Jean Meslier, memorias de un cura ateo

«Aunque pudiese parecer que la religión y la política deberían hallarse enfrentadas, […] no deja de ser cierto que ambas se entienden a las mil maravillas una vez que han establecido alianzas y sellado un pacto de amistad recíproca».

Jean Meslier, Memoria contra la religión

 

Vivimos tiempos convulsos, tiempos -sobre todo- dominados por una acentuada crisis social, repletos de valientes intentos por reconfigurar el funcionamiento de la política que, a su vez, han desembocado en diversos movimientos que abogan por desbancar los privilegios tradicionalmente asociados a ciertos sectores de la sociedad que en nada ayudan a la cordial convivencia entre ciudadanos. Si echamos un vistazo a la historia, veremos que tales vicisitudes no son propiedad exclusiva del sistema capitalista.

Muchos se sorprenderían si una de aquellas voces críticas emanara de una autoridad religiosa. En este artículo nos ocuparemos de un personaje casi desconocido en el panorama cultural español. Un silencio que, quizás, ha tenido mucho que ver con los largos años de dictadura franquista, sostenida por un gobierno de inspiración nacionalcatólica. Nos referimos al francés Jean Meslier (1664-1729), autor de un voluminoso libro redactado escasas décadas anteriores a uno de los acontecimientos sociales y políticos más importantes de la historia, la Revolución francesa (1789).

El laudable esfuerzo de la editorial Laetoli nos permite, además, acercarnos a la Memoria contra la religión de Meslier en nuestro propio idioma (publicada originariamente en 2010 en una preciosa edición). Esta obra fue redactada cuando su autor, un viejo cura destinado en la parroquia rural de Étrépigny, veía cercano -no sin razón- el fin de sus días. Un trabajo que, a pesar de su dilatada extensión, llevó a cabo en apenas un año (a pesar de que requirió más de diez años de cavilosas meditaciones, desarrolladas entre 1719 y 1729). “Se suele decir -apunta Julio Seoane en el magnífico Epílogo que cierra el volumen- que escribió por la noche a la luz de una vela y con una pluma de ganso, y eso puede dar una idea aproximada de lo que le costó físicamente alumbrar sus pensamientos y sentimientos”. De lo que no existe duda alguna, como asegura Michel Onfray en el cuarto volumen de su Contrahistoria de la filosofía, es de que “Jean Meslier condensa bajo una sotana toda la dinamita que mina el siglo XVIII. Este sacerdote sin rostro ni sepultura proporciona el arsenal conceptual del pensamiento de las Luces en su vertiente radical, la de los ultras, que, sin excepción, beben de su fuente y luego, con aire inocente, fingen ignorar incluso su nombre”.

¿Qué tan importante deseaba comunicar un sacerdote entrado ya en años, que adivinaba en el horizonte la sibilina figura de la Parca, acosado por los achaques de la edad y en unas condiciones más bien penosas, para que no dudara en dedicar sus últimos esfuerzos a la confección de un libro tan voluminoso? Él mismo nos saca de dudas en el Prólogo, no sin antes explicar por qué ha debido esperar tanto para acometer su ambiciosa empresa: su intención es la de preservarnos de “los vanos errores en los que hemos nacido y vivido y en los que me he visto obligado a manteneros contra mi gusto”. “Obligado”, asegura Meslier, en tanto que su puesto religioso le empujaba a mantener en silencio -y a buen recaudo- sus auténticas opiniones.

Antes de proseguir con el análisis de la obra de este interesante francés hay que observar que el manuscrito de la Memoria no fue leído por nadie hasta que, entre dos y tres años después de su producción final, su sucesor en la parroquia de Étrépigny la encuentra junto a algunas cartas, en las que Meslier (ya difunto) “le ruega que sea benévolo con la obra que ha legado a la posteridad -nos informa Seoane- y le solicita que le preste atención”. Invita a este nuevo párroco a enviar su escrito al cura del pueblo vecino, invitándole a que lo conserve con el objetivo de “educar a la gente a la que ellos, como sacerdotes, tienen obligación de enseñar”. En singular reunión, ambos capellanes deciden entregar el manuscrito a la autoridad eclesiástica de turno (ya avisada por los numerosos rumores que corrían por París al respecto de una obra provocativa que arremetía contra los poderes establecidos). Aunque la Memoria no es finalmente destruida, sí queda sin embargo custodiada en el registro judicial. Pero algunos eruditos privilegiados logran acceder a ella, la copian y… así comienza la distribución de esta obra proscrita.

El aspecto más interesante -y actual- de la feroz crítica a la religión que Meslier desarrolla en su Memoria es el nexo inextricable que encuentra entre aquélla y la política. Son innumerables las ocasiones en las que el autor trata de ambos campos como aliados cuando la meta es el poder y el avasallamiento de la población. Religión y política persiguen, en última instancia, un mismo fin: mantener unos privilegios que degradan al pueblo llano pero que, por contrapartida dotan, a los ostentadores de la supremacía, una situación de impunidad difícilmente irrebatible. A este respecto, nuestro párroco disidente explica que “aunque pudiese parecer que la religión y la política deberían hallarse enfrentadas, no deja de ser cierto que ambas se entienden a las mil maravillas una vez que han establecido alianzas y sellado un pacto de amistad recíproca”.

Meslier piensa, a pesar de todo, que esta curiosa relación se debe en última instancia a un demoníaco germen, constitutivo del ser humano, que facilita la existencia de “unas relaciones odiosas de subordinación y dependencia entre los diferentes estados y condiciones de los hombres”, así como que haya “entre ellos tanta perfidia y tanta traición, incluso entre los parientes más próximos, que nadie se fía de nadie y, por consiguiente, nadie pueda atreverse a emprender nada por temor a ser descubierto y traicionado”.

Los ciudadanos se convierten, así, en meros juguetes y víctimas de los poderosos, arrastrados -espiritualmente- por temibles supersticiones y atados -materialmente- al pago de insumables impuestos que perpetúan las prebendas y comodidades de unos pocos. Sólo es posible eludir esta precaria situación a través del uso de las “luces de la razón humana”.

Si bien es cierto que esta actitud destructiva frente al cristianismo y la Iglesia que se vio obligado a propugnar en vida, desde el altar de su parroquia, encierra también -y sobre todo- una vertiente claramente constructiva, acaso la más atractiva del pensamiento de Meslier (y que tanto le une a pensadores clásicos como Epicuro, Lucrecio o Montaigne). Como explica Julio Seoane, “La Memoria destroza, pisotea, revoluciona para destruir y comenzar a edificar un mundo nuevo”. Una Memoria que se “compone con la rabia contenida que supone tener que engañar a quien se quiere y tener que engañar con las mentiras con las que les engaña quien no les quiere”.

Aquellas “luces de la razón” nos sugieren que nos dejemos guiar por las necesidades naturales, y que en ningún caso caigamos doblegados bajo el influjo de la religión, predicadora de los infames e indecorosos peligros a los que -supuestamente- está expuesto el cuerpo. A juicio de la Iglesia, debemos seguir el ejemplo de un Cristo doliente que sufre, siempre resignado, los insultos y latigazos de sus verdugos. Meslier no duda en arremeter contra la doctrina cristiana en este punto: sólo una caterva de “ignorantes, meapilas, aduladores e hipócritas” podría estar interesada, bajo la esperanza de mantener y aumentar su poder, “en conservar las vanas y delirantes supersticiones del culto religioso a los ídolos y a las falsas divinidades”.

Escuchar la llamada de la naturaleza no significa retornar a un estado de salvajismo, sino aceptar las demandas de un cuerpo cuyo escenario de acción es un mundo repleto de semejantes. De hecho, el exceso no conviene al placer, que es entendido por Meslier como algo simple, exento de mayores complicaciones. En definitiva, como algo natural. “Ni mojigato, ni defensor del libertinaje feudal -escribe Onfray-, el cura propone una carne libre de culpa, que goce naturalmente de las potencialidades de alegría permitidas aquí y ahora”.

Es necesario, por otro lado, que el pueblo pueda acceder a la ciencia y al conocimiento de las verdades naturales (vedado para las clases menos pudientes -pero mayoritarias-), que no inclinan a los seres humanos al mal, como asegura la religión. Más bien al contrario, es la ignorancia la responsable de introducir a los hombres en un pozo anegado de inservibles y perjudiciales creencias, impuestas, casi siempre, desde el púlpito. En lo relativo a estos asuntos, apunta irónicamente Meslier, da la impresión de que los intelectuales más cercanos al poder “sufren un ataque de ceguera que les impide ver los errores y las equivocaciones en las que se encuentran”.

La obra de este cura ateo (aunque no nihilista) concluye con un llamamiento a los ciudadanos de bien: “¡Uníos, pues, si sois sensatos! ¡Uníos, si tenéis coraje, para libraros de una vez por todas de las penalidades que padecéis en común! ¡Daos valor unos a otros, animaos a una empresa tan noble, tan generosa, tan gloriosa y tan importante!”. En su opinión, para vencer a los opresores sólo será necesario aplicar las luces naturales de la razón, que nos conducirán a alcanzar la perfección en la ciencia y la sabiduría humana: “¡Desterrad, pues, por completo esas vanas y supersticiosas prácticas religiosas!”.

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1 Comment

  1. says: Óscar S.

    Leí el Testamento hace veinte años y lo que recuerdo más no es la filosofía (materialista), sino el magnífico patetismo con el que cuenta la verguenza de sí mismo que sentía estafando a sus parroquianos, domingo tras domingo, año tras año…

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