Heinrich Heine: el lírico desvergonzado


Para Rita L., soprano y mengano.

  Y desde los pinares de aquel otro
  Ruiseñor de Judea y Alemania,
  Heine el burlón, el encendido, el triste.

      ‘Al Ruiseñor’, J. L. Borges.

 

Uno apostaría que Heinrich Heine era el único que se divertía en el s. XIX, pero, desde luego, es una impresión completamente falsa, ante todo por dos razones. La primera, y más evidente, consiste en señalar que la gente corriente, el “pueblo llano” como decían antes, suele hacer lo posible por divertirse, sean cuales sean las condiciones de vida que les hayan sido impuestas. “Bailar en cadenas” es una expresión de Nietzsche que bien pudiera aplicarse mejor a los simples obreros o pobres asalariados para los cuales el filósofo atesoraba todo su desprecio que para esos majestuosos ultrahombres que él esperaba sembrar para el futuro. Además, en el exclusivo mundo de las letras también se divertía por entonces Thomas de Quincey, como se divirtió poco más tarde Charles Dickens. y como se divirtió a final de siglo la pluma afilada de Mark Twain. La segunda razón es más sutil, y precisa de una mayor erudición. Porque aunque Heine gozó verdaderamente en la confección de sus poemas y en la redacción de sus heteróclitas prosas, también sufrió lo suyo, instilando este sufrimiento en la fuente misma de sus alegrías, como quien pintara un airoso lienzo del atardecer mezclando en la paleta diversos tonos de vino con el color de su propia sangre.

Devenían tiempos convulsos en Europa tras saldarse las consecuencias de la Revolución Francesa, y más si eras alemán. Heine, que afirmaba haber visto en persona a Napoleón, fue muchas veces tachado de anti-alemán por entender que su nación yacía postrada en el feudalismo mientras que la gloriosa Francia todavía exhibía rebrotes revolucionarios en 1830 y en 1848. De hecho, cuando Heine decidió marcharse de Alemania debido a la censura, los escándalos y finalmente las prohibiciones que se cernían sobre su obra, escogió el país galo como dorado exilio del escritor comprometedor (puesto que, más que comprometido, Heine era irritantemente comprometedor…) Allí recibió un subsidio del gobierno, conoció a grandes literatos e incluso tuvo tratos amistosos con Karl Marx: se sentía en la gloria, cortejaba a las mujeres francesas y más o menos publicaba lo que le daba la gana. Sin embargo, echaba de menos su patria, en el doble sentido romántico de añorar sus paisajes y desear para ella un pronto cambio político. Además, Heine, en este aspecto, tenía el alma dividida, al igual que le ocurría con los amores: por un lado, anhelaba fervientemente el triunfo de la revolución, de una revolución definitiva cuanto poco a escala europea que sacudiese al mundo de su secular modorra; pero, por otro lado, le daba miedo que fuera a ser la revolución de los “filisteos”, es decir, de las masas sin cultura y desprovistas de intereses humanísticos elevados.

Y así pasó su vida, siendo el mayor best-seller poético de su tiempo en la estela de Lord Byron y a la vez queriendo ser más que eso, como él mismo escribió en sus Cuadros de viaje hacia Italia, compuestos entre 1828 y 1830, que es el último de sus libros en prosa que he leído:

“No sé en verdad si merezco que se adorne mi féretro con una corona de laurel. La poesía, aunque la adoro con toda mi alma, fue siempre para mí un juguete sagrado, un medio santo para fines celestes. Nunca le di gran valor a la fama poética, y poco me importa que se aplaudan o se censuren mis versos. Lo que debéis poner en mi féretro es una espada: que he sido un valiente soldado en la guerra libertadora de la Humanidad”.

 

Esa espada era la espada de su sátira, que muchos temían y no sin motivo. Si estabas en el punto de mira satírico de Heine, fueses persona, institución o país (pero especialmente si eras un mal poeta…), podías echarte a temblar. Esa actitud, que mantuvo hasta el final de su vida, le costó no pocos disgustos -algunos en forma de duelo al amanecer y otros en forma de perdida de oportunidades-, pero formaba parte también de su lira y, para no engañarse, también de su autocomplacencia personal, o sea, de su manera de divertirse consigo mismo. Heine era enteramente sabedor de que era un escritor magnífico, y no le importaba usar esa capacidad también para ensuciarse con lo más abyecto de la realidad. Si hay que ensuciarse, que sea con inteligencia y con lirismo. Es en este sentido que a veces Heine ha sido considerado el máximo exponente al tiempo que el enterrador del Romanticismo. Yo no creo que Heine entierre más que lo que el Romanticismo tenía de pegajoso, de dogmático y, en fin, y como lo llama Antonio Escohotado (para oponerlo al espíritu comercial, que denomina “prosaico”, y la familia de Heine quiso hacer de él un comerciante), de patético-enfático. Lo mismo, no por causalidad, que Hegel quiso para la filosofía, y Heine en su juventud fue un ardiente discípulo de Hegel. No, yo creo más bien que Heine practicó un romanticismo autoconsciente, es decir, que no renunciase a romantizar el mundo y el amor pero sin ignorar que ni el mundo ni el amor son de por sí románticos. Volviendo a Nietzsche, que estimaba mucho a Heine, sería algo así como lo que el filósofo enunciaba con la fórmula “soñar sabiendo que se sueña”; pero soñar es un acto libre y humano de rebelión contra las inercias de la naturaleza, tan libre y humano como lo fue la propia Revolución Francesa, y de ahí que Heine se resistiese a abandonar el Arte al albur de lo que los socialistas del este u otro lugar quieran o sepan hacer del él. Si hay que defender los derechos humanos del pueblo, ¿por qué no defender mejor, como escribió en una ocasión, “los derechos divinos de la Humanidad”?

 

 

Naturalmente, sus adversarios, pero sobre todo sus compañeros ideológicos, que molesta más, calificaron este proceder de oportunista, inmoral y falto de carácter. Heine resultaba demasiado aristocrático para los jabobinos a la par que demasiado mundano para los románticos, justamente como le ocurriera antes a su admirado Goethe -quien, por cierto, dijo de Heine ya en su vejez que “si deja de ser un golfo, llegará a ser el mayor poeta que nunca haya existido”. A propósito de esa especie de tierra de nadie intempestiva y fronteriza desde la que Heine escribía y peleaba, y de su derecho nativo a habitarla, pueden considerarse programáticas las siguientes palabras:

“La vida ni es un fin ni es un medio; la vida es un derecho. La vida quiere hacer valer su derecho contra el anquilosamiento de la muerte, contra el pasado, y la forma de hacerlo valer es la revolución (…) El fanatismo de los bienhechores del futuro no debe inducirnos a poner en juego los intereses del presente, ni el derecho humano que hay que defender ante todo: el de vivir”.

 Los Cuadros de viaje, a los que me he referido antes, inauguraron una manera de escribir periodística y folletinesca que lo mismo incorporaban las aventuras eróticas de Heine con la posadera o la marquesa que bellas descripciones (bellas pero clarísimas, donde las metáforas son tan originales como llanas) del propio viaje o comentarios satíricos del lugar al que se dirige el poeta tanto como de aquel de donde procede. El siguiente párrafo podría servirles de introducción:

 

“¡Oh, caprichoso corazón! Ya estás en Italia. ¿Por qué no tirileas? ¿Acaso se han venido contigo a Italia los viejos dolores alemanes, las pequeñas serpientes enroscadas dentro de ti en lo más hondo de tu ser, alegrándose ahora? ¿Son ellas y su júbilo concertado las que excitan en tu pecho esa pintoresca pena que tan extrañamente pica, se estremece y silba? Y ¿por qué no han de regocijarse los viejos dolores? ¡Aquí en Italia todo es tan bello, el sufrimiento mismo es aquí tan bello! En esos palacios de mármol carcomido suenan los suspiros mucho más románticamente que en nuestras limpias casitas de ladrillo. Bajo estos laureles es el llanto más voluptuoso que bajo nuestros abetos gruñones y picudos. En las formas ideales de estas nubes que surcan el cielo azul de Italia se pierde la triste mirada mucho más dulce y tiernamente que el cielo ceniciento de Alemania, cielo de día laborable, que recorta en las nubes un parloteo honradote de tendero y un bostezo de tremendo aburrimiento. ¡Anidad bien en mi pecho, oh dolores! En ninguna parte hallaréis mejor cobijo. Yo os quiero y os estimo, y nadie sabe mejor que yo mimaros y cuidaros. Os confieso que me dais mucho placer. Y después de todo, ¿qué es el placer? El placer no es más que un dolor muy agradable”.

 

 

Pero lo mejor será ofrecer un capítulo entero, para saborear ese estilo brillante y libre, que sólo al del mencionado Thomas De Quincey podría analogarse entonces y que hoy resulta tan irresistiblemente moderno, aunque orlado del encanto de la época, un encanto difícil de superar:

“Cuando de pronto entra jadeante un pálido y ensangrentado judío, coronado de espinas y con una gran cruz de madera al hombro; arroja la cruz sobre la espléndida mesa de los dioses: tiemblan las copas de oro y los dioses callan, palidecen y va en aumento su palidez, hasta que al fin se disipan como la niebla.

Hubo entonces una época triste y el mundo se puso gris y sombrío.

Ya no hubo más dioses felices: el Olimpo se convirtió en un hospital donde se pasearon enojosamente dioses desollados, asados y agujereados que ligaban sus heridas cantando tristes himnos. La religión no proporcionó ya alegría alguna, sino consuelos: fue una entristecedora y ensangrentada religión de delincuentes.

¿Era acaso necesario esto a la enferma y magullada humanidad?

Quien ve sufrir a su Dios sobrelleva más fácilmente sus propios dolores. Los antiguos y alegres dioses, que no sentían dolor alguno, tampoco sabían lo que sufre un atormentado mortal, y un atormentado mortal tampoco podía, en caso de necesidad, suponerles un buen corazón.

Eran dioses de día de fiesta, en torno de los cuales se danzaba alegremente, y a los que sólo se podían dar gracias. Por lo mismo nunca fueron amados de todo corazón; pues para serlo….. se necesita sufrir. La compasión es la última consagración del amor, acaso el amor mismo.

De cuantos dioses fueron amados, es por esto Cristo el Dios que lo ha sido más, sobre todo por las mujeres… Huyendo del estruendo de la muchedumbre, fui a perderme en un templo solitario, y lo que acabas de leer, querido lector, es, más bien que mi propio pensamiento, una serie de palabras que involuntariamente se me escaparon, mientras reclinado en un antiguo banco daba entrada en mi pecho a los acordes del órgano. Allí me estuve fantaseando y componiendo para aquella extraña música una letra más extraña todavía.

De cuando en cuando vagaba con la mirada por la vaporosa nave, buscando las sombrías y clamorosas figuras correspondientes a las melodías del órgano.

¿Quién es aquella mujer envuelta en su velo, que está allí arrodillada ante la Madonna? La lámpara que ante ella pende ilumina con dulce claridad a la bella madre dolorida de un amor crucificado, a la Venus dolorosa: más a veces van a caer, como a hurtadillas, algunos lascivos y misteriosos rayos de luz sobre las bellas formas de la velada devota. Sigue ésta inmóvil sobre las gradas de piedra, pero su sombra se mueve a la oscilante luz, corre a veces hacia mí y retrocede rápidamente, cual en un harem un mudo negro mensajero de ardiente amor….. y lo comprendo. Me anuncia la presencia de su señora, la sultana de mi corazón.

Pero poco a poco iba aumentando la obscuridad en el solitario templo; acá y allá se deslizaba por entro los pilares una figura indeterminada; de cuando en cuando se elevaba leve murmullo en alguna capilla lateral, y el órgano gemía en prolongados acordes como los suspiros del corazón de un gigante…..

Parecíame que aquellos acordes jamás cesaban; que aquellas moribundas voces, aquella agonía iba a durar eternamente; sentía una opresión indecible, una angustia sin nombre, como sí hubiera sido enterrado vivo, y tras largo tiempo de aparente muerte, me hubiera levantado de la tumba, y con mis lúgubres compañeros acudiera al templo de los espíritus a oír el oficio de difuntos y confesar las culpas póstumas.

A veces me parecía ver que efectivamente se sentaban junto a mí, envueltos en una media luz fantástica, los difuntos feligreses con sus antiguos y ya olvidados trajes florentinos, sus demacrados semblantes y sus devocionarios guarnecidos de oro en las enflaquecidas manos, orando susurrantes y saludándose con melancólicas inclinaciones de cabeza. El quejumbroso tañido de un esquilón lejano me recordó de nuevo al enfermo sacerdote que viera en la procesión, y me dije a mí propio: sin duda acaba de morir, y se dirige aquí a decir su primer misa nocturna; sin duda ha llegado ya el triste espectro.

Pero de pronto alzose de las gradas del altar la graciosa figura de la recatada devota.

Sí, era ella, su vívida sombra desvaneció los pálidos fantasmas; ya no vi nada más que a ella, la seguí rápidamente fuera del templo, cuando ya en la puerta echo el velo hacia atrás, miré el lloroso semblante de Francesca, que parecía una soñadora rosa blanca cubierta de perlas de rocío que la hacen brillar a la luz de la luna.

-¿Me amas, Francesca?

Le pregunté muchas cosas y me contestó pocas.

La acompañé al Hotel Croce di Malta, donde estaban hospedadas ella y Matilde. Las calles se habían vuelto a quedar desiertas; las casas dormían, cerrados los ojos de sus ventanas, y sólo a través de sus párpados de madera relampagueaba una que otra lucecilla. Arriba, en el cielo, destacábase entre las nubes un ancho jirón verde-claro en el que bogaba la luna creciente como una góndola de plata en un mar de esmeraldas.

En vano rogué a Francesca que elevase la vista una vez si-quiera para mirar a nuestra antigua y querida confidente, pues continuó con la cabecita baja y soñadora.

Su andar, en otro tiempo tan suelto y vaporoso, era ahora religiosamente acompasado, su paso era sombríamente católico, ajustado al ritmo solemne del órgano, y como noches antes los pecados, llevaba ahora la religión en las piernas. Por todo el camino iba santiguándose rostro y pecho al pasar ante cada imagen de santo, en vano procuré ayudarla. Pero cuando llegados a la plaza pasamos por delante de la iglesia de San Miguel, donde del fondo obscuro de su hornacina se destaca una marmórea Virgen de los Dolores con sus espadas doradas en el corazón y su corona de lamparillas sobre la cabeza, me echó Francesca los brazos al cuello y me besó murmurando: -¡Cecco, Cecco, caro Cecco!

Al principio recibí tranquilamente estos besos, por más que sabía bien que en el fondo iban dirigidos a un abate boloñés, funcionario de la Iglesia católica. Como protestante no tuve escrúpulo alguno de apropiarme los bienes del clero católico, y al punto secularicé los piadosos besos de Francesca.  Sé que los sacerdotes se escandalizarán y clamarán, de seguro, contra el robo de cosas sagradas, y me aplicarían gustosos la francesa ley del sacrilegio.

Por desgracia, debo confesar que los citados besos fueron lo único que pude embolsarme aquella noche. Francesca había decidido aprovecharla en bien de su alma, pasándola arrodillada y en oración. En vano pedí que me dejara tomar parte en sus ejercicios piadosos; tan luego como llegó a su cuarto, me dio con la puerta en las narices. En vano estuve una hora larga a la parte de afuera, pidiéndole me dejara entrar, exhalando todos los suspiros imaginables, afecté piadosas lágrimas y pronuncié los más santos juramentos -entiéndase que con reservas mentales-, pues me iba poco a poco convirtiendo en jesuita, haciéndome completamente malo, y hasta prometí hacerme católico por aquella sola noche.

-¡Francesca!- exclamaba- ¡estrella de mis pensamientos! ¡pensamiento de mi alma! ¡vita della mia vita! ¡mi bella, multibesada, esbelta y católica Francesca! ¡Por esta sola noche que me concedas, te prometo hacerme católico……; pero por esta sola noche! ¡Oh, que, bella, feliz y católica noche! ¡Descanse yo en tus brazos y creeré, con estricto catolicismo, en el cielo de tu amor; sellemos con nuestros labios la dulce confesión, el Verbo se hará carne, la fe tomará cuerpo y forma! ¡Qué religión! ¡Clérigos, entonad entretanto vuestro kyrie eleison, tocad, incensad, sonad las campanas, preludiad al órgano, y haced oír la misa de Palestina!….. ¡Este el cuerpo! ¡Yo creo, yo soy feliz, yo sueño!

Mas cuando desperté a la mañana siguiente, me froté los ojos, entumecidos por el sueño y el catolicismo, volví a ver claro en el sol y en la Biblia, y volví a ser tan concienzudo protestante y a encontrarme tan en ayunas como hasta entonces”.

 

 

 

Puede que Heinrich Heine, el lírico, el polemista, el judío y solitario Heinrich Heine, no sea el único hombre que se divirtió en el s. XIX, pero, sin duda, su numeroso público sí fue el que más se ha apasionado y divertido a la vez a lo largo de la ardua historia de la literatura occidental.

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