“El secreto más sagrado y conocido por todos es el mundo”.
J. W. Goethe.
El “género” -si así puede llamarse- existencialista de Luigi Pirandello (Seis personajes en busca de autor, 1921), Luis Ferdinand Céline (Viaje al fin de la noche, 1932), Jean Paul Sartre (La náusea, 1938), Albert Camus (El extranjero, 1942)1, Paul Bowles (El cielo protector, 1949), Françoise Sagan (Buenos días, tristeza, 1952), y tantos otros rehusa programáticamente tomar partido por el juego ficcional en nombre del uso puramente instrumental y comunicativo del lenguaje literario, para el que reclama, consecuentemente, una responsabilidad absoluta. Lo que el existencialista se propone transmitir así es la trágica verdad dirigida a una toma de conciencia del hombre sobre sí mismo, y, en consecuencia, la obra literaria es un medio como otro cualquiera para conseguir este fin. En la poética del absurdo, por su parte, cada obra crea sus propios modelos implacables de lógica interna: triste (como en la célebre obra de Samuel Beckett Esperando a Godot, 1952), patética (también en Beckett, Fin de partida, 1957), angustiosa (La lección, de Eugene Ionesco, 1950), cómica (de nuevo Ionesco en La cantante calva, 1950), macabra (en la obra de Fernando Arrabal El cementerio de automóviles, 1958), humillante (Arthur Adamov en El profesor Taranne, 1953), o lisa y llanamente violenta (en El Balcón de Jean Genet de 1957).
Al contrario que el existencialismo, el teatro del absurdo juega incesantemente con la forma -incluidos el silencio, el exabrupto, el nonsense y el gesto- para expresar una responsabilidad nula, puesto que, según ellos, la palabra nada comunica más que su propio vacío, y el discurso humano es siempre engañoso o inane. Pero las diferencias entre esta postura y el existencialismo en el fondo no son tantas (“mínima diferencia, máxima afectación”, decía Stendhal), pues ambas corrientes parten de un supuesto común que las emparenta, y éste es la convicción de partida de la inutilidad del esfuerzo humano para llevar a cabo trasformación alguna en las condiciones de la vida histórica. Debido a esto, el entorno ficcional del existencialismo es un entorno puramente antropológico, en el cual se lleva hasta sus últimas y más radicales consecuencias aquella máxima de George Eliot cuando en el epígrafe a un capítulo de Middlemarch escribía que la misión de la novela era “cantar al hombre”. Muy probablemente, cuando la escritora pensaba esto, no podía en absoluto imaginar que transcurridos poco menos de ochenta años el “canto al hombre” iba a eliminar incluso al propio “canto”, no dejando a su paso más que la máscara hueca del “hombre” a solas consigo mismo. La novela entendida como huella y rastro del “hombre en situación”, dice Sartre, pero no hasta el punto de que la novela, que todo lo devora, devore también la fisonomía concreta de toda “situación” posible so pretexto de nivelarlas a todas en su presunta común determinación de “absurdas”. Eliot, sin duda alguna, se hubiese escandalizado: para ella, hablar de las “situaciones humanas” equivalía todavía a hablar de una riqueza enormemente variada de interacciones personales, sociales, institucionales y culturales, para exponer las cuales precisamente existe la novela (como apuntó después con agudeza D.H. Lawrence, “una novela es la mejor manera de mostrar la interrelación entre las cosas”). Y esa compleja interrelación es la que urde las situaciones en las que se encuentran los hombres concretos, no al revés. Porque si se enfocan las cosas al revés, lo que se obtiene es una visión según la cual el hombre concreto está fatalmente envuelto en una trampa ontológica de realidades -algunas heredadas, otras eternas- que ni entiende ni tiene por qué desear compartir, y entonces el existencialismo halla motivo para hablar del “sinsentido” del vivir. En realidad, enfocadas las cosas del derecho, lo que el novelista tiene ante sus ojos son las demasiadas razones (no la ausencia de ellas) que se entrecruzan realmente en la trama (no en la “trampa”) de la existencia, y la misión del novelista se endereza entonces a esclarecer esos haces multidireccionales de principios y razones, ya que muchos de ellos son opacos, o inconscientes, o representan intereses ocultos, o entran en colisión unos con otros, etc., etc. Todo lo contrario que el existencialismo, cuya tarea es afanarse en mostrar ante un público habitualmente estupefacto o aburrido que el absurdo rige sus vidas allí donde ellos ven causas determinadas a definir o finalidades por descubrir. El existencialismo, en fin, le hubiese parecido a cualquier escritor del s. XIX un extravagante suicidio literario.
Algo muy semejante cabe afirmar de la poética del absurdo de Beckett, Ionesco o tantos otros, con el agravante además de que ellos niegan incluso que haya “hombre” alguno al que referirse estéticamente. No porque haya múltiples maneras de ser hombre, de manera que sea imposible en puridad reconstruir teórica o aún estéticamente al “hombre” en general, sino porque el ser humano es una sombra patética del azar, nada más que el reflejo risible del caos. Por estos caminos, tanto el existencialismo como la poética del absurdo no sólo estrangulan el sentido del arte, sino que también abolen el sentido de la propia vida y la libertad humanas, aniquilándolas teóricamente. No lo digo sólo yo: justifico esta afirmación mía en base a una lectura del existencialismo patrocinada por el filósofo Martin Heidegger, según la cual se interpreta que bajo la mirada existencialista se esconde en última instancia una doctrina de índole moral y no puramente descriptiva. La filosofía existencialista, en efecto, abandona a la libertad humana o bien a la parálisis del más radical fatalismo, o bien, por el contrario, a un insostenible estado de responsabilidad absoluta por el incierto contenido de todas y cada una nuestras elecciones por cuanto que éstas se ven cargadas con el peso de una miríada de consecuencias imprevisibles cuyo radio de acción es potencialmente infinito; al mismo tiempo, esas elecciones se ven presas ellas mismas con la maldición de una voluntad todopoderosa pero carente de criterio para calcularlas a la hora de tomar sus cuasi-divinas decisiones. Por esta razón, cualquier clase de existencialismo (no menos el de las autodenominadas nivolas de Miguel de Unamuno) proyecta siempre la sombra ominosa de algún tipo de condena: consiste, ciertamente, en una teología desesperada o una teocracia sin Dios, que -de nuevo paradójicamente-, da tanto a la voluntad humana como luego le quita, al concederle primero una capacidad sobrehumana para modificar los acontecimientos del mundo cuyo control racional acto seguido le niega tajantemente.
Si esto es así2, entonces toda variedad de literatura entregada a lo ilógico o a la inquietud existencial no es más que una forma
velada de espiritualidad que resulta también, a mi modo de ver, un residuo tardío de la esta misma cara oscura de la teología. Se trataría de una tendencia o actitud muy dispersa, y que puede aparecer en cualquier parte o saltar de repente en las páginas de cualquier clase de obra literaria y que consistiría -ya digo que es tan solo una apreciación mía-, en consagrar el acto de la escritura a la enfática interrogación, generalmente en tono de aflicción o protesta trascendente, de un misterio inefable e inalcanzable, sea “el sentido de la vida” o sea el designio sobre el mundo del mismo Dios, que yace escondido e impenetrable a la inquisición humana (Deus absconditus, decía el medieval Nicolás de Cusa). Franz Kafka, por ejemplo, cuya entera obra es paradigmática de esta postura, en carta a Oskar Pollak de 1904 sintetiza con estas palabras la disposición general de ánimo literario a que nos estamos refiriendo:
“En general, creo que sólo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de la presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo”.
Como una expiación de no sabemos qué pecado imperdonable, tal aparentemente masoquista manera de concebir la creación literaria tiene como contrapartida la gran ventaja de servir de pretexto para una escritura tan infinita como su objeto -el alma sufriente y sus interminables dudas y culpabilidades-, una escritura y un objeto virtualmente inagotables por cuanto que las preguntas jamás obtienen ni pueden obtener, por su mismo planteamiento, respuesta cabal, convirtiéndose así en la posición antiestrófica (es decir, opuesta pero complementaria) de la alabanza de la ignorancia sostenida por el Eclesiastés3. La ignorancia teológica precisamente como argumento literario: este podría ser el modo más insólito de enunciar el núcleo de esta inteligente y prolija variedad narrativa, romántica más allá del romanticismo, y que representa algo así como el anti-clasicismo por excelencia (véanse Broch, Cioran, etc.) Frente a esta espiritualidad que se presenta a sí misma como trágica, pero que no hace más que fascinar al lector con su masoquismo moral (convertido rápidamente en sadismo en lo que se refiere a la composición de personajes: piénsese también en la filmografía nórdica de los Carl Otto Dreyer, Ingmar Bergman o Lars von Trier), se impone una recuperación de la educación en los límites y la riqueza del mundo real para la narración. Pues lo que parece una destrucción de la literatura por el absurdo no es más que la propia autodestrucción del absurdo en cuanto literatura, y eso ya ha sucedido fehacientemente desde hace algunas décadas, aunque algunos aún sigan explotándolo como el penúltimo truco para “epatar al burgués”.
Otra cosa muy distinta es lo que se ha llamado la literatura testimonial de personajes como Robert Antelme, Alfred Andersch, Gregor von Rezzori, Michel Del Castillo, Jorge Semprún, Primo Levi o Elie Wiesel. En su mayoría, estos autores han devenido literatos por accidente, como un modo de exorcizar las experiencias más terribles de nuestro tiempo vividas en primera persona. Es, pues, una literatura que adapta su forma al puro realismo del sufrimiento en el contexto de lo que ha sido denominado “situaciones-limite”, y, por consiguiente, pocas veces hacen concesiones al juego literario. La responsabilidad que debemos atribuir a sus testimonios es, sin embargo, máxima, pues sin la espera de una respuesta activa del mundo externo estos textos sencillamente no habrían sido escritos. Aunque, desde luego, es del todo cierto el tópico de que “la vida sigue” (y, por tanto, no es de recibo el eslógan de Theodor Adorno de que después de Auschwitz sería casi inmoral escribir), esta bibliografía supone un importante llamamiento a no olvidar que es también parte inexcusable de la literatura misma.
1 Aquí damos las primeras obras de cada autor. El Camus de La peste de 1947 o El hombre rebelde de 1951 matiza en buena medida su existencialismo a favor del compromiso comunitario, lo cual le atraería las iras del pope Sartre, que se atrevió a acusarle de lo mismo que le acusaban a él sus amigos antes de la guerra, o sea, de tibieza y contemporización. Esto es lo que vulgarmente se llama la fe del converso –por parte del segundo.
3 Recordamos las palabras del epílogo del bíblico Eclesiastés: “Las palabras del sabio son como aguijones y como clavos hincados de que cuelgan provisiones, y todas son dadas por un sólo pastor. No busques, hijo mío, más de esto, que el componer libros es cosa sin fin y el demasiado estudio fatiga al hombre”.
Ahora mismo tengo un hacha en la cabeza.
Pues ya sabes lo que se siente…