La ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de París 2024, reaviva el enfrentamiento polarizador que sacude la política francesa estos últimos años.
Este espectáculo, audaz e irreprochable desde un punto de vista técnico y artístico, ha recibido tantos elogios como críticas, tanto endógenas como exógenas, desde la izquierda y desde la derecha, desde el mundo del deporte y desde el eclesiástico, desde la prensa a las redes sociales. Unos se rasgan las vestiduras por su grosería y otros lo ensalzan a las alturas de la genialidad. Muchos instrumentalizan sus errores y carencias para criticar al presidente de la república, y quizás lamentan en silencio que haya transcurrido sin incidentes, aparte de la lluvia persistente, en la que Manuel Macron no tuvo ninguna responsabilidad, una lluvia que de manera inesperada dio intensidad, si no grandeza, a todo el desfile.
Elogios y descalificaciones, es normal en las creaciones complejas. Críticas por haber convertido las orillas del Sena, con sus 44.000 vallas en una jaula kilométrica por razones de seguridad que arruina a comercios y restaurantes. Críticas por no haber previsto letrinas para 300.000 espectadores. Críticas por unos precios galácticos, 1.600 euros por una tribuna sobre el Sena, los paganos exigen ahora que les devuelvan el dinero porque solo pudieron ver algo acercándose a las pantallas de televisión. Críticas por presentar por megafonía la delegación de Corea del Sur como Corea del Norte. Criticas por izar la bandera de los aros olímpicos al revés. Elogios por un desfile que ha sido primicia en su género, donde unos han encontrado razones para ensalzarlo por su presentación de un mundo nuevo, una humanidad sin fronteras de género, y otros para condenarlo a los infiernos. Todo el mundo da su opinión, contradictoria, siendo ideológica la línea de separación. Pero no se puede tirar un libro a la papelera porque tiene un capítulo más flojo por aquí y otras diez páginas infumables por allá.
El posicionamiento es estético y político. Como ocurre con las grandes obras, las claves de interpretación son múltiples, depende del cristal con que se mire y de si se mira con el ojo derecho o con el ojo izquierdo. Los intelectuales más mediáticos, como Michel Onfray y Alain Filkienkraut también han bajado a la arena de la polémica. Para el primero de ellos “este desfile muestra que hoy existen dos Francia, la de las élites parisinas y la de las zonas rurales condenadas al olvido, abandonadas, donde reina la miseria. El espectáculo de la apertura de los Juegos reemplaza lo real por lo virtual, lo trágico por lo lúdico, para construir una Disneylandia wokista y kitsch, un espectáculo creado bajo la mirada complaciente de los adeptos de la descolonización, esos idiotas útiles subvencionados por el contribuyente”. El filósofo subraya las contradicciones de una élite que ha tomado las riendas de las Artes, y lanza discursos hipócritas de inclusión cuando en realidad están excluyendo e invisibilizando a la gran mayoría de los franceses, entiéndase, a la mayoría periférica no parisina, del mundo rural y de las tradiciones.
El desfile se había preparado en el mayor secreto, nadie sabía quién intervendría, ni quien cantaba, ni quien portaba la antorcha olímpica. Y hubo sorpresas, una tras otra. La sorprendente aparición de la reina María Antonieta decapitada, como celebrando la época del Terror de Robespierre, ante los ojos atónitos del rey Felipe VI, su descendiente presente en el acto; la escena de los intercambios sexuales entre una pareja de tres, o la ambivalencia andrógina de los modelos sobre la pasarela están entre los cuadros más exasperantes, pero la palma de la polémica se la lleva el cuadro que reconstituye la Última Cena que, obviamente, ha desatado la tempestad en una parte de la opinión pública, aquella que se ha sentido, creo yo que sin razón, ofendida intencionalmente por los escenógrafos y guionistas del desfile.
A primera vista se trata de una interpretación de la Última Cena que retoma los elementos compositivos de la obra de Leonardo da Vinci, un tema versionado y triturado en innumerables ocasiones por pintores, fotógrafos, publicistas, cineastas, escenógrafos o incluso el cómic. En el primer momento me recordó de inmediato la cena de los pobres de la película Viridiana de Buñuel, el anticlerical.
Aquí el lugar de Jesús está ocupado por una mujer obesa que hace de DJ de la soirée y los personajes sagrados han sido sustituidos por drag queens y una fauna de lo más variopinta que asisten a un desfile de modas muy anfibológico. Al parecer no hay límites para burlarse del cristianismo, pero nadie se hubiera atrevido a hacer lo propio con el islam: dos pesos y dos medidas.
Tanto atrevimiento ha ofendido a millones de cristianos en el mundo y a muchos de los atletas allí presentes provenientes de países cristianos hasta el punto de que en la página oficial de Youtube del Comité Olímpico Internacional se ha cortado esa secuencia, no son los únicos, las televisiones de Marruecos, Argelia y Estados Unidos han decidido también cortar la secuencia que tenía el agravante de presentar a una niña entre los personajes. Muchos se preguntaban que pintan en la celebración tantos personajes LGTB, a que se debe ese protagonismo en un desfile que debe exaltar el espíritu y los valores del deporte.
La sociedad francesa es la primera en respetar la sacrosanta libertad de expresión y la Iglesia francesa acepta el derecho a la blasfemia en el ámbito del teatro, del espectáculo o del arte, pero hoy, herida por la afrenta, critica ese cuadro, entre otras razones porque la Carta Olímpica pide de manera explícita que no se expresen opiniones religiosas, políticas o ideológicas en el ámbito deportivo.
En el directo, no comprendí por qué se habían montado escenas que se sabía iban a chocar a una audiencia mundial y causar la indignación de toda una comunidad, ¿por qué sobrepasar ese límite del respeto debido?, ¿acaso es la manifestación residual del espíritu revolucionario y provocador que caracterizó a las vanguardias de principios del siglo XX para chocar el despreciable buen gusto burgués?, ¿por qué hacerlo en estos momentos donde debe primar la belleza y la alegría, en ese marco de hermandad, de exaltación del esfuerzo para llegar “Citius, Altius, Fortius”, más rápido, más alto, más fuerte? Tal es el lema olímpico que glorifica la victoria a la que debemos aspirar para mejorarnos a nosotros mismos, no solo en el estadio sino también en nuestro día a día. ¿Por qué burlarse del espíritu de universalismo propio de la Carta Olímpica, que se presenta como neutral en el plano ideológico? Algo ha fallado a la hora de organizar una fiesta fraternal que debe respetar las creencias religiosas.
Así lo pensaba. Pero todo esto parece ser un error de interpretación.
Tal vez para minimizar o suavizar el escándalo mundial, rápidamente han aparecido interpretaciones razonables que explican que esta escena no tiene nada que ver con la historia evangélica sino que se inspira en un tema grecolatino conocido como el Banquete de los dioses, en este caso el banquete estaba presidido por un Dionisos de color pitufo y un simple taparrabos de viña. Seguro que es verdad. Pero el no haber comprendido la semejanza flagrante con la Santa Cena y no prever las reacciones que iba a suscitar ha sido un gran error de los creadores, que solo puede achacarse a un grave desconocimiento cultural combinado a una falta de sentido común. Por consiguiente, es plausible que no haya habido intención blasfematoria, pero el mal está hecho, y cientos de millones de creyentes guardarán el recuerdo de una blasfemia en su retina.
El tema, sacado de Ovidio y Apuleyo, inspiró la obra de grandísimos artistas (Bellini, Tiziano, Brueghel, Rafael en los propios muros del Vaticano, Julio Romano, Rubens), y representa la Edad de Oro de la humanidad, aquella cuando los hombres, felices en un mundo de abundancia y paz, eran invitados a la mesa de los dioses inmortales. El tema del festín va asociado a las bodas que celebran los amores entre divinidades y simples mortales, como el caso del rey Peleo y la ninfa Tetis, y que daban lugar a banquetes donde aparecen representados un gran número de dioses del Olimpo, como Dionisos, Príapo, Psique y Cupido, Apolo, ninfas, sátiros caprinos, muchos cuerpos desnudos y libaciones. Es sobre esta base iconográfica como se justifica la falsa Cena del desfile de los JJ. OO de París. Lo que vimos en la televisión es el Olimpo. No hay nada más coherente para ilustrar unas olimpiadas.
La escena que nos ocupa es una fiesta pagana, donde Dionisos aparece cantando una canción que se titula « Desnudo ». El autor explica ahora que la idea le vino del hecho que los atletas griegos competían desnudos en la época y así se les representa efectivamente en las cerámicas.
Una vez explicada esta cuestión, quedarán todavía quienes consideran que la ceremonia de apertura fractura todavía más a Francia en vez de reunirla en un mismo impulso nacional, como supusieron los JJ.OO Barcelona 92 para España. Al contrario, una ceremonia unificadora habría sido más apropiada para el momento que atraviesa Francia. En vez de echar leña al fuego, los organizadores hubieran podido mayor voluntad apaciguadora.
Con el fondo unos estarán de acuerdo, pero no aceptan la forma, ni el formato del show dominado por escenas de travestis, transgéneros y transexuales. Sin embargo, hay un hecho innegable, es la calidad del espectáculo, la escenografía, y la elección musical en general, aunque hubiera pasajes discutibles y a veces innecesariamente largos. El deseo de originalidad a todo precio cae a veces en la excentricidad, que no es sinónimo obligado de innovación, belleza o deleite.
Lo que para unos es grotesco, obsceno, vulgar, degradante, una pantomima decadente, una glorificación del woquismo, para otros ha sido un espectáculo grandioso, apoteósico, que corta el aliento de emoción, una novedad mundial que saca el desfile de los límites estrechos del estadio para inundar toda una ciudad, un ejemplo del savoir faire francés en términos de espectáculo que entronca con el esplendor de los festejos versallescos y barrocos de Luis XIV. Se trataba de una apuesta estética barroca original donde la provocación era un poco de pimienta sobre un plato rabiosamente contestatario y contemporáneo, cocinado con magia y creatividad.
Y en cuanto a su contenido simbólico, destacan su bello discurso de tolerancia, de respeto, de mestizaje, que pone el acento en las minorías y en las mujeres, que habla de sororidad, de paridad, de inclusión, de apertura al mundo y de aceptación del otro. El espectáculo ha sido para muchos un discurso antirracista, de empoderamiento femenino y de diversidad étnica y morfológica, de paz, la mejor respuesta al ascenso del fascismo y de la extrema derecha, y se oyeron en consecuencia silbidos al paso de la embarcación que transportaba a la delegación israelí para protestar por la guerra de exterminio en Gaza. Las diferentes escenas, doce en total, fueron mostrando estas temáticas a través de las diferentes batallas ganadas a lo largo de la historia para alcanzar la libertad, la igualdad y la fraternidad que ondean en el emblema francés.