Colocar a un familiar en un puesto de trabajo se opone a escoger al candidato que acredite más méritos. Lo vemos todos clarísimo. Lo primero es propio de una sociedad tribal y caciquil, mientras que lo segundo se corresponde con un funcionamiento democrático e igualitario de los mecanismos de desarrollo profesional. Uno estudia para eso. En realidad, y aquí empiezan los problemas, deberíamos decir que uno se matricula en programas académicos para eso. El mérito es difícil de demostrar, sobre todo en términos abstractos, y actualmente se mide en cantidad de papeles. Que, ojo, no es el método más injusto, aunque sí mucho más confuso de lo que queremos admitir.

 

Cocinero 1928. Fotografía August Sander

 

Al tiempo que la pedagogía sigue despreciando y abusando del poder que encierran los criterios de evaluación, el mercado laboral devora y diviniza los títulos que el individuo empleable aporta como dote u holocausto. Un vistazo a las nuevas ofertas académicas de las universidades le confirmarán que lo que antes era una salida profesional ahora debe verse certificada por un máster que, ya lo saben, debe realizarse después de un grado; en EE UU nos llevan la delantera y hay instituciones que albergan doctorados en Marriage Counseling. ¿A qué consejero matrimonial acudirá para salvar su matrimonio en crisis, a aquel provisto de un Ph D en su materia o al que cuenta con un solo papel enmarcado? A la hiper-especialización de los saberes ha venido a unirse la externalización, que en este sentido no ahorra dinero (como sí lo hace en el ámbito empresarial) sino responsabilidad. Necesitamos que una institución selle el conocimiento del idioma inglés, o de nuestra competencia con un programa informático. Se trata de una compulsión por la objetividad que convierte el certificado en amuleto o tótem o fetiche: así, incluso dentro de la administración pública hay que pagar por la prueba de idioma. Se intercambia dinero por sello de idoneidad. Díganme entonces cuál es el grado de pureza de esta meritocracia, y si no viene ya filtrada por ese nepotismo soft que desde hace tanto tiempo se viene llamando elitismo, y que básicamente restringe a una clase social el acceso a los objetos mágicos del mérito.

 

Fotografía August Sander

 

Y casi desearía estar hablando sólo de dinero, pero no es el caso. Hablamos también de esas dinastías de actores o de artistas en las que parece que las mismas musas sirven el pan del desayuno. En lugares donde se mezcla más la relación personal con la laboral (y ya el propio lenguaje está haciendo una distinción equívoca, puesto que tan personal es una relación de amistad como una profesional) y los puestos son de “libre designación” el mejor candidato va a ser el que más le guste al elector. Incluso se podría decir que aquí la definición de “mejor” va ligada inextricablemente a las afinidades que llamaríamos subjetivas. La unión es tan profunda que sería arriesgado afirmar que alguien nos gusta más porque es mejor o nos parece mejor porque nos gusta más: aquí nos estamos moviendo por los penumbrosos túneles que comunican las preferencias personales con las ideas estéticas y políticas. Es más fácil trabajar con gente cuyas ideas nos resultan familiares, cuyas formas y gestos nos resultan cómodos, cuyo rostro nos inspira confianza. Antes de denunciar la parcialidad de estas decisiones habría que definir respecto a qué deberíamos haber sido imparciales.

 

Fotografía August Sander

 

Por ello no bastaría con resolver la desigualdad económica para ennoblecer el significado de meritocracia, sino que habría que aclarar qué significa ser el “mejor” y, sobre todo, en qué. Hacerse cargo de los criterios de evaluación, vaya, y no guardárselos como as en la manga, lo cual a veces implicará reconocer que uno de los aspectos decisivos es caer en gracia y no tanto ser gracioso. No siempre ese criterio será pertinente, pero para denunciar el nepotismo va a ser necesario delatar a la (falsa) meritocracia.

 

Fotografí: August Sanders

 

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6 Comentarios

  1. says: mischorradas

    Muy interesante el artículo! Eso sí, la meritocracia tampoco es la panacea. Como muchas cosas, la meritocracia está en la delgada línea de la potencial perversión. La gente ve con falicidad la implicación “mérito/valía => obtener lo que te corresponde”, pero psicológicamente lleva aparejado en la mente de la gente y es fruto de frustraciones: “no obtener lo que te corresponde => no mérito/valía”.
    Puesto que si la primera implicación se cumpliese siempre, como sería de esperar en una meritocracia (¿no?), lo segundo no se daría. En la vida real, la realidad es que “no obtener lo que te corresponde =/=> no mérito/valía”, así como tampoco se cumple la primera de las implicaciones.

    Y la delgada línea de la potencial perversión es la que separa cualquier beneficio positivo lógico del neoliberalismo: en el que “tú eres el único que decide tu hados, y si no tienes algo es porque no lo mereces”.

    ¿Es mejor que el nepotismo? No hay duda, pero hay que tener mucho cuidado de todos modos.

    1. says: mischorradas

      Hay una pequeña errata de expresión:

      “Y la delgada línea de la potencial perversión es la que separa cualquier beneficio positivo lógico [de la meritocracia], frente a uno de los pilares del neoliberalismo: aquel en el que “tú eres el único que decide tu hados, y si no tienes algo es porque no lo mereces”.”

      Creo que así se entiende mejor.

  2. says: fan2

    “qué significa ser el “mejor” y, sobre todo, en qué”

    Te lo respondo: se emplean baremos… pero baremos construídos para destacar y elegir al candidato que queríamos desde el principio. La meritocracia también tiene trampas. Con los baremos todo es muuuucho más presentable y políticamente correcto, pero en el fondo es cambiarlo todo para que todo siga igual.

  3. says: Ramón González Correales

    Me viene a la memoria aquella frase de Marx, tan esperanzadora cuando se lee de joven, (“de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”https://es.m.wikipedia.org/wiki/De_cada_cual_según_sus_capacidades,_a_cada_cual_según_sus_necesidades) y tan profundamente inquietante más tarde cuando se adivina el ojo totalitario que late al fondo y que la hace tan paradójica: al final es solo la proximidad al poder lo que marca la jerarquía de la nueva nomenclatura. Solo eso. 

    Porque intentar establecer una jerarquía de mérito de forma abstracta y tremendista ( confundir un desempeño concreto, en un momento concreto, medido de una manera concreta con el valor global de una persona casi de forma esencial) entraña muchos riesgos, porque asume que se puede medir lo que no se puede medir y eso termina creando una injusticia esencial. También incluye en el que lo pretende una pequeña y perversa trampa, más o menos opaca para él mismo: se elude que en la jerarquía que se pretende nueva él siempre se incluye, la establece con criterios que supone cumplir o incluso se suele creer con derecho a estar fuera, estableciendo las reglas puras y duras que luego se aplicarán a otros. 

     Sin embargo la meritocracia es necesaria, benigna, estimulante, más justa, para las sociedades abiertas. El clientelismo por el contrario es asfixiante, genera mediocridad y estupidez, genera conductas aduladoras que alejan del conocimiento y están en el núcleo de cualquier forma de corrupcion. Lo que estamos viendo.

    Sin embargo, a veces, en vez de inventar ruedas nuevas que no se sabe muy bien cómo funcionarán sería mejor analizar y mejorar otras que fueron imperfectas pero que funcionaron, unas mejor que otras. Persistir en una ética social posible. 

    En mi generación he visto desaparecer las oposiciones a la administración de ámbito nacional que incluyeran plazas libres que pudiera sacar cualquier joven que estudie por las noches. Se buscaba cercanía, se criticaba a los funcionarios conservadores con plazas fijas y se aprovechó para enchufar a los amigos y luego sacar oposiciones amañadas para ellos, o con los criterios de los grupos de presión que siempre apoyan a los interinos. Hace tiempo cada año había, por ejemplo, oposiciones para la enseñanza y yo veía cómo mi colegio mayor se llenaba de gente para prepararlas en verano. Mucha gente valiosa encontró un lugar bajo el sol. Seguro que había enchufe, información privilegiada, seguro que el examen no era perfecto y medía lo que medía pero dejaba huecos en los se iban colando los profesionales más estudiosos que, en cualquier caso, podian repetirlas otro año con unos criterios estables. Igual pasa ahora con el examen MIR: nadie discute sus resultados que miden lo que miden y tiene unas normas claras. Algo que ya se acaba ahí. Después de la especialidad comienza otra cosa cada vez más local y cooptada. 

    Y además de eso también otras formas seleccionar. No todo cabe en un currículum, está bien que coexistan otros sistemas más, incluido la confianza, imprescindible para algunas cosas. Muy a menudo la gente más valiosa no es de matrícula, ni está en las cátedras famosas. Hay muchas formas de inteligencia. Varios sistemas imperfectos que al final conformen  una sociedad donde se puede respirar sin ojos de gran hermano que aparenten buscar la pureza y que al final asfixien. 

    El problema es que ahora mismo, con tanta descentralización y chauvinismo, muchos jóvenes muy bien preparados en todas las profesiones y oficios, no ven un horizonte. Y es lógico que se llenen de resentimiento porque no ocupan el lugar que creen que se merecen después de que les prometieron todo. Eso es lo que habría que solucionar de forma pragmática. Mientras tanto la administración ya es simplemente, con todas las excepciones que puedan existir, parte del botín que se reparten tras unas elecciones los que las ganan. 

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