Simon Leys: la utilidad de lo inútil

Para Óscar Sánchez, el más chestertoniano de los polemistas…

 

“Las más elevadas inteligencias no profieren menos tonterías que el común de los mortales; simplemente lo hacen con más autoridad.”
Simon Leys.

Entre los libros publicados durante el pasado año, me gustaría destacar uno en particular que supone una excelente noticia para los aficionados a la lectura del género ensayístico, y a los amantes de la buena literatura sin más. Se trata de Breviario de saberes inútiles, de Simon Leys, una compilación de ensayos publicada originalmente por la New York Review of Books  (The Hall of Uselessness, en su título en inglés), y que recoge diversos escritos del autor sobre sus temas favoritos y recurrentes, principalmente China, el mar y la literatura. Lo publica ahora en castellano la editorial Acantilado, en traducción del inglés de José Manuel Álvarez Flórez y del francés de José Ramón Monreal. En esta edición, los ensayos aparecen agrupados en cinco bloques: Quijotismo, Literatura, China, El mar y La universidad.

 

 

Pierre Ryckmans (Bruselas, 1935-Canberra, 2014), que publicaba sus obras bajo el pseudónimo de Simon Leys, fue sinólogo, traductor, ensayista, novelista, crítico literario y profesor de lengua y cultura chinas en Australia durante gran parte de su vida. Con la publicación de Los trajes nuevos del presidente Mao (publicado en inglés en 1971, y en español por Tusquets en 1976), se convirtió en uno de los primeros intelectuales europeos en denunciar la barbarie que supuso la Revolución Cultural en China. Con esa obra que le dio a conocer (la primera publicada bajo el pseudónimo de Simon Leys, para proteger su identidad ante los problemas que pudiera acarrearle, y bien que se los acarreó), se ganó el sambenito de escritor conservador que, sobre todo entre la intelectualidad bienpensante europea, no dejó de acompañarle nunca. En efecto, en gran parte de su obra criticó la ceguera con la que muchos intelectuales de izquierdas europeos, como Roland Barthes, contemplaron los terribles acontecimientos ocurridos en la China maoísta. Recientemente, Félix de Azúa publicó una elogiosa reseña del libro que ahora comentamos, lleno de “placer, inteligencia y variedad” (“Veraneo”, El País, 12/7/2016). En su columna agradece a Leys que lo llamara idiota cuando Azúa militaba entre los maoístas, pues así se había referido a ellos, en general. Sin embargo, no todos los aludidos lo agradecieron en su día, sino que se sintieron insultados por lo que no era sino una definición precisa, señala Azúa, de un tipo de individuo.

 

 

¿Qué es un saber inútil, para Leys? Pues, por ejemplo, el disfrute de la literatura sin que obedezca a ningún deber, la lectura como algo placentero. El título del volumen que ahora publica Acantilado procede de una recopilación de ensayos que Leys sacó a la luz en 2012, Le Studio de l’inutilité, y que a su vez hace referencia a la vivienda miserable donde el autor vivió dos años en su época de estudiante en Hong Kong, en compañía de tres condiscípulos y amigos. Uno de ellos había caligrafiado y colgado en la pared la expresión Wu Yong Tang, “la Escuela de la inutilidad”, expresión de doble sentido, pues además de referirse al humilde habitáculo que compartían, se trataba de una frase extraída por uno de sus compañeros, estudiante de filología, del Libro de las mutaciones de Yi Jing, “el más antiguo, el más sagrado (y el más oscuro) de todos los clásicos chinos”, en uno de cuyos pasajes se puede leer “el dragón de la primavera es inútil”, lo que significa, según un comentario tradicional, que durante su juventud y su período de formación, los talentos de los hombres verdaderamente superiores (y destinados a un brillante porvenir) deben permanecer escondidos. El autor asegura haber pasado en su compartida Escuela de la inutilidad dos años intensos y felices, en los cuales el estudio y la vida eran una misma cosa para él: sus amigos se convertían en sus maestros, y sus maestros, en sus amigos. Más adelante hablaré de cierta idea de universidad que Leys defiende en uno de sus ensayos y que está relacionada con esta experiencia de juventud.

Uno de los más preciosos regalos que se pueden hacer entre amigos es señalarse buenos libros cuya existencia no habríamos conocido de otro modo”, escribe Leys en “Los náufragos de las Auckland”, uno de los ensayos sobre el mar recogidos en Le Studio de l’inutilité. Yo supe de la existencia del escritor belga gracias a mi amigo Stefano Bettini, que acababa de leer Los náufragos del Batavia, el escalofriante relato del naufragio de un barco holandés, en 1629, frente a las costas australianas, y del que salieron con vida unas trescientas personas, para descubrir que habían caído en manos de uno de los miembros de la tripulación, un auténtico psicópata que se dedicó a sembrar el terror y a exterminar a la mayoría de los supervivientes, con la ayuda del silencio cómplice de unos cuantos acólitos y del pánico del resto. Un libro que nunca me cansaré de recomendar.

 

3

 

Poco tiempo después descubrí la faceta de ensayista de Leys, precisamente con su Le Studio de l’inutilité mencionado antes. Actuó como cebo uno de los ensayos recogidos en el libro, dedicado a G. K. Chesterton, y que lleva por subtítulo “El poeta que bailaba con cien piernas”. Chesterton es uno de los escritores de referencia de Simon Leys, y su ensayo, una delicia para cualquier amante de la obra del inglés. Y, si hay alguien que aún no lo es, este texto podría ser una buena forma de introducirse en su obra.

 

G.K.Chesterton

 

Son muchos los escritores a los que Leys dedica algunos de sus ensayos: Joseph Conrad, George Orwell, Nabokov, Balzac, Victor Hugo, Simone Weil o Evelyn Waugh, entre otros. En todos ellos descubrimos a un agudo lector, divertido (en ocasiones, muy divertido), capaz de contagiar su pasión por los autores de los que habla.

Otro de los temas más habituales en la obra del belga es el mar. Leys es el autor de la antología El mar en la literatura francesa, una recopilación de textos difícil de encontrar, que no está, que yo sepa, traducida en castellano, pero cuyo prólogo puede leerse en Breviario de saberes inútiles. Y no tiene desperdicio: a juzgar por esta introducción, la antología debe de ser una joya. También se hallan recogidos tres ensayos más de asunto marítimo: “En la estela de Magallanes”, “Los náufragos de las Auckland” y un texto sobre el libro de Richard Henry Dana Dos años al pie del mástil, que el propio Leys tradujo al francés.

La pasión del autor por el mar es muy temprana: en su época de estudiante, se embarcó durante toda una campaña de pesca a bordo de un atunero bretón, uno de los últimos veleros que faenaban por aquel entonces. Lo contó cuarenta y cinco años después en Prosper, que suele acompañar a Los náufragos del Batavia en las ediciones francesas pero que desafortunadamente no aparece en la española publicada por Acantilado. Leys trabajó codo con codo con los tripulantes del barco, y tanto el interés del asunto como sus dotes de narrador y su capacidad de empatía y penetración psicológica hacen de este breve texto una delicia.

Antes de abandonar los asuntos náuticos, no puedo resistir la tentación de mencionar el artículo “Verdad del novelista”, recogido en La felicidad de los pececillos (también publicado en español por Acantilado), pero no en Breviario… Los amantes de los libros de Patrick O’Brian, creador de la inolvidable pareja formada por el capitán Aubrey y el cirujano Maturin, disfrutarán (o no, como le ocurrió a mi amigo Óscar Sánchez) al saber que O’Brian, “maestro de la aventura marina y portador de un tesoro de conocimiento náutico, no tenía absolutamente ninguna experiencia del mar, ni de la vela ni de los barcos”. Por no tener, ni siquiera tenía noción de la dirección de la que soplaba el viento. Pero resulta que, como señala Leys, el genio del novelista reside –como decía Orwell a propósito de D. H. Lawrence– en “la extraordinaria capacidad de conocer a través de la imaginación lo que no se puede conocer a través de la observación”.

 

Patrick O’Brian

 

 

El tercero de los temas predilectos de Leys es China. Sinólogo y profesor de lengua y cultura chinas en Australia durante varios años de su vida, traductor de las Analectas de Confucio, Leys transmite a los lectores su profundo conocimiento del país asiático. Precisamente en Breviario… se recoge su “Introducción a Confucio”, además de ensayos sobre, entre otros asuntos, cuestiones de ética y estética chinas. Es curioso observar, dice Leys, cómo algunos artistas occidentales han llegado, de modo casual, a las mismas conclusiones a las que en China se había llegado siglos antes. Es el caso (contado en “Ética y estética: la lección china”) del pintor neozelandés Colin McCahon (1919-1987), que decía en una ocasión a un amigo: “Mi próximo conjunto de cuadros debería ser mejor, y sin embargo todavía no me siento capaz de pintar mejor. Por el momento, mi angustioso problema es que para empezar me hará falta convertirme en un ser humano mejor antes de poder pintar mejor.” Esta idea de que la calidad estética de una obra de arte refleja la calidad ética de su autor es esencial para el pensamiento chino desde hace siglos. Todas las civilizaciones cultivan, señala Leys, valores fundamentalmente similares, pero por vías diferentes y sin asignarles necesariamente la misma importancia. Lo que para una es un axioma que se da por sentado, en otra puede ser una intuición brillante tenida por algunos individuos excepcionales. Es el caso de Chesterton, que defendía la superioridad del aficionado frente al profesional de las artes, idea paradójica para la cultura occidental que el autor inglés comparte con la estética china tradicional. Hablando de su propio padre, poseedor de diversos talentos artísticos, decía: “En conjunto, me alegro de que no haya sido jamás un artista profesional: eso le hubiera podido impedir convertirse en un aficionado”. Según Leys, las cuatro artes mayores de China (poesía, caligrafía, pintura y música) las practican no profesionales, sino aficionados eruditos. Recibir dinero a cambio de su arte los reduciría a la condición de artesanos, mientras que, al hacer disfrutar gratuitamente a algunos amigos y entendidos, no les queda más que convertir en el primer objeto de su actividad al cultivo y al desarrollo de su vida interior. Pintar, escribir, hacer música, sirve para perfeccionar la propia personalidad, para completarse moralmente.

 

Retrato de Simon Leys, por Jao Tsong-Yi.

 

Completan Breviario de saberes inútiles dos secciones más: la que abre el libro, titulada “Quijotismo”, y la que lo cierra, “La universidad”. En la primera se incluye el ensayo “La imitación de nuestro señor don Quijote”, donde Leys recuerda que el Quijote, “el clásico por excelencia, se escribió con un propósito decididamente práctico: divertir al mayor número posible de lectores con el fin de proporcionar gran cantidad de dinero a su autor (que lo necesitaba muchísimo)”. Tras una carrera jalonada de fracasos, Cervantes consiguió al fin el éxito con casi sesenta años, y gracias a una obra de cuya verdadera significación, como suele suceder, su autor nunca llegó a ser consciente. Leys defiende, con D. H. Lawrence, que es necesario salvar la obra literaria de las manos de su creador, y pone como ejemplos de este intento a cuatro críticos modernos de la obra de Cervantes, Nabokov entre ellos.

 

Mguel de Cervantes

 

La última parte del libro está dedicada al mundo de la universidad, e incluye el ensayo que cerraba Le Studio de l’inutilité, “Una idea de la universidad”. Más arriba mencionaba el cuchitril que sirvió de piso de estudiantes a Leys y sus compañeros, bautizado como Escuela de la inutilidad, donde sus amigos se convertían en sus maestros, y sus maestros, en sus amigos, y donde el estudio y la vida eran una misma cosa para él. En su prólogo a Le Studio…, el autor recordaba la afirmación de John Henry Newman, que en su The Idea of a University decía que, si tuviera que elegir entre dos tipos de universidad, una donde eminentes profesores enseñaran a alumnos que solo asistirían a clase y se presentarían a exámenes, y otra en la que no hubiera ni profesores, ni exámenes, ni títulos, sino que los propios estudiantes convivirían y se enseñarían unos a otros, el optaría por esta última.

De cualquier modo, en el ensayo que nos ocupa, que fue originalmente el discurso de agradecimiento del autor por la concesión del doctorado honoris causa por la Universidad de Lovaina, Leys propone cuatro factores que requiere la universidad (los dos primeros, indispensables; los otros dos, importantes pero tal vez facultativos):

1) Una comunidad de sabios, que no son empleados de la universidad, sino que son la universidad. Los únicos empleados son los administradores profesionales, que están al servicio de los estudiantes.
2) Una buena biblioteca. Sin comentarios.
3) Alumnos: elemento importante, pero no indispensable, en el sentido de que no es deseable atraerlos a cualquier precio, por todos los medios y sin discriminación.
4) Recursos materiales: son importantes, qué duda cabe, pero Leys recuerda, como ejemplo contrario, el caso de la Universidad de Pekín, que funcionó admirablemente sin apenas recursos durante los primeros quince años de la joven República Popular China.

Leys dice, con C. S. Lewis, que, para medir el valor de cualquier cosa, hace falta saber de qué se trata, a qué uso se destina y cómo nos servimos de ella. Así, la definición de la universidad, según el autor, no se presta a discusión:

La universidad tiene por objeto la búsqueda desinteresada de la verdad -cualesquiera que puedan ser las consecuencias-, la extensión y la comunicación del saber por sí mismo, sin ninguna consideración utilitaria. (…)
Cuando la universidad cede a la tentación utilitarista, traiciona su vocación y vende su alma. Hace más de quinientos años, Erasmo definió en una frase la esencia de la empresa humanista: “El hombre no nace, se hace (homo fit, non nascitur).” La universidad no es una fábrica de titulados, a la manera de las fábricas de salchichas que fabrican salchichas. Es el lugar donde se da al hombre la oportunidad de convertirse en lo que es verdaderamente.

 

Erasmo de Rotterdan

 

Si el ensayo es, como defendía R. L. Stevenson, una forma de relación íntima y cómplice con el lector, acerca de los más variados temas y vivencias personales del propio autor, con la lectura de la obra de Simon Leys descubrimos a un excelente escritor que sabe ser ameno y divertido, a un autor en perpetua guerra contra la estupidez y los lugares comunes, a un lector voraz y agudísimo que sabe dar en el clavo al revelar y denunciar ciertas características de nuestra época, como lo que denomina el imperio de lo feo. Terminaré con las propias palabras de Leys:

“(…) la ignorancia, el oscurantismo, el mal gusto o la estupidez no son simples carencias, sino fuerzas activas tales que se afirman furiosamente a cada ocasión, y no toleran ninguna excepción a su tiranía. El talento inspirado es una ofensa insoportable a la mediocridad. Si esto es cierto en el reino de la estética, en el de la ética lo es todavía más. La belleza moral parece exasperar más que la belleza artística a nuestra patética especie. La necesidad de rebajar a nuestro miserable nivel, de desfigurar, de ridiculizar y de desacreditar cualquier esplendor que se eleve por encima de nosotros, probablemente sea el impulso más deplorable de la naturaleza humana”.

 

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2 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Supongo que lo dices por mi prominente tripita, prometedora de pantagruelicas turgencias…

    Me está gustando la compilación, aunque el propio Leys reconoce que él no pertenece a la “estirpe del dragón”, o sea, que es un comentador y no un creador. Me recuerda a aquel Lafcadio Hearn que le gustaba a Zweig y que se consagró más bien a estudiar Japón, ambos embajadores especiales en nuestras tierras de la cultura oriental (o, al revés, enviados observadores de la nuestra a la suya, rompiendo barreras del desconocimiento mutuo).

    1. says: Javier Ortega

      Es cierto que Leys habla con modestia de sí mismo (otro rasgo que aumenta su encanto), incluso tiene un libro compuesto únicamente por citas de otros – Ideas ajenas -, aunque sí que tiene una faceta de creador: su novela La muerte de Napoleón está muy bien, y tanto Los náufragos del Batavia como Prosper son creaciones literarias de primer orden. Comentar puede ser un arte…
      A Lafcadio Hearn no lo he leído, pero por lo que sé de él la comparación es acertada, si bien Lafcadio (vaya nombrecito, aunque en griego suena mejor…) parece haber sido también un hombre de acción – y bien interesante -, además de escritor.
      Creo que de Leys se va a oír hablar mucho después de su muerte, o al menos así debería ser en un mundo ideal…

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