vez, aunque sea de lejos, porque eso también puede ayudar a resituar la vida que vivimos ahora, las prioridades que tenemos, la consciencia de los valores que nos mueven, de las personas que amamos o de lo que de verdad nos gusta. La vida que todavía podríamos cambiar. Aquel poema (“Advertencia“) de Gloria Fuertes:
Cuando estés recién muerto,
aún con la tibia tibia,
aún con las uñas cortas,
querrás hacer algo
—lo que podías hacer ahora—;
y ya habrán cerrado las tiendas y portales,
y ya será muy tarde para llegar a tiempo
a los que hoy te aman.
(1) Cita sacada del libro “Lo que Sócrates diría a Woody Allen” de Jose Antonio Rivera, en cuyo capitulo 11 analiza “Vivir” de Akira Kurosawa y hace una amplia reflexión sobre las cuestiones que la película plantea.