Paul Auster en la pista de aterrizaje…

Empieza de nuevo, a partir de la soledad:

como si ahora respirara por última vez,

y es ahora, por tanto,

cuando respira por vez primera más allá del abrazo de lo singular.

Desapariciones, Paul Auster.

Conocí la narrativa de Paul Auster mintiendo por amor. La que sería mi futura pareja reproductora me hizo saber que había grabado un audio-libro con su voz para su rollito de entonces, que era un tío buenorro al que apodaban nada menos que “Superman”, y que parecía tener problemas para conciliar el sueño -almohada de kriptonita, supongo… La novela escogida había sido El palacio de la luna, y la bella me preguntó que si yo la había leído también. Por supuesto -respondí, ni corto ni perezoso-, esa y todas las demás: La choza del sol, La mansión de Marte y El Narcopiso de Neptuno… Ni que decir tiene que corrí a comprármelo, no vaya a ser que Lois Lane me viniera al día siguiente con más preguntas. No he vuelto a hacerlo, mentir sobre libros, pero mentir por amor continuamente y como un poseso: sin duda es la única manera que desviar la atención de algunas chicas espabiladas y cultas sobre el apabullante físico de Henry Cavill. Me gustó El palacio de la luna, tanto que siempre lo incluyo en el ticket de libros entre los que hago elegir a mis alumnos de Primero de Bachillerato (no habría que obligar a nadie a leer, pero sí en Bachillerato, o pensarán que la literatura más interesante jamás escrita es La celestina) -suele gustar, conste, y es que Auster tiene mucho de lectura juvenil. Así que me lancé sobre los demás, creo que el último fue Brooklyn follies (Brooklyn, por cierto, es un poco Europa refinada enclavada en un costado de Nueva York), al que ya encontré ameno pero repetitivo. Para mi sorpresa, La choza del sol, La mansión de Marte y El Narcopiso de Neptuno no se habían escrito o Anagrama no se había dignado a traducirlos. Devoré también los ensayos de Pista de despegue, que contenían también unos poemitas simbolistas pero nada malos, y viví una buena temporada en el barrio verboso de los tabaquistas de Smoke y Blue in the face, donde salía Lou Reed con melena del Fortu de los Obús. Más tarde me solace con la versión en cómic que hizo mi dibujante favorito de todos los tiempos (y al que siempre he envidiado no sólo el trazo, sino también el apellido: Mazzucchelli, ¡¡quién fuera Dave Mazzucchelli!!) de La ciudad de cristal, con la consecuencia de que no creí necesario leer el libro correspondiente -gran error, Paul… En esos cómics habían hecho constar en el interior de las cubiertas una entrevista con el Auster joven, donde confesaba, sin falsa modestia, estar feliz con su vida, puesto que era guapo, rico y buen escritor. Tal cual. Luego los asuntos familiares le han ido peor, de lo cual me conduelo, pero la prosa a mejor, seguramente…

Auster fue ese tipo de escritor americano, muy frecuente, que aplica una sensibilidad europea, pongamos la de Ingmar Bergman (véase sino el film Lulú on the brigde), a temáticas netamente norteamericanas, que no son las de Woody Allen, sino las del lejano Oeste. Sus personajes tendían a quedarse terriblemente solos, pero era justo ahí cuando arrancaba su aventura. El azar, que era la obsesión personal del Auster literato -igual que para Woody en Match Point, tal vez tomándolo directamente de Auster-, se cebaba sobre ellos, de tal manera que traspasaban, digamos, un umbral beckettiano en el que todo absurdo podía ocurrir, incluso con resultado de muerte. De hecho, La música del azar es de los mejores, Auster fluido y sin pretensiones. Vértigo ha gustado mucho, y con razón, pero Leviatán es más inquietante, porque encierra esa veta tan peligrosa y tan cowboy también de la mentalidad usamericana que desconfía enteramente de cualquier gobierno como si se tratara del coco y que explica aberraciones tan chocantes para nosotros como la toma del Capitolio de Washington D.C. por las groupies de Trump vestidas de Drag-queen en 2021. Si yo tuviera que recomendar la lectura de Auster a adultos, empezaría por El país de las últimas cosas; si, en cambio, quisiera disuadirles, pondría en sus manos Tombuctú

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