En silencio

Fuera todo era ruido, pero dentro de la habitación sólo existía ella. Por la ventana entreabierta se colaban las sirenas de policía, el bullicio de las calles, los restos últimos de un estallido que aspiraba, en sus orígenes, a convertir la ciudad en la cuna de una pequeña rebelión de la que ahora sólo quedaban rescoldos. La revolución de verdad estaba dentro, delante de mí, con una vieja camiseta gris, sentada en la cama. Tenía las dos manos apoyadas en el colchón y a pesar de que la cama no era de gran altura, estaba tan dentro que sus pies se quedaban colgando, graciosamente, acariciando en cada ida y venida la madera algún día brillante del suelo. De vez en cuando, me miraba. Susurraba una canción que no acertaba a descifrar mientras recorría con esos ojos inquietos los angostos rincones de mi estudio, en busca quizá de pequeños puntos de luz. Pero en aquella habitación no había más luz que la que manaba de ella, de su piel tan blanca, de su cuerpo, de aquel aro brillante que remataba una de las aletas de su nariz. Y allí estaba yo, enfrente, sentado en el suelo, intentando tragar aún una parte del sudor que había arrancado de los lunares de aquella escritora discontinua.

En silencio, sin mirarnos del todo, no nos acabábamos de ver. Yo tenía la espalda apoyada en el asiento de aquel viejo sillón en el que cada noche me sentaba y leía, y la soñaba, y le escribía alguna que otra vez. Escupí tantas palabras en aquellas noches de insomnio que ahora no me quedaba ninguna para darle, aun sabiendo que ella no malgastaría las suyas en un tipo como yo. A decir verdad, cada segundo que pasaba junto a mí era un segundo menos que quedaba hasta que se marchara, posiblemente para siempre, si es que había estado conmigo alguna vez. Ya en el bar, con el pelo sobre los ojos y viéndola beber del cuello de aquella cerveza predije que no me dirigiría ni una sola palabra, por mucho que en la cama en la que ahora estaba sentada revolviera mis sábanas para ella. Ni siquiera le dolían bajo las uñas los jirones recién arrancados de mi piel.

Tenía su ropa, amontonada, junto a mí, y por eso en cada respiración el aire me olía a ella. Las zapatillas desgastadas, los calcetines de rayas de muchos colores, el pantalón vaquero con esos rotos intencionados que parecen fruto del azar, y unas letras garabateadas en una servilleta aguardando en el bolsillo trasero el momento de salir. La camiseta de rayas, en blanco y negro, que le dejaba un hombro al descubierto, una primera curva con la que soñar en aquel cuerpo pequeño, blanquecino, salado como el mar de interior. Hasta para el desastre fuimos ordenados. Su ropa, en el suelo; la mía encima del sillón. Toda, salvo la vieja camiseta gris que estaba siempre encima de la cama, pijama transitorio hasta las noches de invierno, que ahora le servía para ocultar la piel que durante unos minutos había sido mía.

Dejó de susurrar y sonrió, sabiendo que no hay nada que duela más que una sonrisa sin palabras. La suya, aquella noche, quemaba. Paró de balancear las piernas y se dejó caer hacia atrás, extendiendo los brazos por detrás de la cabeza. Me fijé en aquellas tibias desnudas, en sus tobillos delgados. En las rodillas perfectas que dibujaba en aquella postura, en el hueso de su cadera, pronunciado, a los lados, sobre el que estaban tendidas sus bragas blancas, rescatadas del suelo hace un momento. Imaginé su ombligo, gracioso, y vi dibujarse bajo la camiseta los dos pequeños montes de sus pechos. A lo lejos, en la corona de aquella figura con los defectos perfectos, el brillo fugaz en la nariz del aro de plata. Permaneció así unos segundos, los que tardé en darme cuenta de que, a pesar de que acababa de descubrirla, ya me la sabía de memoria.

Cogió aire y se puso de pie de un salto. Esquivó la ropa por el suelo, los cojines tirados y mis piernas, barrera inútil en su camino, y se acercó descalza a la nevera. La abrió y después de dudar un instante, cogió una manzana. Cerró la puerta con un movimiento grácil acompasado con una media vuelta y volvió a estar frente a mí, resuelta, y emprendió el viaje de vuelta hacia la cama. Sus pies descalzos no hacían ruido en el suelo. Caminaba como una gata, pensé, sigilosa, aun sabiendo que arañaba como una mujer. Volvió a la cama y se tumbó de lado, y me miró fijamente por primera vez mientras sus dientes se hundían en la fruta y arrancaban de ella un pequeño crujido. Masticó con cuidado, sin apartar sus ojos de mí, y sonrió, y de sus labios salió disparado cualquier atisbo de inocencia. Me lanzó la manzana y se incorporó, y sin dejar en ningún momento de dibujar aquella sonrisa se quitó la camiseta y la lanzó al sillón, no al suelo, porque era parte de mi ropa. Volvió a tumbarse de lado, pero esta vez dándome la espalda, y casi me pareció que a la luz de la luna podía contar todas sus vértebras.

Extendió la mano hacia atrás, llamándome, pero no hacía falta. Yo ya estaba andando de nuevo el camino hacia su perdición.
Me tumbé junto a ella y le pasé la manzana. La mordió mientras yo le clavaba los dientes, suave, en el hombro, y hundía la nariz en su pelo.

Ya sabía que me tocaba perder. Pero puestos a perder, mejor hacer que doliera…

 

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