Septiembre 2005

Diario de un Savonarola

La palabra es una realidad aparte de la realidad, pues le da forma y la deforma a la vez [a la realidad]… Yo, que ya he visto morir a amigos y enemigos, que he sabido cómo se suma y he aprendido a empujones cómo se resta, que he amado y odiado [aún amo y odio], que he estado al lado del éxito de verdaderos zotes y del triste fracaso de tipos valiosos, que no sé ser padre y ya casi ni lo intento, que le tengo miedo al dolor por encima de todas las cosas [al de adentro sobre todo], que he deseado intensamente y me he dejado llevar por la abulia entera, que he comido hasta hartarme en mesas impensables y no he pasado hambre jamás, que he bebido lo justo, pero no lo necesario; que he fumado como un suicida [y lo sigo haciendo], que me he reído hasta de mí mismo y he llorado cascadas por otros, que he levantado la voz creyéndola cargada de razón, que me he equivocado y no lo siento [faltaría más], que me he enamorado hasta el temblor, que he conocido el placer físico y ese otro placer inexplicable que viene de recibir lo creado por otros y de intentar crear, que he querido desaparecer mil veces y otras mil veces he dado la cara por la vida hasta agotarme, que he mentido mucho [pero nunca lo suficiente], que he saldado mis deudas y he vuelto a endeudarme, que he hecho amigos y también los he deshecho, que he dormido a pierna suelta y también he velado el sueño de mis hijos, que he aprendido con hambre y por mi cuenta, que nunca he sabido esperar, que he adjurado de la fe que me dieron mis mayores por propia convicción, que he sido tonto y listo, que he buscado hasta agotarme [y aún sigo buscado… Hasta el resuello]… Yo, masculino singular, con el pelo ya blanco hasta en el pecho, vencido por todos y empeñado en continuar el juego, me declaro en absoluto estado de excepción y adjuro de las hipérboles del mundo para ser desde hoy una hipérbole individual y solitaria, esa exageración de mí mismo que me haga único y totalmente sustituible, quizás un cáncer para los demás, pero indefectiblemente un cáncer para mí mismo.

Decido seguir viviendo a mi bola y a mi antojo, seguir diciendo a mi gana y a mi estilo, seguir amando a mi gusto y al de quien me ame, seguir mirando con ojos lúbricos e intentar ser el bufón entero que siempre quise ser.

Quien me quiera, que me siga… Y quien no me quiera, que se vaya a tomar por lo más amargo.

¡Vaya día, colegas!


Hay palabras que viven en un halo de positividad aceptado y que, sin embargo, contienen el mal del mundo… Moral, ética, bondad, virtud, libertad, felicidad, paz… Son términos que abundan en la codicia humana como configuradores de las máscaras que deforman el valor de ‘verdad’ individual y colectiva que responde a la exacta realidad de cada uno de nosotros.

El mal a pecho descubierto es mucho más sano que todo lo positivo que enmascara y oculta la ‘verdad’ de un hombre.


Hay una idea que me machaca sin descanso, aunque apenas escribo sobre ella. Es la percepción de que todo marcharía mejor si se adoptaran usos de vida simplistas.

El mal del mundo radica en la complejidad que sumamos a la toma de cualquier decisión, por pequeña que sea. Tal complejidad viene, fundamentalmente, de la necesidad de ocupar nuestra mente con idea de ‘camino’ y, en un plano más prosaico, de esa otra necesidad de ocupar [hacerles sensibles y partícipes de una utilidad social, generalmente innecesaria] al número ingente de personas que componen/componemos el grupo humano.

Si nos ponemos, por ejemplo, en el campo de la creación literaria, la proposición simplista se anudaría en el texto que escribe un autor y en las sensaciones que obtiene quien recibe la obra. No hay más… O no debiera haber más… Sin embargo, la realidad es muy otra, pues de la creación básica e individual de esa obra literaria comienzan a chupar las hormiguitas que componen el mundo complejo: llega un crítico y hace su lectura, interpreta, inventa, manipula y cobra [no había necesidad, tío, de verdad]… Y llega un estudioso empeñado en estudiar y analiza el texto letra por letra, busca orígenes y finalidades, formas lingüísticas, tropos, razones de la sinrazón y hasta los exactos pensamientos del autor cuando escribió cada frase, y cobra por ello o saca su tesis y pilla plaza de adjunto de departamento [no había necesidad, tío, te lo juro]… Y al amor del estudio del estudioso y de las chorradas del crítico, pues que hacen unas jornadas con créditos para el alumnado y pasta para los ponentes [todo, a lo que se ve, va en el tono exponencial], y se editan las ponencias en un libro de actas, y se hace un reportaje fotográfico sobre las fotos familiares del autor que tendrá nota en exposición itinerante y se argumenta un curso de verano en la universidad más molona con más ponentes y más alumnos y más créditos y más ediciones de actas… Y se hacen carteles y folletos… Y se editan las páginas más amarillas del autor en revistas proliterarias, y distintos profes de distintos centros educativos dedican seis días del curso a contar el estilo, la forma y la influencia del autor en su tiempo, y se hacen miles de fotocopias para repartir, y se pide a los chavales que hagan comentario de texto, y se mete al autor y a las actividades derivadas de su nombre y de su obra como parte de los proyectos curriculares, y se hacen reediciones, ediciones comentadas, ediciones recomentadas de las ediciones comentadas, y todos cobran, y todos dicen que trabajan, y todos viven y beben mientras se gestionan derechos de autor directos, derechos de autor diferidos, copys por cada palabra y cada imagen… Y así hasta el infinito y uno más… Y otro más [por no empezar con el mercado de segunda mano, las librerías de viejo, el mercadeo de las primeras ediciones…].

El autor y el lector. ¿No sería lo más normal, lo más lógico, lo más indicado, lo más sencillo, lo más simple?

Bueno, pues tal complejidad es la que acaba enredando siempre la vida de la gente, la que hace que muchos sobrevivan con una producción falsa a todas luces y que demasiados mueran sin entender nada de nada.

No sé si me explico.


Hay algo preclaro en el aire: nuestro sistema de vida pasa por una fase de decadencia que es síntoma inequívoco de que el modelo social se está agotando. Los indicadores son diáfanos… Lo llevamos chungo.


En la búsqueda de la ataraxia [es el agua en la que intento nadar desde hace unos diez años] encuentro dificultades que no sé solventar; y lo que más me fastidia es que esas dificultades emergen siempre de los asuntos cercanos y pequeños, ya que en los grandes temas sí que soy capaz de encender la serenidad de ánimo. Todo ello hace que no sea un escéptico al uso [que en rasgos generales sí que lo soy], pues sumo pasión cuando alguna circunstancia mínima y casi inexistente me tuerce los postulados ideales a los que quiero agarrarme: soy, entonces, un escéptico pasional lleno de guiños hedonistas.

Analizando el estado de mi serenidad, concluyo que viene de mi convicción absoluta de que nada es importante [todo relativizado en el tiempo, claro, por el momento y el estado de ánimo]: No es importante ganar dinero como no es importante no ganarlo. No es importante trabajar y no hacerlo. No es importante amar como no amar. No es importante la vida en sociedad como tampoco lo es la soledad completa. No es importante ser y tampoco lo es no ser… Pero el valor de la ‘importancia’ es absolutamente subjetivo en todos los casos apuntados y en los suspendidos por los puntos ortográficos. Es decir: está de maravilla ganar dinero o dejar de ganarlo, pero no es importante… Es magnífico tener un buen/mal trabajo y no tenerlo, pero no es importante; es una suerte poder amar y hasta no amar, pero no es importante; es conveniente la soledad y también el bullicio compartido, pero no es importante; es una suerte ser y no ser, pero no es importante…

La calidad de la ataraxia, por tanto, está en llevar con tranquilidad [serenidad] lo que te llega por azar, por trabajo o por búsqueda e intentar sostenerlo sin cerrar la mano, igual que se sostiene un insecto y se le deja caminar, detenerse o alzar el vuelo… Tal forma de ver la vida procura una suerte de armonía que resulta gozosa en extremo: tener la vida en la mano y dejarla discurrir a su libertad sin hacer un solo gesto para atraparla, no darle el valor de posesión a lo que toma tu mano, pero sentirse poseedor de lo profundo despreciando sin gestos lo circunstancial.

Vamos, que basta con vivir conociendo el valor de lo potencial y conformarse con lo que termina siendo suceso: sabes tu capacidad de ser, estar y hacer, pero no fuerzas las situaciones.

Otro claro parámetro que me acerca a la ataraxia [y que me resulta muy difícil de llevar a la práctica] consiste en no tomar decisiones de valor, en no enjuiciar los sucesos, a las cosas o a las personas, dejando que ellos/ellas sean productoras de su imagen y de su consecuencia, de su éxito o de su fracaso, de tal forma que el resultado me llegue ya elaborado, salvándome así del duro curro de la formación de criterios que no me interesan más que como hechos cerrados. De esta forma, en la línea de estos usos, consigo tiempo para enredar en lo que me interesa de verdad y, en consecuencia, extiendo mi tiempo en los caminos interesantes [interesantes para mí, claro].


Por estas fechas siempre me da un ataque de incienso que presenta síntomas preclaros: ganas de escribir contra la curia, recuerdo de mi odio cerval a iridólogos, homeópatas, sanadores, naturistas, ufólogos, exotéricos, espiritistas, horoscoperos, psicólogos, santos, milagreros, ouijases, cartománticos, quirománticos… y republicanos estadounidenses. No es grave, pero sí que resulta molesto cuando los males se manifiestan con el roce diario de la gente que cae en parte de los supuestos que alcanzan dicho mal de incienso.

Me produce prurito, por ejemplo, la corrobla de peticionarios doblemoralinos que acuden a la Virgen santa con sus ‘concédeme, sálvame, enriquéceme…’, los pirulís que ponen su mano para que les adivinen el futuro, los que toman potingues sin depósito sanitario recetados por un carnicerito [eso era antes, que ahora es el doctor Ramírez, que lo pone en un título justo detrás de la silla de su despacho] que chapurrea sobre las energías y los oligoelementos, los que no salen de casa porque hay un alineamiento [yo lo llamaría alienamiento] de planetas, los que dejan que les soben un supuesto bulto del brazo para salir de su estreñimiento, los que intentan hablar con el espíritu de don Comín, los jocosamente abducidos por una nave de Raticulín, los que alquilan su futuro en un test de Rochard, los que miran al cielo [Cielo] esperando que lluevan panes con euros adentro, los que toman en ayunas sirope de aloe vera, los que se dejan mirar el iris de sus ojos para que les vean el estado de las témporas… Y otras mil aleluyas que me llenan de molestos picores que siempre se convierten en dinero robado o en poder pirulero.

Hoy ya llevo diez cafés para ver si me olvido y me pongo a trabar un relato mediocre o un poema absolutamente circunstancial.

Lo peor es que este mal endémico del incienso es imposible de erradicar.


¿Pienso porque existo o existo porque pienso? Quizás en esta pregunta se encuentre el filo que vierte hacia dos hermosos abismos en los que no queremos caer: el del pensamiento a partir de la existencia o el de la existencia como causa voluminosa y viva del pensamiento. En el primer supuesto es necesario un ente creador de la existencia, mientras que en el segundo es el propio sujeto el que crea su condición existencial. Yo me quedo indudablemente con la segunda opción a sabiendas de que nado en un mar de incertidumbre.

Existo porque pienso, creo porque pienso y el mundo a mi alrededor existe porque soy capaz de pensarlo… También me gusta de esta elección la potencialidad que contiene en la decisión de desexistir, ese ‘yo me hago y, por tanto, yo puedo deshacerme’ que pone un hierro candente sobre mi paso, y lo hace arriesgado y bello. Dependo de mí, huyo de mí, me acerco a mí o reniego de mí.

No es necesaria la idea de Dios si no considero esa necesidad en la carrera de hacerme, porque mi decisión es la que modula, la que eleva, la que es susceptible de desaparecer o desaparecerme.

La verdad es justo el revés de la trama.

Para seguir disfrutando de Luis Felipe Comendador
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