Arroyo Stephens, la biblioteca en el bosque

El 20 de marzo de 2015, Félix de Azúa, escribía a propósito de la publicación reciente de Pisando ceniza, último libro entonces de Arroyo Stephens (Bilbao 1945- El Escorial 2020): “Si tienes la mala suerte de que un amigo tuyo publica un libro, reza para que sea malo. Si es malo, no hay problema. Vas a decirle que es lo mejor que has leído desde Claros varones de Castilla de Fernando del Pulgar. Es imbatible. La catástrofe es que el amigo escriba un libro bueno o muy bueno. En ese caso, estás perdido, tendrás que decirle la verdad y eso creará entre vosotros una muralla infranqueable porque estará persuadido de que le mientes. Eso es exactamente lo que me ha sucedido. Uno de mis mejores amigos ha publicado un libro muy bueno y mi único recurso es decirlo públicamente para que entienda que no le estoy mintiendo. Me juego el prestigio y el sueldo sólo por amor a la verdad. Dificultad añadida: mi amigo no pertenece al gremio literario, sólo ha ejercido de editor, eso sí, uno de los mejores de España, pero nada le delata como escritor. Es como si publicara un relato excepcional un fabricante de aceite para automóviles. Un aceite muy bueno, desde luego, pero en absoluto puerta de la gloria literaria. ¿Cómo puede haber escrito un libro tan bueno alguien que no es del oficio? Quizás por eso…Manuel Arroyo, el mítico fundador de la editorial Turner entre otras cien actividades, ha querido pensar seriamente lo que representó para él la ausencia de algunas personas que no deberían haber muerto y los ha retenido el tiempo de leer Pisando ceniza…Este libro excepcional tiene la ventaja de que, como lo firma un outsider, no provoca envidia. Así que es posible que alguien más lo lea con temor y temblor. Así lo espero”.

Esas eran las palabras que daban salida y comienzo a la curiosidad no defraudada tras la posterior lectura del trabajo de Manuel Arroyo Stephens. Libro adquirido por mí siguiendo el consejo azuiano, ese mismo mes de marzo en la Casa del Libro, y en donde es visible la anotación realizada tras la lectura acelerada: “Tras leer la crítica de Azúa surgió la curiosidad. Que confirmo al llegar a la página 103. ¡Torero! Las cosas sólo suceden a los que saben contarlas”.

Que es como Pilar Álvarez, editora de Arroyo, ha denominado su obituario en el diario El País. Que es la frase, por demás, que Arroyo dice al torero Rafael de Paula, justamente en ese capítulo denominado Melancolía del torero, donde relata el conocimiento que, junto a Pepe Bergamín, tuvo del torero gitano de Jerez, del que llegó a ser apoderado más tarde. Capítulo donde Arroyo vuelca su pasión no disimulada por el toreo, con toda la impronta políticamente incorrecta que ya en ese año adelantado, arrastraba ese universo por el crecimiento de la sensibilidad animalista.

Ello quizás sirva para ubicar intelectual y moralmente a Arroyo, capaz de erigirse como un corredor a contracorriente en todos los terrenos. Es decir, de aquellos hombres que se mueven de forma opuesta a la generalidad de sus coetáneos, sólo regido por sus personales códigos y principios, y por ello se ajuste a la manera de los librepensadores. Probablemente el destello fundacional de ediciones Turner, ya fuera algo de ese movimiento del que se mueve a contracorriente. Por más que Pepe Esteban en sus memorias, ya comentadas es estas páginas (Ahora que recuerdo), trate de robarle la cartera y le reste el protagonismo debido en la aventura de Turner. Poner en marcha una editorial que rescatase a nombres prohibidos y olvidados, como Arturo Barea (La forja de un rebelde), o a gran parte de la obra de José Bergamín era un riesgo cierto. Y hasta de los políticamente opuestos como fueran Ernesto Giménez Caballero (Julepe de menta), teórico del fascismo español, junto a la edición de una antología de la revista de los años treinta Leviatán, órgano de la izquierda socialista de Largo Caballero y Luís Araquistaín, eran las muestras de la andadura de Turner y Arroyo Stephen.

Manuel Arroyo con Bergamín

Es posible que ese carácter de outsider, citado por Azúa, de Arroyo Stephens sea una de las razones de su peculiar desconocimiento del gran público, algo que tampoco le preocupó en exceso, viviendo en El Escorial y rodeado de libros, robles y pájaros. El mismo llega a decir que “estoy escribiendo para publicar dentro de diez años. Va a ser un libro póstumo porque si me lleva diez años… pero como tampoco tengo lectores que me estén esperando, no tengo ninguna prisa”.

Escritor clandestino primero y escritor póstumo después, como llega a decir Luis Gago en su sentido obituario, en la medida en que sus publicaciones primeras, o lo fueron en forma anónima –como ocurrió en Contra los franceses, reivindicado como libelo suscrito por un librepensador–, o lo fueron en México –donde contribuyó y colaboró con Fondo de Cultura Económica– y donde acabó publicando Imagen de la muerte (1989), Por tierra (1992) y Región luciente (2002). Habría que esperar ya a 2015, para conocer Pisando ceniza, un enorme descubrimiento que se plasmaría y prolongaría en la entrevista sostenida con María Marañón en El País (14 marzo de 2017) con motivo de la reedición de Contra los franceses, que ya aparece con su nombre completo: Sobre la nefasta influencia que la cultura ha ejercicio en los países que le son vecino y especialmente España. Libelo. Donde Arroyo verifica, a modo y manera, un ajuste de cuentas con esa cultura que tanto nos ha condicionado y que deja ver en afirmaciones como esta. “La cultura francesa desde los años cuarenta hasta los ochenta, noventa, fue la cultura literaria y filosófica en Europa. Pero no la cultura francesa en general, sino lo peor de una forma de pensar derivada de Heidegger, según creo yo, e influenciada por el marxismo y también por Sigmund Freud. Es una mezcla de todo ello en la que el pensamiento científico está totalmente al margen”.

Un escritor clandestino y un escrito póstumo, que ha impedido a muchos lectores llegar al bosque de su sabiduría, donde se asienta su biblioteca –como sostuvo en la larga entrevista con Félix de Azúa–, en la medida en que siempre se consideró antes un editor que un escritor, pero ante todo un lector. Un desconocimiento en severo contraste con las fruslerías publicitadas en los medios de comunicación, que dan cuenta de cómo la sociedad española reparte credenciales: mucho a los mindundis y poco o casi nada a los hombres grandes.

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