El montaje del horror y los deslices de Lovecraft

Para mi madre, que me enseño a leer.

Vivir con miedo… eso significa ser esclavo…

Roy Batty

Pues qué queréis que os diga, lo mismo me contagio en dos semanas, pero a mí me sigue pareciendo que hay mucho de montajillo friki y carnavalín triste en todo esto. Acabo de venir del supermercado (en la otra dirección tenemos un “mini-supermercado”, que es la monda de la autocontradicción comercial, pero que voy a usar yo también: soy un mini-supermacho…), y eso parecía un quirófano o un campo de fútbol, con toda la gente con su mascarilla enfundada y no de Anonymous y driblándonos los unos a los otros. El único tipo feliz, que deambulaba por los pasillos del súper silbando y no evitando la trayectoria de colisión con sus congéneres era un sin-techo, y he pensado que eso se debe a que la calamidad es su medio natural, su charco de ranas, pero también a que seguramente no ve la televisión. Creíamos que la televisión andaba ya dimitiendo de su histórica misión de homogeneizar a las masas mediante lo que yo llamo el “panteón” (surtir a millones de personas de unos cientos de caras y nombre reconocibles) y, claro, el miedo, que es el mejor pegamento social. Pero no, estos días la televisión, sus informativos, sus debates, sus Iker Jiménez, sus consejos a las familias, etc., ha remontado a las cotas de sus mejores tiempos…

Un servidor, por supuesto, está tan acojonado como el que más, sobre todo porque tengo hijos preadolescentes, pero, como he leído más que he hecho el amor, no he podido evitar acordarme del amigo Lovecraft. Graham Harman, el filósofo francés de la Ontología Orientada a Objetos (OOO, en sus siglas, como el mundo posapocalíptico de Hora de Aventuras, y lo digo en serio) escribió un libro que relacionaba su propia filosofía con los relatos de Lovecraft que ahora han traducido y publicado en castellano. Salió hace apenas un mes, pero no lo he adquirido porque no soy nada de Amazon y las librerías están cerradas –si sois de Madrid no dejéis de acudir a “Bajo el volcán“, en Lavapiés, que el dueño sabe bien lo que tiene entre manos y Jeff Bezos me apuesto a que no. Harman ha titulado a su libro Weird Realism, que yo traduciría al castellano por “realismo bizarro”, y por lo visto lo que trata de mostrar, una vez más, es que los objetos que nos rodean parecen tontos y muertos, o sumisos y grávidos (menos las impresoras, que las carga el diablo) pero en realidad gozan, o sufren, de un interior inquietante, umheimlich. Y nadie mejor sobre quien apoyarse que Howard Philips Lovecraft, el maestro del horror cósmico del s. XX, aquel que, efectivamente, ha salpicado sus escasos relatos de propiedades y atributos pavorosos que les pertenecen de por sí a las cosas, ambientes y piezas artísticas que acechan a sus personajes, y no a la cámara interior de la subjetividad de estos, que en todos los casos es siempre idéntica y plana en Lovecraft. El de Providence fue, así, un modesto destructor de la psicología en los cuento de terror, como por aquel entonces Kafka lo fue también del apólogo teológico y la novela social.

https://www.youtube.com/watch?v=6XpV2h3gvv0

O sea, que confieso que no he leído aún a Harman, pero ya estoy presintiendo que para hacer su libro -más de trescientas páginas del ala- tiene que haberse tomado a Lovecraft en serio, y eso el propio interesado ya proclamaba que era una equivocación. Cojamos una de las mejores recopilaciones de relatos, la única que tengo en casa ahora -todos estamos en casa ahora, o debiéramos- En las montañas de la locura, Alianza editorial. La narración que da nombre a la publicación es de las más largas de Lovecraft, y de las mejores. Lovecraft fue un escritor amateur hasta su muerte, como él mismo adelantaba personalmente a sus miserables editores, pero hay que reconocerle que en los cuentos largos -La sombra fuera del tiempo, por ejemplo-, mantiene el ritmo y la intensidad casi mejor que en los cortos, excepto aquellos en los que imita a Lord Dunsany –verbigratia: Las aventuras oníricas de Randolph Carter. Pues bien, en el mismo En las montañas de la locura (que Alan Moore plagió sin disimulo alguno en Nemo: Corazón de hielo), Howard hace cosas como las siguientes: su narrador, que está comprometido en la trama pero que la rememora retrospectivamente, habla de los mitos primigenios de “aquellos Ancianos que bajaron de las estrellas y crearon la vida por travesura o por error”. Aquí, claro, el traviesillo es el propio Lovecraft, que pasaba por ese punto de su historia y se le ocurrió esa disyuntiva, “por travesura o por error”, que es realmente buena, en mi opinión, si lo que quieres es ridiculizar al ser humano, pero que no resuelve, deja allí abandonada y sigue escribiendo.

Círculo Lovecraf

Así, no mucho después habla de “montañas y templos del horror anteriores a Asia”, como si Asia, como continente, fuese previo a, no sé, América, o como si esas montañas o templos pudieran localizarse en Pangea. Lovecraft no es que fuese ningún ignorante, ni mucho menos, sencillamente es que sabía que escribía para impresionar a los cuatro gatos palurdillos de Nueva Inglaterra que pudieran leerle, y que por lo que le iban a pagar tampoco había que matarse. Del mismo modo, se refiere a “monstruosas desviaciones de las leyes geométricas” que en su tiempo ya existían, las Geometrías No-Euclídeas de Riemann y Lobachevski, que Lovecraft conocía porque lo menciona junto a la Mecánica Cuántica en unos pasajes extraordinarios de Los sueños de la casa de la bruja, pero que a nadie parecían monstruosas, si acaso a los neokantianos. O, lo mejor, cuando escribe que “todo aquel engañoso espectáculo se desvaneció para trocarse en ebullente opalescencia”, o “aquel mundo austral de desolación y sobre el cual se cernía la locura”, puesto que, ¿cómo sabe su narrador que tal espectáculo fue “engañoso”, lo adivina él o se entromete Lovecraft? ¿O que la “locura”, así, como tal, se cierne sobre la noche del hielo ártico, como si fuera algo observable, como si pudiera sentir y percibir en los huesos como el ruido de un avión surcando el cielo. Pero todavía más, el colmo del lovecraftismo fóbico, cuando señala que, a la luz de los bajorrelieves de la megalópolis ciclópea y abyecta -que Borges, por cierto, plagia en un párrafo de El inmortal-, el gobierno de los malvados dioses del mundo pre-humano era “evidentemente, complejo y probablemente socialista”… Ese, ese es nuestro hombre…

Era un máquina, Howard, yo le tengo una gran envidia, me encantan los autores grandilocuentes que van a por lo más difícil, a por todas, que doblan la apuesta aunque luego pierdan a lo bestia y hagan a menudo el ridículo –a Faulkner, por ejemplo, que es un titán, también le ocurre. Hay que tener agallas, como las de los custodios bestiales y subacuáticos del sello de R´lyeh, para escribir cosas como “dimos gracias al cielo por haber salido de un territorio embrujado y maldito en que la vida y la muerte, el espacio y el tiempo habían formado oscuras y blasfemas alianzas en las épocas ignotas en que la materia serpenteó primero y nadó después sobre la corteza apenas enfriada del planeta”, o “nos llamó la atención ver en algunas de las últimas esculturas más decadentes a un mamífero primitivo de torpe andar utilizado unas veces como alimento y otras como jocoso bufón por parte de los habitantes terrestres, mamífero cuyo carácter de predecesor de simios y seres humanos era inconfundible”. Son genialidades, sin salirnos de este único relato, que es sin duda una joya de la literatura universal, pero también todo un hito de la historia del disparate de serie Z, pues ya se me explicará de qué manera una escultura puede hacerte ver el “torpe andar” de esa criatura que seremos nosotros, y de la que Lovecraft se quiere mofar con amargura de creador solitario… Insisto en que estos deslices de nuestro Howard no indican que fuese tonto, descuidado o poco culto, indican únicamente que improvisaba más o menos mientras escribía porque daba la menor importancia posible a su obra. No hay, pues, un corpus de mitología en Lovecraft, ni una intención taumatúrgica, ni nada semejante. Lo que había era un hombre huraño, que no encajaba en su mundo, que estaba resentido y que se despachaba escribiendo no sin una buena creatividad innata.

Las historias de terror, en papel o en cine, suelen ser menos ideológicamente neutras de lo que pensamos, pero Howard no, lo de Howard, aparte del guiño anti-comunista, es pura misantropía estrictamente suya y lamentablemente individualista. Pero, aún así, la lectura de Lovecraft sí enseña una lección extraliteraria. Enseña que el miedo, si se quiere, se puede insuflar a tu alrededor como se levanta la niebla ante tus ojos, para que no veas nada. Sin embargo, como no es más que una arquitectura imaginaria y dirigida a un auditorio no muy entrenado, siempre se le adivinan las costuras. Tiene algo de teatrillo barato, el montaje del horror, por eso les encanta a los adolescentes. Los personajes son planos, como ya he dicho, y en el sentido de E.M. Forster, la preparación se demora y se construye más que el clímax, el morbo de cadáveres pudriéndose es más fuerte que la repulsión, y la sensación de opresión se incrementa si ves la película o lees el libro encerrado en una habitación de tu hogar. Yo estoy, de todas/todas, con las medidas que siguen estableciendo los estados sensatos en contra de la pandemia que padecemos, pero al igual que no pienso revisitar a Lovecraft en estos días de incertidumbre, tampoco voy a pisar demasiado la calle, tomando ejemplo de Boris Johnson, que ha visto a la Bicha de cerca y ya no le reconoce ni su Donald …

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