Gran parte de los planteamientos éticos propuestos a lo largo de la historia de la filosofía han sido eudaimonísticos, es decir, proponían la obtención de la felicidad como fin último de la existencia humana. Ya sea como un estado de armonía con la naturaleza, ataraxia, nirvana o muerte del deseo, ya sea mediante un hedonista cálculo de placeres o, ya en la otra vida, mediante la contemplación de Dios, todas las éticas planteaban una búsqueda de un estado final cualitativamente diferente de los anteriores, cuya consecución era el objetivo a seguir. Todo ser humano debía seguir una serie de preceptos, habitualmente dolorosos: privaciones, mortificaciones, sacrificios… para obtener una felicidad convertida pronto en un bien elitista, sólo prometida a unos pocos, imposible de conseguir por el vulgo ignorante. La felicidad no era una cosa fácil.

Con el advenimiento de la psicología moderna, la felicidad dejó paso a la idea de salud mental (primer paso de su desmixtificación). Se la consideró como el estado habitual del individuo que no había sufrido una serie de traumas en su desarrollo (tesis fundamental del psicoanálisis) o de aquel que dispone de unos mecanismos saludables a la hora de enfrentarse e interpretar los diversos problemas de su vida cotidiana (tesis fundamental de la psicología cognitiva). Con su vocación terapeútica, la psicología democratizó la felicidad. Ya no se trataba de un teleológico fin al que aspiraba el sabio o el asceta. Ya no era la meta de un sendero o de una ascensión. El carpintero y el agricultor podían ser más felices que el filósofo y el monje. La felicidad podía ser gratuita.

Sin embargo, de modo paralelo, a partir del siglo XIX, ocurrió lo peor: la infelicidad cobró prestigio (paso atrás en su desmixtificación). Es lo que Bertrand Russell llamó la tragedia byroniana. Muchas ideas propias del romanticismo ganaron fuerza: la vida es tragedia, sinsentido, ruido y furia. El ser humano se encuentra solo, sondeando el abismo de los cuadros de Caspar Friedrich. Nada puede aplacar su sufrimiento, su siempre insatisfecha ansia de absoluto, su schopenhaueriana siempre sedienta voluntad de vivir. Los papeles se invierten: la felicidad es ahora propia de la ingenuidad e ignorancia del pueblo llano mientras que el sabio, que ha comprendido el absurdo de la condición humana, debe ser infeliz.

Los ecos de esta visión arraigaron en un siglo XX con dos guerras mundiales, Auschwitz, Hiroshima y el fracaso de la utopía marxista. Estos desastres históricos fortalecieron el pesimismo de las diversas corrientes filosóficas. Así tenemos al Sísifo de Camus en el existencialismo francés o el ser-para-la muerte de Heidegger en el existencialismo alemán.  El psicoanálisis convierte toda actividad humana en fruto de una neurosis. Si la enfermedad mental era algo anormal, únicamente estado de  individuos perturbados, ahora se universaliza: el hombre está enfermo, la patología es una de sus cualidades esenciales. Camus afirmará que la única pregunta filosófica realmente importante es si uno ha de suicidarse o no.

Afortunadamente, y ante tanta desazón, la psicología fue convirtiéndose progresivamente en una disciplina científica y no abandonó su vocación terapeútica. A los enfermos mentales hay que curarlos y la infelicidad es algo contra lo que hay que luchar. Se hacen experimentos y a finales del siglo XX comienzan a comprenderse los mecanismos de la química cerebral. En 1986 se descubre la fluoxetina, más conocida como prozac, un antidepresivo que realmente funciona. La felicidad, al fin, se convierte en un asunto científico (segundo paso hacia su desmixtificación) y se consiguen espectaculares avances. Está demostrado que los antidepresivos, junto con terapia cognitivo-conductual, tienen un notable éxito en la cura de la infelicidad. De hecho, el punto crítico en esta terapia es cuando al sujeto que ya ha mejorado se le quita la medicación pues hay riesgo de recaída. Sin más misterio, tenemos sustancias químicas que hacen mejorar tu estado de ánimo, que hacen que interpretes la realidad de un modo más optimista. No hay trampa: funcionan, no son adictivas y sus efectos secundarios se han minimizado tanto que podemos tener pacientes que las toman durante toda su vida sin que les pase absolutamente nada.

Sin embargo, todavía existen muchos prejuicios contra su uso. El más habitual consiste en pensar que la felicidad que otorgan es artificial, falsa, postiza, siendo lo recomendable obtener sus beneficios sin tener que recurrir a ellas. Lo auténtico es ser feliz por uno mismo sin recurrir a nada externo, a nada ajeno a cierta disciplina mental, hábito o descubrimiento que, teóricamente, nos llevará a ese estado prometido. Este enfoque es erróneo y vuelve a mixtificar de nuevo la idea misma de felicidad por tres razones:

1.  La distinción natural/artificial es harto dudosa y confusa. Sabemos que, por ejemplo, realizar ejercicio físico produce neuropéptidos de forma endógena que aportan felicidad. Los defensores tradicionales de la “felicidad auténtica” aceptarían los hábitos deportivos como medio legítimo para ser feliz por el mero hecho de que la alegría “sale de dentro” mientras que no aceptan la labor de los antidepresivos tachándola de artificial simplemente porque la alegría “viene de fuera”, hay que tomarla en cápsulas. Pensemos en una persona que acaba de salir del gimnasio e interpreta cualquier hecho cotidiano de su vida con sumo optimismo debido a la labor de la química cerebral que acaba de producir a base de estar subido media hora en una bicicleta estática. ¿La interpretación de ese hecho no es igual de artificial que la de aquel que la hace después de la ingesta de escitalopram? ¿Por qué una es auténtica y la otra no?

O reflexionemos sobre una persona que sufre distimia o depresión crónica desde su nacimiento. Su estado normal, natural, es el de no poder levantarse de la cama viviendo un infierno diario. Según los defensores de la “felicidad auténtica” darle antidepresivos sería engañarle, hacerle sentir una felicidad artificial. En consecuencia, el paciente debería estar de acuerdo en seguir en su lamentable estado ya que es lo auténtico en él.

2. Se obvian por completo las bases biológicas de nuestra conducta. Se piensa, ingenuamente, que somos exclusivamente fruto de nuestro entorno cultural. En términos de Steven Pinker, se piensa que somos una tabula rasa cuyos sentimientos son únicamente fruto de nuestros pensamientos y hábitos aprendidos. Se ignora que cuando pensamos o actuamos, siempre lo hacemos desde un determinado estado de ánimo y ese estado esta determinado por nuestra química neuronal.

3. Esta forma de entender la felicidad no favorece los programas de investigación científica en esta línea. Ya no sólo hablo de farmacología, sino, por ejemplo, de los avances de la ingeniería genética. Supongamos que descubrimos qué genes intervienen directamente en que una persona sea feliz. Podríamos modificarlos de tal manera que extirpáramos para siempre la depresión o la ansiedad del género humano. ¿No sería este descubrimiento algo fantástico, la auténtica gran revolución en la consecución de la felicidad para todo el mundo? No, dirían muchos, eso sería cambiar peligrosamente la naturaleza humana, crear “monstruos inhumanos”, jugar a ser dioses haciendo nuevos frankensteins. Pero es que este planteamiento parte de la idea de que existe una esencia humana, una forma de ser propia del hombre (y por lo tanto deseable) que no debemos tocar, cuando hoy sabemos que eso no es cierto. Una de las poderosas tesis que Darwin nos dejó es que el ser humano no es algo acabado, no existe una esencia humana dada para siempre pues el hombre, como cualquier otro ser vivo, está en continuo cambio, sigue evolucionando. ¿No sería mejor que nosotros controláramos la evolución en vez de dejar nuestro destino en sus caprichosas leyes? A mí me gustaría ver humanos pacíficos, comprensivos y generosos en vez de agresivos, intolerantes y egoístas sólo por la razón de que desde los últimos 30.000 años la genética del homo sapiens sapiens lo ha dictado así. Y aún menos me gustaría ver que nuestra especie evoluciona hacia formas más beligerantes e infelices sólo porque nos parece conveniente dejar que la naturaleza siga su curso por miedo a tocar nada, agarrándonos al mito esencialista de que existe una naturaleza humana dada para siempre.

*Fotografías de Jacques Henri Lartigue

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24 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Mi problema con el cientificismo siempre es el siguiente. Si en vez de estar media hora subido en una bicicleta estática, el mismo individuo lleva media hora de estibador en un muelle, cargando cajas, el ejercicio es el mismo, pero la satisfacción disminuye, hasta convertirse en negro hastío. ¿Qué es lo que cambia? No las reacciones del organismo, sino la interpretación social que asigna un valor a su actividad. La interpretación es, pues, previa, no sólo posterior, y modifica la sensación interna y externa de lo que se hace. ¿Qué substancia química puede alterar la posición social de cierto trabajo? La coca, en Perú, ayuda a resistir, no a sentirse más afortunado. Por tanto, el verdadero problema, desde mi punto de vista, reside en el sentido que otorgamos a nuestras acciones: sólo allí se decide la felicidad o infelicidad relativas. Cuando estibar fardos se convierta en una práctica a la que los ricos se dediquen por hobby, agarrar cajas entre sudores colocará mucho más que cien prozacs. De manera que, creo, hay que intervenir en los sentidos socialmente establecidos, frente a lo cual tomarse pastillitas sedantes no es más que terapia para viejecitos. Emplear términos chillones como “serotonina” o “neurotransmisores” sólo sirve para conseguir trabajo a unos cuantos tipos de bata blanca. ¿Qué se gana, por ejemplo, sustituyendo “virilidad” por “testosterona”, si su función explicativa viene a ser la misma? En realidad se pierde, tal como yo lo veo, porque con el segundo palabro connotamos al hombre como máquina, y las máquinas trabajan…

    Y, naturalmente, no veo ningún pesimismo en el sein zum tode.

  2. says: Juan Carlos

    Creemos que sabemos pero en realidad no sabemos nada…La mente racional (foránea) nos tiene distraidos y jugando a su juego que no es otro que alimentar nuestro ego…Sólo desde la impersonalidad lograremos librarnos de ella, debemos “matarla”. El gusano debe morir para que nazca la mariposa… En cuanto a la felicidad…si buscas la tuya, eso es EGO, si buscas la de los demás te saldrán alas sin darte cuenta…

  3. says: Santiago

    Óscar:

    Te garantizo que si al sueldo de estibador le añadimos unos gramos de una heroína sin efectos secundarios, los ricos matarían por cargar cajas. Y rotundamente no, que socialmente, lo más maravilloso del mundo sea ser estibador, no coloca más que cién prozacs. Minusvaloras totalmente el poder de la química cerebral.

    Y respecto a la sustitución de términos “virilidad” por “testosterona”… ¡es que no tienen el mismo valor explicativo! En ciencia no se cambian las palabras como si fueran cromos. La testosterona es una hormona que se produce en los testículos, mientras que la virilidad es la cualidad de lo baronil. La testosterona causa virilidad, pero no son sinónimos. ¿Te parecen términos chillones “neurotransmisor” o “serotonina”? ¿Sólo valen para dar trabajo a señores con bata blanca? Pero… ¿tienes algún conocimiento de los avances de la neuroquímica en los últimos años?

    Traes el mismo rollo sesentero, y algo carca, que se ha usado hasta la exasperación: ciencia y técnica como ideología, no hay más. No hay hechos, experimentos, objetividad, racionalidad…

  4. says: Óscar S.

    Confieso abiertamente que no tengo el más mínimo conocimiento de neuroquímica. Lo único, algunos reportajes norteamericanos donde la ciencia del cerebro parece totalmente condicionada por la necesidad de hacer dinero, por ejemplo investigando el impacto inconsciente de la publicidad. Y es que esa es la cosa. Naturalmente que hay experimentos, objetividad, etc., pero siempre que sean financiados por alguien buscando determinado propósito. Encuentro que preguntarse por la dimensión social de la investigación científica es también pensamiento, que concretado se convierte en pensamiento crítico, eso es todo. Sin embargo, a la gente le llegan aquellos términos que yo calificaba de chillones totalmente desnudos, como si fueran realidades directamente referenciales, obvias, sin problematismo alguno. Se asumen, así, como caídos del cielo. Pues bien: igual que tú en una ocasión pedías una educación explícita del deseo, yo pediría una educación explícita en las fuentes sociales de la creación de conceptos, también, desde luego, científicos. Los señores de la bata blanca no son una casta sacerdotal intocable que no tenga que dar cuentas de su trabajo. Hace poco, el “descubridor” del TDH reveló que la enfermedad era inventada con el fin de comercializar ciertos fármacos, y, mientras, cientos de miles de niños empastillados al amparo de un diagnóstico ridículo, con la aprobación de sus padres, que simplemente no sabían qué hacer con su hijo, etc. A eso me refiero.

  5. says: Ramón González Correales

    Estoy de acuerdo en que el conseguir un mayor o menor estado de bienestar vital, de sensación de satisfacción, siempre inconstante,  tiene sobre todo que ver con la significación que se encuentre al vivir, con el conseguir ascender por esos escalones que Maslow proponía en su pirámide y con tener la posibilidad de hacer actividades que gusten, que nos relacionen con otros, que tengan que ver con nosotros, que nos procuren autonomía.   Eso siempre será de alguna manera una conquista personal, siempre de alguna manera amenazada,  que requerirá de una cierta búsqueda activa a veces dificultosa, que puede producir emociones como angustia o tristeza o irritación pero en un grado adaptativo que permite el transcurso vital, que permite moverse, apetecer el mundo, disfrutarlo a pesar de todo. La vida “normal” incluye los conflictos, las crisis, las pérdidas, el miedo, de la misma forma que incluye la alegría.  Incluye el azar de múltiples estresantes que nos acechan y que interaccionan con individuos concretos, con mayor o menor vulnerabilidad psicológica. 

    Es verdad que ha habido un intento de “medicalizacion” nada científico (más bien “pseudo científico”)  y sí muy interesado (por parte de algunos usos o grupos de intereses sociales de la psicología y la medicina ) de hacer de esas emociones negativas una patología que precisa siempre la intervención de expertos y pastillas. Se ha hablado de “epidemia de depresión” por ejemplo, de una manera confusa y exagerada, desvinculándola de las condiciones sociales y otros contextos externos al individuo e igualándola a la tristeza no patológica (aunque decidir cuándo comienza la patología no es fácil en muchas ocasiones).  Igual ha ocurrido con el TDAH, un problema quizá real en algunos casos, pero a los que se han ampliado los márgenes del diagnóstico y se la ha ligado a fármacos creando lo que se conoce como “una enfermedad imaginaria”.  Relacionado con un mal uso de la psicoterapia está lo que ocurrió con las “Terapias de recuperación de memoria”.. (http://hyperbole.es/2013/07/recuerda/)

    Pero también es verdad que la enfermedad mental existe y que suele ser multifactorial, a veces con un importante peso orgánico, a pesar de todo lo que pueda dudarse de este concepto, y de todo lo que ya se discutió en los sesenta sobre el tema, con los planteamientos críticos de la Antipsiquiatría,  por ejemplo, que aportó cautelas actualmente ineludibles, pero también conceptos que se han demostrado falsos con el tiempo.

     Existen estados de ánimo que casi no permiten vivir y mucho menos permitir algo parecido a sensaciones de felicidad.  Un trastorno bipolar grave, por ejemplo, o una esquizofrenia producen un sufrimiento, una limitación tan grave,  que a cualquiera que los haya vivido de cerca le resultará muy difícil dejarse convencer por planteamientos ideológicos que parecen querer reivindicar que sólo son producto de situaciones sociales o del poder médico que sólo pretende hacer negocio o simplemente que no existen, “que son formas distintas de sentir”. Entre otras cosas porque a veces acaban con la vida en forma de suicidios que podrían haberse evitado en algún caso.

    Igualmente lo que han aportado los fármacos en el tratamiento de estos trastornos es indudable y demostrable objetivamente,  a pesar de sus limitaciones, de que no mejoren por igual a todos los casos, de que tengan efectos secundarios y todo eso. Apelar al “cientifismo” y a los intereses y la ideología del poder medico como único argumento es simplificador y tiene el peligro de que mete los debates en un bucle descalificarlorio del que es dificil salir y que además produce efectos paradójicos: es un boomerang que de pronto vuelve iguales todas las especulaciones y no puede apelarse a ninguna razón objetiva para defenderlas porque todas estarían contaminadas por una presunta ideología y además no habría manera de dilucidar lo verdadero. Lo que no quiere decir que no sea conveniente tener información sobre grupos de intereses y todo eso para controlar sesgos, exactamente igual que debemos hacer con nosotros mismos. 

    Un tema interesante es el papel de los antidepresivos ISRS en el tratamiento de los Trastornos adaptativos (http://www.psicomed.net/dsmiv/dsmiv15.html) los más frecuentes en nuestras sociedades. A veces, en algunas personas son eficaces unidos a la psicoterapia (incluso a la biblioterapia) y acortan el plazo de malestar que producen los problemas que produce la cada vez más exigente vida moderna en la que, por otro lado ha disminuido tanto la tolerancia a la frustración en amplias capas de la población. 

    Vivir con emociones del espectro ansiedad-depresión, aunque sea en grado leve moderado, hace gastar mucha energía y no es muy agradable. A veces son sensaciones ligadas a la personalidad o a otros motivos y en mi opinión está justificado tratarlas si la persona lo demanda porque puede afectar mucho a su calidad de vida y a su sensación de alegría de vivir. Renunciar a ello es algo respetable a nivel personal, pero igualmente lo es el que haya personas que decidan tomar un tratamiento que les va bien y que a veces les transforma literalmente la vida. 

    Para conocer dónde está actualmente el debate mente-cerebro puede leerse este post, que como todo es discutible y evolucionará rápidamente con los nuevos estudios, pero que quizá dibuja un suelo desde el que poder debatir.

    http://pacotraver.wordpress.com/2008/05/31/filosofia-y-psiquiatria/

  6. says: Óscar S.

    Este año se cumplen doscientos desde que Thomas de Quincey sufrió los que él llamaba “dolores del opio”. Antes, disfrutó de ocho largos años de felicidad opiómana, y después también tuvo alguna recaída. Lo cuenta en este famosísimo libro, de deliciosa, aguda e irónica escritura, que recomiendo fervientemente a quien no lo conozca aún:

    http://inabima.gob.do/descargas/bibliotecaFAIL/Autores%20Extranjeros/D/De%20Quincey,%20Thomas/De%20Quincey,%20Thomas%20-%20Confesiones%20de%20un%20comedor%20de%20opio.pdf

    Lo que me pregunto, recordando al romántico inglés, es en qué han mejorado nuestras felicidades farmacológicas. De Quincey compraba el láudano en la botica, y le proporcionaba más que bienestar, mucho más: visiones sublimes, horas y horas de una euforia serena, sensaciones divinas… Una modificación de la conciencia, por tanto, en términos de su expansión sin límite, un presentimiento, quizá, de Espíritu, con mayúsculas, y, desde luego, un nuevo horizonte para la creación poética, como fue el caso de su íntimo amigo y también opiómano Samuel Taylor Coleridge. No obstante, por unas causas u otras, finalmente el consumo de opio devino tormento, ya digo, justo hace dos siglos. ¿En algún momento De Quincey se arrepintió de su vecindad con el Paraíso? Bastante poco y con cierta guasa, por cierto. Pues bien: los medicamentos y terapias de los que habláis, que evocan el “soma” de Aldous Huxley, dejan mucho que desear en comparación, tal y como yo lo veo. No insinúan ninguna vida espiritual, sino, al contrario, un dulce aborregamiento del cuerpo. Duermen, más que despiertan. Y, por último, cuesta creer que no terminen por ser adictivas, psicológicamente adictivas cuando poco (el opio, al menos, si se convierte en hábito mantiene el resto de tu salud en un estado excepcional, por lo visto). Una felicidad, entonces, muy de nuestra época de masas entontecidas, de esas que últimamente andan echándose cubos de agua helada en la cabeza sin saber muy bien por qué…

    Naturalmente, no dudo de que las patologías existen y necesitan de fármacos y tratamiento. Que se concentren en eso y no nos vendan chucherías, sugiero.

  7. says: Jesús de la gandara

    Interesante debate. Entran tantas ganas de opinar, como de esperar a ver a donde nos lleva. Espero que al final me sirva para aprender y divertirme. Como psiquiatra que soy tengo muchas cosas que decir, pero casi prefiero dejar a un lado los conocimientos, saberes, hechos, y dejar que me enriquezca la sabiduría de los debatientes.

    Sólo una boba dita que se me ocurrió hace tiempo:
    “Dicen que la riqueza no da la felicidad, pero la pobreza tampoco. Por eso tengo dos objetivos en la vida, el segundo no es ser pobre, el primero tampoco”

    Seguiré leyendo…

  8. says: Santiago

    Óscar:

    El discurso de que la ciencia es un instrumento al servicio del poder o del capital está ya demasiado trillado. Mirando la historia vemos miles de fechorías por parte de multinacionales, farmacéuticas, gobiernos, etc. utilizando la ciencia (y la religión, la literatura, el arte, etc.). Eso es una evidencia. Pero, menospreciar por sistema cualquier discurso de base científica apelando a eso me parece pésimo. En mi artículo no he apelado en ningún momento a nada de dudosa cientificidad. No he hablado de homeopatía ni de flores de Bach. He hablado de medicamentos totalmente testados y aceptados por la comunidad científica, medicamentos que han sido ensayados miles de veces y cuya eficacia está más que demostrada. Y, aparte, a mí no me paga ninguna empresa para defender ni vender producto alguno.

    Huxley, y su célebre mundo feliz, tiene un mensaje confuso y, esencialmente, erróneo. En vez de celebrar los grandes logros de la ingeniería genética y la farmacología, diseña una terrible distopía, mezclando la ciencia con una serie de lamentables valores sociales: superficialidad, falta de libertad y de humanidad, etc. Mezcla churras con merinas. Huxley no habla de las enfermedades que la genética o la farmacología pueden curar, avances que, bien entendidos, suponen una enorme mejora de nuestras vidas.

    Los antidepresivos no tienen nada que ver con el soma. Su efecto no es sedante (hay que diferenciar antidepresivos de antiansiolíticos. El prozac no te seda, el orfidal sí) y, para nada consiste en un aborregamiento. Los antidepresivos no merman en nada tus habilidades intelectuales (la depresión sí) ni te hacen ser superficial ni vacían tu vida de sentido. Tampoco hacen desaparecer tus problemas, haciendo que los ignores o los olvides. No te hacen ser un “tonto feliz”. Todo esto es un mito anticientífico.

    Una persona con una depresión severa está muy jodida. Y lo que harán los antidepresivos (dependiendo del caso, eso sí. Estoy simplificando por mor de la argumentación) será paliar su ansiedad, mejorar su estado de ánimo y, en general, hacer que el gran dolor que sufre sea más controlable y le permita llevar una vida lo más normal posible. Decir que administrar antidepresivos es “dar chucherías” es de una enorme irresponsabilidad que ignora por completo la realidad de las enfermedades mentales.

    Otra cosa, que nada tiene que ver con lo que hablo, es que exista una excesiva medicalización o que se administren medicamentos con suma ligereza. La culpa de eso la tiene una mala praxis médica, es decir, médicos que no hacen un diagnóstico adecuado a la hora de recetar. Pero, insisto, eso no tiene nada que ver ni con la eficacia de los medicamentos ni con la gran revolución científica que supone su descubrimiento y desarrollo. No confundamos cosas.

  9. says: Santiago

    Y aparte, a lo que yo quería llegar con mi artículo es a algo mucho más profundo pero que veo que no se ha tocado en los comentarios.

    Si a mí me deja mi mujer y se va con otro, la interpretación que haré de tal hecho me provocará infelicidad. Sin embargo, si yo fuera una mosca de la fruta, este hecho no me afectaría en lo más mínimo. ¿Por qué? Porque la mosca de la fruta no tiene en su ADN nada que le produzca sentirse de esa manera. Los sapiens, por el contrario, sí que tenemos marcado en nuestro código que perder posibilidades de reproducción es malo. Pero, y aquí está el quid, eso no es porque “que te deje tu mujer” sea esencial, metafísicamente algo malo en sí. Solo es fruto de los genes y de cierto aprendizaje cultural. Si fuéramos moscas, nuestras causas de infelicidad serían bien distintas. Cuando, con la ingeniería genética surge la posibilidad de cambiar nuestra propia naturaleza, tenemos que reflexionar sobre qué es lo que queremos cambiar de nosotros mismos y con ello, claro está, si queremos cambiar las condiciones de nuestra felicidad. Si, por ejemplo, diseñamos post-humanos a los que no les duela que sus mujeres se vayan con otros… ¿serán peores seres humanos?

  10. says: Óscar S.

    Como responderte lo obvio (que una vida en la que no se corren riesgos no es vida, y que para eso ya están los monasterios), me haría parecer un cursi, dejo que lo diga otro, aunque esté como una cabra:

    http://youtu.be/nlZxl-tRVSY

    (Minuto 1´40 aprox.)

    Post-humano, demasiado post-humano… XD

  11. says: Óscar S.

    En cuanto a la ciencia… ¿qué lunático o majadero podría estar en contra de la ciencia? Yo no soy ningún foucaultiano, Dios me libre, y de los sesenta sólo me interesa la música, como ya discutimos en otra ocasión (y es que nos va la marcha, prueba a fortiori de que para los seres humanos estar tranquilos y felices es sólo un punto de partida). Pero además de la ciencia, tenemos hoy la sociología de la ciencia de gente como Bruno La Tour, o la reflexión sobre tecnología de Langdon Winner. Todo esto también es conocimiento, como sin duda sabes, y de existir algo así como evolución, que es más que discutible, esos estudios formarían parte de ella. Te recuerdo que la Ilustración consiste en el programa doble del control del uso legítimo de los principios científicos -Kant-, en primer lugar, y, luego, la crítica de las obras prácticas del hombre con vista al cumplimiento de los fines generales de la razón -Hegel-. Esto te va a doler, pero si renuncias a cualesquiera de los dos, o a ambos, en nombre de un post-humanismo que deja el futuro de la especie en manos de la voluntad de poder (puesto que afirmas que no hay esencia humana, esta será modificada por quien tenga la fuerza de hacerlo, así de fácil: parece improbable que el criterio de los cambios genéticos vaya a ponerlo un africano), entonces, amigo, creo que el postmoderno eres tú, y no es, en mi opinión, la mejor postmodernidad posible.

  12. says: Santiago

    Óscar:

    Creo que no me has entendido o que no me he explicado bien. En dos aspectos:

    1. No digo que no exista una naturaleza humana. Digo que la naturaleza humana cambia. Somos producto de las leyes de la evolución. Hace unos dos millones de años no existían los sapiens. Lo más parecido era el homo habilis que hacía sencillas herramientas de piedra en medio de África. La evolución fue modificando su naturaleza hasta que más o menos hace unos doscientos mil años aparecieron los sapiens, que también fueron modificándose hasta más o menos unos 30.000 años. Desde entonces en nuestra especie parece que no se han dado cambios significativos (aunque se han dado algunos). El caso es que esos cambios que han constituido nuestra actual naturaleza son fruto del azar genético y de los menesteres de la selección natural. Por lo tanto, no hay nada de sagrado en nuestra naturaleza humana, no hay nada que nos diga que es malo modificarla porque, de hecho, ahora mismo se está modificando, aunque lo haga muy lentamente. ¿No será mejor que tomemos nosotros las riendas de ese cambio en vez de dejarlo en manos de la ciega evolución?

    2. No entiendo por qué pones en mi boca que ese cambio estará en manos de una voluntad de poder. Los cambios pueden estar regidos desde la ética más racionalista, no hay problema en ello. De hecho tendrá que ser la ética la que vigile muy bien hacia donde queremos llevarnos a nosotros mismos. No hay ninguna conexión lógica de necesidad entre negar la existencia de una naturaleza humana dada para siempre y el voluntarismo.

    Te he llamado sesentero porque entender la ciencia como ideología al servicio del capital, como algo relativo, o valorarla desde únicamente su dimensión social, son ideas propias de los posmodernos que reinaban por esos años.

  13. says: Óscar S.

    Lo pintas todo tan sencillo y tan feliz que no parece que jamás vayas a necesitar echar mano de pastillas, cosa de la que me alegro. Supongamos que disponemos ya de esa “ética más racionalista”, lo cual no es fácil, porque no se ha producido el diálogo racional universal del bueno de Habermas, la declaración de los Derechos Humanos no es aceptada expresamente por México o China, por ejemplo, y, en general, el iusnaturalismo es precisamente un tipo de especulación que necesita de la fe en una esencia humana, porque sino de qué estamos hablando, de la ética de quién -con lo cual, incurres en contradicción, a mi juicio. Pero supongamos que ya la tenemos, como los gobernantes del Brave New World de Huxley. Probemos un primer paso, el más rudimentario: que se pueda elegir el sexo de los hijos. Inmediatamente, las mujeres dejan de nacer en las tres cuartas partes horriblemente machistas del planeta, lo cual, si lees El año después de Beatrice, de Amin Maalouf, supondría seguro el final de la especie. Ahora supongamos que no, que una ética universal obliga, por la fuerza, a los marroquíes, por ejemplo, a tener niñas les guste o no. Entonces los marroquíes deciden hacer a sus niños más blancos, como Michael Jackson, porque así consiguen mejores trabajos en Europa -eso además de alargarles el pene, naturalmente. Pero no tienen medios para hacerlo, porque son más pobres que los norteamericanos, que serán, indefectiblemente, la población nacional más blanca del globo y con los penes más hermosos. Ser morenito de piel, entonces, se tornará la cosa más devaluada del mundo, más todavía que ahora, y no veo como una ética universal podría revertirlo. ¿Tendría que obligar, por la fuerza, a respetar todos los tonos de piel, incluido el morado, o obligar, por la fuerza, a los marroquíes a ser tan ricos como los norteamericanos? ¿Podría luchar, antes de eso, contra la comercialización -legal y clandestina- de la ingeniería genética en el horizonte del libre mercado? Quiero decir, en suma: cuando tengamos el poder de que nuestros valores, que nada tienen de puros y poco de racionales, se conviertan en entidades vivas, ni Nietzsche podría imaginar el panorama que se abre. En mi opinión, Huxley no sólo no era tonto, sino que se quedo cortísimo…

  14. says: Simón

    Muy interesante debate. Por intentar aportar algo quizá indicar que hay un movimiento básico de casi todo ser vivo que consiste en que parece buscar cierta felicidad, el movimiento de evitación del dolor y consecución del placer. La felicidad, el placer, el deber, son objetivos a alcanzar por diferentes propuestas éticas relativas a las formas de vida que podamos adoptar, incluso hay una ética judeocristiana del sufrimiento y el martirio como objetivos para alcanzar no sólo la vida buena sino incluso la santidad (una ética nefasta muy con-sonante con el capitalismo y el trabajo), sufre en ésta vida (que te crucifiquen) que ya serás feliz en la otra.

    Ninguna ingeniería genética podrá homologar ni transformar ese magma de sentimientos diversos que culturalmente se ha construido el ser humano, la química puede ser parcialmente útil en determinados casos, nociva en otros casos, y no hemos de hacer del posthumanismo una suerte de ciencia ficción que mediante el control científico sobre lo vivo vaya a permitir erradicar la agresividad o la maldad del ser humano convirtiéndonos en ángeles. Puede que la distancia entre lo natural y lo artificial no esté clara pero sí que anda más clara la separación entre lo cultural y lo biológico. Los seres humanos no sólo somos producto de la evolución sino también de la cultura y no sólo somos agresivos por imperativo biológico sino también por imperativo cultural. Tampoco somos libérrimos y todopoderosos sino que tenemos limitaciones y determinaciones, de ahí que la auto-ayuda hoy tan en boga sea un camelo egotista y apolítico. ¿Sentirse bien es una cuestión individual de un ser autosuficiente? No lo creo. En la medida en que el entorno es aciago se sufre más y por muy estoico que se sea no se resiste ni se vive la miseria y el hambre con satisfacción y contento. Otra cuestión ya allende la pobreza extrema, la guerra y la enfermedad grave, es que hay naturalezas que tragan más y otras que tragan menos, unas que resisten mejor a la frustración y otras que resisten peor. ¿Utilizar píldoras para una mayor resistencia? De eso saben mucho los deportistas y la vida es un deporte de riesgo, pero se le llama “doping” y se considera éticamente reprobable. El problema es cuando los deportistas se envenenan para “sentirse bien” tomando y abusando de sustancias que los hagan momentáneamente “más fuertes” o más rápidos. ¿Y si fuera cierto que hubiese un opio sin efectos secundarios sobre el organismo que pudiese tomarse de por vida? Entonces no vería motivos para no tomarlo, excepto que sin él no podríamos funcionar. Pero los fármacos no son inocuos y pasan factura al organismo, por eso sólo hay que tomarlos si la dolencia es grave.

    Y en definitiva: ¿Qué es la felicidad? ¿En qué consiste exactamente? ¿Acaso tiene que ser eso, la felicidad, nuestro máximo objetivo? Hay quien pone por delante la justicia, fiat iustitia et pereat mundus!, el honor o la razón, otros, la religión, el deber, la obligación…, pero para nosotros, los habitantes de la era postmoderna (la del fin de las ideologías y de los grandes relatos), parece que sólo resta “la obligación de ser feliz”, obligación que en cuanto incumplida reporta la mayor infelicidad.

  15. says: j de la gandara

    La libertad en el uso de la palabra, la tolerancia de la crítica respetuosa, el compromiso entre lo dicho y lo hecho, la ampliación de la sabiduría compartida, el placer de la creatividad, la gratitud del reconocimiento y la alegría del elogio. He ahí todos los componentes necesarios de la fórmula secreta de la felicidad, el misterio de esa dama voluble y esquiva que nadie consigue atrapar del todo y para siempre. La felicidad es acaso la virtud más deseada, el estado más ansiado de la humanidad moderna. Siempre lo fue, pero nunca tanto, pues hoy día vivir felizmente es sinónimo de alcanzar la diversión, la alegría y el placer en la actividad, y la calma, el sosiego y la serenidad en la inactividad. Pero hoy no basta con serlo, además hay que mostrarlo, ostensiblemente: veraneo, vacaciones, viajes, vivencias, días de vino y rosas, de vicios y virtudes, sin límites concretos… etc.

  16. says: Maria

    Patologías graves como la esquizofrenia o el transtorno bipolar sí necesitan medicación, medicación ,por cierto, que simplemente atenúa los síntomas, no cura la enfermedad. La depresión severa también se beneficia de la medicación durante un tiempo determinado, el suficiente para remontar el bache, pero si no se trata con psicoterapia (algo que desgraciadamente no cubre la seguridad social en España, más que de manera simbólica) para tratar de modificar los patrones mentales erróneos que causan infelicidad no se producirá una curación real. Devendrá en distimia, la famosa depresión crónica que, de existir una psicoterapia en condiciones y unas políticas sociales de integración eficaces tendría unas perspectivas de curación muy elevadas y que, a día de hoy, son prácticamente inexistentes.

    Decir que los antidepresivos actuales, por muy modernos que sean, no causan “casi” efectos secundarios y que permiten funcionar con normalidad demuestra, lamentablemente, un desconocimiento muy grande que achaco, supongo, a tener la tremenda suerte de no tener que tomarlos.

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