Cuando la acción de escribir se antoja equivalente a la de agarrar bien fuerte un pico y una pala para buscar palabras dentro de uno mismo, es refrescante encontrar la mirada de otro escritor que disfruta de la literatura desde fuera y desde el interior, como si fuera un niño que entra y sale, divertido, de una casa de muñecas, alguien que juega entre sus paredes, pero que también es capaz de construirlas con entusiasmo.
Marcel Proust, en su delicioso ‘Días de lectura’, cuenta cómo se dejaba llevar de la mano por las buenas páginas desde que tuvo memoria, cómo buscaba en ellas motivos para dar nuevos relieves a lo que miraba, para que la vida creciese y excediera los límites que le adjudicamos a veces. Pero también era capaz de asumir el riesgo de la escritura como una aventura gozosa, en la que la propia mirada, el estilo propio “no es un embellecimiento en modo alguno, como creen algunas personas, ni siquiera es un problema de técnica, es -como el color en los pintores- una cualidad de la visión, una revelación del universo particular que ve cada uno de nosotros y que no ven los demás. El placer que nos proporciona un artista es el de darnos a conocer un universo más”.
Al final, escribir no es sino la búsqueda de una voz personal, la capacidad para atrapar este tiempo y salvarlo del devenir con palabras que tengan las esquinas intactas -o casi-. También es la habilidad de convertir un relato, un momento concreto, en un objeto hermoso que uno mismo, pero también los otros, sepan apreciar ahora y cuando pasen los años. Y es que, como también cuenta un Proust capaz de levantar ‘En busca del tiempo perdido’, los escritores gustan de sus contemporáneos, pero si tienen que elegir, se quedan con las obras clásicas. “Y es que para nosotros -dice- no sólo tienen como las obras contemporáneas, la belleza que supo poner en ellas la mente que las creó. Reciben otra más emocionante aún, y es que su materia misma, quiero decir, la lengua en la que fueron escritas, es como un espejo de la vida”.
Para él, los textos de los clásicos “contienen todas las viejas formas de lenguaje abolidas que guardan el recuerdo de usos o maneras de sentir que ya no existen, huellas persistentes del pasado a las que nada del presente se parece y cuyo color sólo el tiempo, al pasar por ellas, ha podido embellecer. Una tragedia de Racine o un volumen de las Memorias de Saint Simon son como objetos hermosos que ya no se fabrican (…) son esas formas obsoletas tomadas de la vida misma del pasado las que contemplamos en la obra de Racine, como en una ciudad antigua que ha permanecido intacta”.
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-Para leer más sobre Proust en Hypérbole, es posible hacerlo en ‘À la recherche de un Proust difuminado’, de Óscar Sánchez.
-La imagen que encabeza el texto es del fotógrafo polaco David Seymour, uno de los fundadores de la Agencia Magnum, y fue tomada en Hungría en 1948. Para la segunda, no figura su autor.