Querido hijo mío

Querido hijo mío

Ni con esta quiero apoiparte ni dejar de hacerlo, pero es que hoy me he soñado contigo y me ha entrado el sincio de escribirte estas líneas y, como Dios da el frío según el abrigo, así yo caigo estas palabras mías para mi chico sobre este cuaderno, para cuando lo leas. Perdona, eso sí, mi torpeza y presunción (por hablar como tú hablas), tú que eres tan leído (las novelas no verlas, te decía la abuelita), pero ha podido más la gana que la vergüenza, así que, ahora que ya conozco (este resfriado último me había dejado sin fuercinas y cermeñona), te digo que no vayas a hacer conmigo lo que con los otros cuando escriben, que es que te da por coger la destrala y rachitos para la leña, que no, que no me hagas eso sino que toma esto entero y enterizo porque de un solo corazón sale y hacia otro va, pues que en algunas cosas no sirve querer sino que es más hacedero dejarse lamber, tan despegado te noto a veces, tan huido de amores y tan entrizado con tus cosas. Pero, bueno, qué me digo, como si esto fuera algo nuevo y no condición tuya desde que eras un cagoniche. No levantabas una cuarta y ya hablabas como un juez, con cuatro años decías ácido acetilsalicílico y sabías ya que eras alérgico a la aspirina, que pobrecito mío cómo te me hinchaste. Te parabas ante los letreros y los leías todos: Ultramarinos, Recauchutados, Tabacalera… A tu abuela le decías que Dios era espíritu puro (que en alguna parte lo habrías oído) y cuando ella contestaba, que se fue por donde pudo, te enfadabas, pero no porque te diera en la cabecita con el dedo del panadizo, sino porque tu gravedad asombraba a todos, tú, sí, el mismo que dice ahora que la misa y el pimiento son de poco alimento, pero no entonces desde luego, aunque apenas te saliera el aliento por las carnes falsas, que dos veces te las quitaron y parecían sesos, que bien que las vi con mis ojos.

En fin, sólo era esto, ni fu ni fa ni vaca marela, seguramente, pero sabe, mi chico, que aquí estoy y aquí estaba mientras escribía esto.

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