La gran esperanza de la educación parece que se diluye con el tiempo, con el choque con la realidad de los mejores deseos, con las simplificaciones y creencias cerradas de muchos de los que toman decisiones y opinan en los medios de comunicación.
Con la nueva reforma educativa vuelven los mismos argumentos nunca contrastados y totalmente predecibles, no se aplica algo lejanamente parecido al método científico (que debería iluminar la mayoría de los conocimientos) para fundamentar los argumentos que se expresan, no se aclaran los objetivos, todo son opiniones y descalificaciones automáticas mientras parece que simplemente no se quiere mirar la realidad, ni tratar de comprenderla.
Quizá el problema sea un bucle que se riza en la propia educación de los que tienen que reformarla o impartirla o recibirla. Quizá en este país no hemos escapado del todo de los límites que impone la “mala educación”, que probablemente arrastramos tanto tiempo. No hemos escapado del todo del sectarismo; de la falta de conexión entre lo que se aprende y su utilidad para la vida; de la falta de curiosidad y creatividad; de la denigración de la excelencia y del conocimiento interdisciplinar; del aislamiento con el mundo exterior a pesar de las posibilidades actuales. Quizá no sea casualidad que, con o sin reforma, la mayoría de los estudiantes no podrán utilizar a Shakespeare o a Proust para distanciarse de algunas pasiones, ni aprenderán conocimientos para disfrutar del arte, ni conocerán a pensadores y científicos actuales que están modulando el mundo en que vivimos y la propia forma de mirarnos a nosotros mismos.
La buena educación debería servir para construir personas de nuestro tiempo (libres de prejuicios y errores de otros tiempos) o también con recursos para escapar de él y poder responder a nuevos retos.