“La lista de Schindler ”: dos perspectivas después de 25 años

“La lista de Spielberg ”

por Oscar Sánchez Vadillo

La última vez que vi que La lista de Schindler, solo en mi casa una tarde primaveral no hace más de un año o poco menos, me pareció la mejor película de la historia del cine. Como esto es un absurdo, un rapto de entusiasmo, una exageración fruto de la emoción y seguramente de la ignorancia, no debe tenérseme en cuenta, pero conste que quizá no haya sido yo el único que haya sentido lo mismo al terminar de ver aquella película tan clara, tan transparente, que Spielberg bordó hace ahora 25 años. Es verdad que todo es tan maniqueo en La lista… como el propio blanco y negro en que se rodó, y es cierto también que el holocausto nazi es un tema fácil y recurrido para arrancar la lágrima de compasión y de ira al espectador. Como soy profesor, he comprobado que hasta el alumno más díscolo, tirado y pasota se enciende como una verdadera tea justiciera y atiende como si se le hubiera aparecido Victoria Beckham en cuanto se le toca el asunto nazi, y recuerdo una chica gitana que me dijo que “es que profe, esos payos llevaban el demonio dentro…” De modo que está chupado: uno hace el libro, la película o la performance sobre los años de hierro de Hitler y los suyos y tiene el público garantizado, como al final de Tesis de Amenábar, cuando todo el mundo en un hospital se queda colgado de las imágenes de la snuff-movie que la presentadora del telediario les recomienda no ver. El periodo nazi desarrolló en relativamente poco tiempo la estética más fuerte que ha conocido la historia de la humanidad -aquí sí que me tiro a la piscina sin reservas-, redefiniendo nuestro propio concepto de “estética” hacia el peligroso terreno de la espectacularización del poder, y lo raro no es que haya todavía tanto neonazi suelto o organizado en partidos en el universo político del s. XXI, lo realmente extraño es que no existan todavía más…

Pero La lista… es diferente. Ya digo que es una película clara, trasparente, que exhibe sus trucos bien visibles y donde la narración es franca y lineal. En principio uno no iría al cine a ver una película con ese título, que no dice nada, hasta que la promoción la asocia con el nombre de Steven Spielberg, un auténtico mago en lo que se refiere a halagar el gusto del público, a quien conoce mejor que a su propia cara. Spielberg tenía además un interés personal -y, también aquí, lo personal es político- en el problema judío, como demostró después en Múnich, de manera que en ésta se mojó hasta el cuello, dio el do de pecho artístico. La lista… se mueve hábil y fluidamente entre las corruptelas de los individuos y los estragos de las muchedumbres, la escala íntima y el pavor social, los trajes de sastre y los jirones de harapos. Maneja de modo popular y accesible nociones de pensamiento filosófico judío del s. XX como el de Franz Rosenzweig o Enmanuel Lévinas (sobre todo en el célebre momento en que Ben Kingsley le dice a Liam Neeson que su lista representa el “Bien Absoluto”: hay que tener en cuenta que el judaísmo es la única religión que aún cree en la realidad sustantiva del Mal Absoluto…), pero sin por ello descuidar las verdades sencillas del corazón, a las que Spielberg es tan aficionado.

El espectador se lo cree todo, desde el detalle más nímio hasta el plano más general, nos llegamos a creer incluso que la batalla por el futuro de la humanidad es algo tan simple como eso -y tal vez lo sea, yo qué sé-: está, por un lado, la gente normal, honesta, humilde, y, por otro, los ambiciosos, los que se creen mejores que los demás, los crueles, a los que hay necesariamente una y otra vez que derrotar. Hace unas semanas leí las declaraciones francamente repugnantes de uno de los últimos nazis, en las cuales se justificaba explicando que la vida, por regla general, es monótona, insulsa, baja de tono; en cambio, lo que ellos hicieron, mal o bien encaminado, acertado o desacertado, fue épico. Hasta ese punto el fenómeno nazi fue una estética romántica exacerbada, una confusión aberrante entre el arte y la moral llevada a la acción política y militar. Pues bien: lo que consigue La lista de Schindler, creo, es que la épica vuelva a estar de lado de las víctimas, y también de su magnánimo libertador. El “épico” adversario nazi es, en realidad, un tipo panzudo y sensual, descerebrado y matón, que acecha a las criadas y pega tiros desde un balcón. En su contra opera no la gente, que se ve impotente e inofensiva, sino el ojo de la cámara, que desvela la dimensión de la mentira y la hondura de la tragedia. El cine como acto de justicia, como Núremberg incruento, como alivio y reparación final, como salvación…

Sólo hay una cosa que me sobra de La lista de Schindler, un diminuto desliz en su largo y sobrecogedor metraje. No me gusta que al final Oskar Schindler llore porque no ha podido salvar a más personas. Es demasiado explícito, no hacía falta subrayarlo. Por lo demás, una obra maestra.

Las raices del mal del totalitarismo

por Ramón González Correales

Hace unos días, casualidades de la vida, volví a ver “Los gritos del silencio” cuando todavía no sabía que el 4 de Marzo  se cumplían 25 años del estreno de “La lista de Schindler ” en España. La vi entonces y me evocó, de forma inmediata y perturbadora, mi primera memoria consciente respecto al holocausto perpetrado por los nazis, al adolescente que ojeaba aquel libro grande lleno de fotos en blanco y negro, sobre el campo de concentración de Mauthausen, en la librería El Corte Inglés, en una excursión de esas que hacíamos a Madrid en COU, un poco aterido por el espanto de contemplar de pronto, aunque fuera desde lejos, los ojos del mal absoluto, aquellos cuerpos exhaustos donde se clareaban los huesos, las montañas de esqueletos, los rostros fijos como calaveras, los uniformes de rayas hechos jirones, probablemente apestando, en aquellos barracones asquerosos donde todo era arbitrariedad, muerte y tinieblas donde, sin embargo, también se demostró que latían destellos que preservaban lo mejor del ser humano.

Traté de imaginar a Saloth Sar, luego Pol Pot, en aquel Paris existencialista de después de la guerra (estuvo en él entre 1948 y 1956) donde fundó el “Grupo de estudio de Paris” la primera célula de lo que luego serían los Jémeres Rojos. Ese joven revolucionario (cuando esta palabra tenía tanto prestigio) paseando por el barrio latino, quizá coincidiendo en “La Coupole” y tomando unas cervezas o un café con Sartre (que tanto luego lo justificó) y su tropa, en aquellos veladores, o con Altusser, que opinaba que los horrores del gulag no tenían por qué hacer que se cuestionara a Stalin o lo que ocurría en la Unión Soviética ya que la ideología y el mundo empírico no estaban, para él, relacionados, porque esos hechos no tenían significado alguno y se podía seguir leal a una ideología al margen de sus resultados prácticos. El patetismo de todas las justificaciones que aún se utilizan. Todo en medio de aquellas mañanas del Paris de la rive gauche con ese exquisito olor a pan y esas noches azules con canciones de Juliette Grecó, donde en la película legendaria de la nouvelle vague Belmondo se acariciaba el labio con el pulgar y escapaba con tanto estilo con Jean Seberg buscado una libertad nueva y luminosa que Godard (es asombroso ver “La Redoutable”) atisbaba en la china de Mao que ya había dado el “Gran salto adelante”. Todo eso que puede leerse, por ejemplo, en “Pasado imperfecto” ese libro de Toni Judt que produce tanta melancolía a los que tanto mitificamos a algunos personajes de aquel tiempo, como volver a leer esas justificaciones de Chomsky de aquel régimen, cuando ya había muchos datos de lo que allí estaba ocurriendo.

Pienso ahora en lo que sentí en Viena, en Berggasse 19, mientras contemplaba aquella sala de espera donde se reunían el núcleo fundador del psicoanálisis y leía la biografía de Elisabeth Roudinesco sobre Freud, justo aquel capítulo (“Frente a Hitler”) donde me enteré (no lo sabía) de que Gustav Jung fue un nazi militante, que aceptó colaborar  con el “Instituto alemán de Investigación Psicológica y Psicoterapia” (asociación psicoanalítica libre de judíos)  fundado por Göring en 1936, que escribió textos y cartas que aparecen allí, donde utilizaba la Lingua Tertii Imperii, la jerga nazi esencialmente antisemita (“Los judíos tienen en común con las mujeres la siguiente particularidad : como son físicamente más débiles, deben buscar los defectos en la armadura de sus adversarios y, gracias a esta técnica  que se le impuso a lo largo de los siglos, están mejor protegidos en los puntos donde otros son más vulnerables. “), jerga que también utilizó Heidegger para apoyar a “los que pensaban con la sangre”, los movimientos Völkisch, que estaban fascinados por la muerte y lo irracional y desde luego odiaban la civilización urbana y la republica de Weimar. Lo que no hicieron muchos otros como Thomas Mann.

Solo he visto completa La lista de Schindler esa vez que la vi en el cine, cuando la estrenaron. Luego he visto fragmentos cuando la reponían en alguna cadena de televisión, pero siempre he terminado cambiando de canal porque es tan buena, Spielberg consigue una intersubjetividad tan grande que me pone demasiado triste, siento que se fisuran y crujen las frágiles esperanzas sobre la condición humana con las que uno intenta mantenerse en pie, cada día, en nuestra corta vida. Lo cuenta muy bien Stefan Zweig en “El mundo de ayer” Lo peor era experimentar como cambia tu mundo, observar como los que creías tus amigos o al menos simpáticos convecinos o amables compañeros de trabajo, con los que incluso se había compartido alguna confidencia, cambiaban su mirada y te comenzaban a ver como un monstruo que tiene merecido su exterminio. Como, poco a poco, se iba cediendo a la resignación y al miedo, incluso a la incredulidad. Fueron muchos los que lo avisaron cuando todavía había tiempo “Una y otra vez, incluso antes de 1933, mi padre hizo cuanto pudo por prevenir, alertar, por despertar la necesidad del exilio no solo entre aquellos a quienes mi madre y él habían dejado atrás en Praga o en Viena, sino también entre los miembros del establishment político-militar con quienes había entrado en contacto por medio de sus negocios internacionales. Su “pesimismo”, sus “pronósticos alarmistas” no suscitaban oficiosamente más que hostilidad o desprecio. La familia y los amigos se negaban a abandonar el país. Era posible llegar a un acuerdo con Herr Hitler. Las desavenencias pasarían pronto. La era de los progromos había concluido”, cuenta George Steiner en “Errata”

La película contiene un relato coherente y complejo, que llega directo al corazón, de lo que allí pudo pasar, si es que eso puede nombrarse o convertirse en imágenes. O si debe hacerse o intentarse siquiera para transmutarlo en alguna forma de espectáculo. Esa fue la principal crítica que Claude Lanzmann hizo a la película, lo que él no se permitió siquiera intentar en “Shoah”. En sus imágenes puede contemplarse la diversidad del ser humano cuando es sometido a situaciones extremas, como entonces surge una realidad nueva en forma de conductas heroicas en individuos que parecían muy alejados de eso; la abyección  más extrema en otros en los que no podía imaginarse; la abdicación total en los que antes habían hablado tanto en otro sentido; la perturbadora eficacia de la propaganda y la violencia organizada desde el estado que puede convertir a grandes masas de seres humanos en corderos indefensos transportables en trenes de ganado. También la probable inutilidad de la rebelión de las víctimas desde dentro, cuando la maquinaria ya está en marcha y el huevo de la serpiente ha dado sus frutos y han crecido lo suficiente.

Cuando muchas vidas ya se están en manos de un psicópata caprichoso como Amon Göth fantásticamente interpretado por Ralph Fiennes que disfruta de ejercer esa banalidad del mal que luego teorizó Hannah Arendt con total impunidad al ritmo de sus resacas o de sus impulsos. Cuando solo queda tener la suerte de que un empresario como Oskar Schindler (también magnifico Liam Neeson), miembro del partido nazi, tome contra todo pronóstico, contacto con algún resquicio de piedad que tenía en algún sitio de su ser y desmienta todo lo que se esperaba de él por su anterior biografía y se arruine y se juegue la vida por salvar la vida de los esclavos judíos que trabajaban en su fábrica. Justo en el momento en que había que hacerlo, cuando otros nunca lo hicieron y luego se justificaron tanto.

Lo que lleva al gran interrogante ético que plantea una película como ésta, que hiela literalmente la sangre. ¿Qué hubiéramos hechos nosotros en una situación como esa?. ¿Que hemos hecho ya en situaciones, desde luego incomparables, pero que implicaban un riesgo, cuando dar una opinión simplemente o tomar una decisión que implicara una conducta significaba la posibilidad de perder amigos o poner en riesgo un trabajo o simplemente ser criticado por los que se supone que son los tuyos, lo que es siempre el auténtico reto, lo más dificil. Lo que sí hizo Octavio Paz y lo cuenta en “Itinerario”. Esa pregunta que también se plantea Steiner en “Un largo sábado” hablando precisamente de la actitud de Heidegger al que admira y odia a la vez:

(…)“Admiro profundamente a los que tienen la certeza de haberse comportado de forma íntegra. En mi college tengo dos colegas que estuvieron en el maquis de Vercors, y pueden estar seguros. Uno fue capturado y lo torturaron, el otro logró escapar. Nunca hablan de ello, nunca. Ni una sílaba. Los que saben callan, con alguna ilustre excepción, porque saben algo que no pueden explicar a los demás. Por otro lado, es posible que tampoco consigan explicárselo a sí mismos, lo que complica aún más las cosas.

Así pues, en todo caso, debemos ser muy cautos. Platón se vende muy alegremente al tirano de Siracusa porque le promete ser poderoso. Esta fórmula infantil de Heidegger, «la esperanza de ser el führer del führer», está en el horizonte de mi reflexión sobre ciertos escritores franceses de enorme talento que han sido unos cerdos, unos auténticos cerdos”

 (…)”Mientras no sepamos cómo nos comportaríamos en circunstancias semejantes, debemos ser cautos. Mientras ignoremos lo que haríamos usted y yo, si los carniceros o los verdugos llamasen a la puerta, o nos propusieran “un pequeño compromiso, caballero y todo irá bien”… Es difícil imaginar como eran las presiones , los chantajes, las amenazas que deparaba la vida cotidiana.”

,Lo peor es que en el siglo XXI el peligro del totalitarismo que siempre es la misma cara de la misma asquerosa moneda, sea del color que sea, y siempre usa los mismo argumentos, más o menos trasmutados,  para exterminar de distintas maneras a los otros y para justificarlo luego, sigue ahí. Porque muy a menudo se olvida que las frágiles sociedades abiertas e imperfectas en las que todavía vivimos en algunos países,  son fruto de un inestable equilibrio conseguido azarosamente, tras cientos de millones de muertos, en las guerras del siglo XX. Como dice Tony Judt en “Posguerra”: “La Europa postnacional, del Estado del bienestar, cooperante y pacífica, no nació del proyecto optimista, ambicioso y progresista que los euroidealistas de hoy imaginaron desde la pura retrospectiva; fue el fruto de una insegura ansiedad. Acosados por el fantasma de la historia, sus líderes llevaron a cabo reformas sociales y fundaron nuevas instituciones como medida profiláctica para mantener a raya al pasado. 

Algo que conviene recordar ahora, cuando están volviendo a emerger los antiguos dragones más o menos transmutados y cuando pueden surgir otros nuevos auspiciados por medios tecnológicos sumamente eficaces para manipular con eficacia los mecanismos democráticos liberales. Cuando los nacionalismos han vuelto, cuando de nuevo se apela a los argumentos irracionales “de la sangre”  o de la “falsa conciencia” y todos los padres listos que hacen estudiar chino a sus hijos, en los colegios de lujo, parecen olvidar que la posible nueva primera potencia mundial en poco tiempo no ha dejado de ser una tiranía que ha incorporado ya, controlar y puntuar a sus ciudadanos por su obediencia a las reglas arbitrarias del estado, como en ese episodio de “Black Mirror”.  Cuando en este país en que vivimos, viejos argumentos que llevaron al desastre vuelven a germinar en las mentes de demasiada gente, viejos y jóvenes. De tanta que dan ganas de retirarse a esos cuarteles de invierno que nunca existen de verdad, porque la historia siempre pasa a nuestro lado, demasiado cerca, y siempre nos termina arrastrando. Aquello que el padre de Steiner le decía cuando los nazis desfilaban bajo su ventana y su madre quería alejarlo de allí y que también cuenta en “Un largo sábado”:

“Mi madre, no por miedo, sino por respeto de ciertos usos algo anticuados, nos dice a la niñera y a mí: «¡Eh! Bajad las persianas». Entonces aparece mi padre, que contesta: «Subid las persianas». Me lleva con él. Había un balconcito. Recuerdo cada detalle de la escena: «¡Muerte a los judíos! ¡Muerte a los judíos!». Y me dice muy tranquilo: «Eso se llama historia y nunca debes tener miedo». Para un niño de seis años, esas palabras fueron decisivas. Desde entonces sé que eso se llama historia y si tengo miedo me avergüenzo; y trato de no tener miedo.”

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