En su primer novelón, Los Buddenbrook, retrato de familia de la sociedad alemana del diecinueve, Thomas Mann hace morir a Thomas Buddenbrook mientras describe su rostro petrificado, como de máscara. El cónsul Thomas Buddenbrook ha sido joven aplicado, exitoso comerciante, marido cumplidor y uno de los hijos más destacados de la ciudad de Lübeck. Ha sabido distinguir la diplomacia de la adulación, algo crucial para ganarse el respeto de una sociedad reformista como la hanseática; Buddenbrook ha empleado, por supuesto, la primera de las estrategias. Mann demuestra bien cómo, para concitar el favor de nuestros contemporáneos, conviene atenerse exquisitamente a lo convencional dejando de cuando en cuando un toque de excentricidad, lo justo para que parezcamos auténticos en nuestro saber estar. Buddenbrook posee visión comercial e inquietudes artísticas, y eso satisface las necesidades materiales y sentimentales del capitalismo, aún adolescente, de la época.