Hay un precipicio en tu garganta.
Lo supe la primera vez que te vi en el centro de aquella sala oscura cubierta de humo, bailando con los ojos cerrados al ritmo del jazz de susurros que tejían desde el pequeño escenario un cuarteto de tipos sudados mientras yo, acodado en la barra, te devoraba con la vista al tiempo que mi cuerpo tragaba bourbon y el tuyo se cimbreaba, y en el aire, con la mano levantada, tu suave bamboleo subrayaba la frontera huesuda de tus caderas, periferia del cálido continente que mis manos, ahora insensibles por el frío de las copas, acabarían por colonizar. Hay un país bajo tu ombligo sembrado de carreteras que son cicatrices que siempre llevan al mismo lugar, pequeños ríos de sangre que desembocan en la perdición. Pero eso no es lo peor. A perder uno se acostumbra, y no hay vértigo posible para la muerte en tierra, para el fin en el continente de tus caderas.
Hay un precipicio en tu garganta.
Estaba seguro de ello cuando miraba de reojo el filo de tus clavículas desde el mar que significan tus labios, y me dejaba hacer cuando en medio de aquel bar, con las luces ya encendidas, me arrancabas de la boca el sabor a alcohol para impregnarme la lengua con el agua salada de tu mundo, y me mordías, no parabas de morderme, como si los besos no fueran suficientes para marcarme con tu calor y necesitaras un poco de mi sangre, necesitabas que doliera sin saber que en verdad ya dolías. Pero eso no es lo peor. El dolor acaba siendo también una forma de vida tan válida como la mente, y nadie que no merezca la pena puede morir entre tus dentelladas.
Hay un precipicio en tu garganta.
Y está hecho del único frío que, excepción hecha de tus pies, regala tu cuerpo, que es puro calor. Es un frío extraño, el de tus pies, pienso ahora que los tengo clavados en la espalda mientras tus piernas me rodean y abandonas debajo de mí el recuerdo suave del jazz para golpear como un solo de batería contra la torpe batida de mi cuerpo, retorciéndote sobre una cama, la mía, que es tuya desde antes de recibirte y que ahora te recoge entera antes de perderte durante un instante, una y otra vez, mientras tu espalda se comba y te suspendes en el aire apenas aferrada a mí por el candado frío de tus pies y la cadena tibia de tus piernas. Pero eso no es lo peor. Al frío un cuerpo se acostumbra. Se hace más dura la piel y la muerte te llega en el amanecer veraniego como de una playa atlántica, atemperado por el calor que es el resto de tu cuerpo.
Hay un precipicio en tu garganta.
Apenas medio palmo de piel en la que silba el silencio del vacío y el murmullo suave de tu voz casi ajada, amenazando con romperse al final de cada palabra. Tu voz es un arrullo, pero el resto de tu cuerpo es música de jazz, empezando por el cálido solo de saxo que es tu tripa, que me dispara notas escondidas en cada espasmo de sangre y sudor que ahora, con el oído pegado a tu vientre, recibo desde tu piel. Tengo al sur el vello del país oculto de tus caderas y al norte tus pechos pequeños, prólogo necesario del libro de tu cuello. Pero eso no es lo peor. Tu vientre es un saxo humeante del que brotan las notas de tu piel hasta componer una melodía que abrasa, pero incluso del fuego se salvan aquellos que, como yo, nada tienen que perder.
Hay un precipicio en tu garganta.
Es un desfiladero de piel que araña, que siembra cicatrices con ese ligero temblor cuando se expone abierto de par en par, cuando te dejas hacer como ahora, recién parido el día, permites que me beba tu primer sudor de la mañana mientras ronroneas como un animal herido, sabiendo que lo que la noche unió el día no tiene más remedio que separar. Y así amaneces, con los ojos cerrados y la barbilla hacia arriba, el cuello estirado mientras yo camino por última vez por ese desfiladero de piel hacia una muerte inevitable que viene de la mano con tu ausencia. Pero eso no es lo peor. No me asusta la soledad.
Lo peor es que hay un precipicio en tu garganta, y yo estoy dispuesto a saltar de nuevo.